Capítulo 6

Tragó los bocadillos de buena gana y bebió el café. Sabía que su actuación estaba dando buenos resultados y esto solo era el comienzo.

Como lo había intuido ayer, la empleada era fácil de manejar e incluso consiguió, con solo una sonrisa de buen chico, que esta le diese permiso para entrar a la casa. No tuvo que hacer absolutamente nada, la mujer cayó rendidita a sus pies. Sacaría provecho, de eso no tenía un ápice de dudas. Sin embargo, se preguntó si la buena mujer, que tenía una especie de devoción para con su “señorita”, sabía lo que las personas hablaban de esta y si tenía algún tipo de conocimiento respecto a los amantes que la visitaban. Saber esto último no le había costado nada porque lo oyó por parte de los tres hombres que frecuentaban la misma cafetería que él y, antes de llegar a la casa, estuvo, como todas las mañana, sentado en la mesa de costumbre, bebiendo un mísero café. Los tipos llegaron unos diez minutos después y no hicieron otra cosa que cotillear como viejas chismosas. Así fue cómo se enteró que la dizque señorita recibía a sus amantes en su propia casa.

—Si tan solo supiese, Beatriz, que su señorita no es más que una vil hipócrita —susurró, terminando de beber el café.

Soltó una risita altanera y se paseó un poco por el jardín. La mujer le había dicho que solo podía permanecer en la propiedad hasta las cuatro de la tarde y se preguntó el por qué. Dedujo que tal vez uno de esos amantes le haría una visita a la “señorita” y esta no quería tener a un hombre dentro de la propiedad. Vaya indecorosa la muchachita esa.

Rió con más fuerza. Él conocía muy bien a ese tipo de mujeres que mostraban una apariencia de no saber nada, una imagen de inocencia ante las personas ajenas, pero también sabía de primera mano que eran muy experimentadas a la hora de la “siesta”. Ja, había tenido su parte en el pasado y no estaría mal volver a tenerlo de nuevo en su presente. Estaba más que seguro que lo gozaría y haría gozar también a la “señorita”.

(…)

Encontró un sitio perfecto en el ala este de la casa. Montó el caballete y estuvo haciendo bosquejos del amplio jardín. Realmente le gustaba mucho el paisaje y en eso no mintió cuando expuso su deseo de pintarlo en un cuadro. Además, si lograba hacer un buen trabajo, cosa que estaba más que seguro, sacaría unos muchos billetes cuando lo llevase al museo de arte para venderlo. Y sí, los cuadros anteriores fueron bien recibidos por el dueño del museo e incluso el hombre regordete con cara de sinvergüenza le había ofrecido un empleo permanente; rechazó la oferta porque simplemente no era para él.

Exhaló un largo y perezoso suspiro y escuchó su nombre desde algún lugar. Buscó con la mirada hasta que vio a la empleada. La mujer le estaba haciendo señas con una mano, indicándole que se acercara.

Poniendo su mejor carita de niño bueno, asintió y, luego de guardar sus pinceles y papeles de dibujo dentro del bolso maltratado, caminó despacio hacia la mujer.

—Señora, ¿estoy siendo un impertinente? —preguntó cabizbajo.

«Bravo, sigue así, Santi, que esta está comiendo de tus manos», pensó.

—Oh, no, no —Sonrió, mentalmente, de manera lobuna—. Es que ya es mediodía y tienes que comer y ya que has guardado tus objetos de trabajo, ven, entra.

—Discúlpeme, pero creo que sería mejor que…

—Nada de eso, Santiago, vendrás conmigo y comerás comida decente —demandó la mujer.

Una mísera sensación de culpa brotó dentro de sí al oír el tono maternal de la empleada, pero tan rápido llegó, se esfumó. No, no tendría lástima de nadie. Seguro que ella sabía las fechorías de la muchachita.

Irguiendo la cabeza, miró fijo a los ojos de la mujer. Esta le sonrió enternecidamente, haciéndole seña para que la siguiese.

—Muchas gracias, señora —imperó, su tono de voz suave y dulce.

Ella negó con la cabeza, aún con la sonrisa en los labios.

Se detuvo cuando la mujer abrió una puerta y se adentraron a una elegante, espaciosa y lujosa cocina.

—Siéntate, ahora te sirvo —profirió la mujer.

Optó por asentir y hacer todo cuanto le dijese la empleada. Era mejor mantener un comportamiento sumiso y dejar que la mujer confiase más en él y comenzase a soltar la lengua. O bien podía usar un poco de sus encantos y hacer que hablase.

—Es una cocina muy bonita —comentó, mirando a la empleada servirle algún tipo de estofado en un plato.

Dios, ¿hacía cuánto no comía comida casera? ¿Hacía cuánto no probaba comida decente? Mucho tiempo de hecho. Se había estado manteniendo con base de café barato y algún que otro refrigerio o comida de algún puesto de la calle, pero ahora podría disfrutar de una buena comida y todo gracias a sus artilugios de niño bueno.

—Aquí tienes, come a gusto —Quedó mirando el plato y las ganas de comer como si fuese un cavernícola nacieron, el aroma que desprendía la comida le hizo gruñir el estómago—. Me temo que no es mucho, pero al menos es decente y te saciará el apetito.

—Se lo agradezco, señora —profesó.

Comenzó a comer sin importarle que su comportamiento no fuese apropiado. Llevó la cuchara cargada del estofado a la boca una y otra vez, apenas masticando. Quizá no había pasado ni cinco minutos cuando la mujer le sirvió una segunda ración. Comió gustoso, pero esta vez un poco más lento, degustando los sabores de especias en el paladar. No sabía cuándo iba a tener otra oportunidad, aunque recordó que podía manipular fácilmente a la empleada.

—Da gusto verte comer —Sonrió de manera inocente y bebió un sorbo del vaso con agua—. Ojalá mi señorita lo hiciese así también.

Ladeó la cabeza hacia un lado, eso le llamó la atención por varios motivos. Uno, ¿por qué la chiquilla desperdiciaría una buena comida como esta? Dos, ¿sería que quería mantener su figura de ensueño para sus amantes? Tres, ¿qué tipo de hombres serían sus amantes? Quitó esos pensamientos de su mente, ya lo averiguaría.

—Pues, sin sonar déspota, ella se lo pierde —comentó, llevándose la última cuchara cargada a la boca.

—Sabes, Santiago, tengo que serte sincera —Pestañeó varias veces, pareciendo sorprendido, aunque no lo estuviese realmente—. Pensé que serías un mal chico, pero estuve totalmente equivocada, ahora me doy cuenta de ello.

—Oh, eso…

—No, permíteme decirte esto —Asintió—. Creí que eras un, bueno, hombre que solo quería aprovecharse de la situación que está pasando mi señorita. Hemos tenido muchos problemas con las personas que acusaron al señor Filipo Wetter injustamente de robo y e****a, se han cizañado con mi señorita y han estado haciendo de su vida miserable. El señor Filipo es un buen hombre y excelente padre, él nunca haría nada malo y menos para causar algún problema a su propia hija, pero lo cierto es que los está causando al haber huido. Los Brin son los únicos culpable de toda esta situación y que hoy día acechen a mi señorita cada que les vengan en gana, bueno, ya ve, los problemas solo aumentan.

Por supuesto, a él le importaba un comino lo que le haya sucedido a Filipo Wetter y los Brin, pero lo cierto era que la dizque señorita con ese aire de ofendida por todo, no era más que una muchachita vulgar que se vendía por las tardes y noches para mantener la casa y una apariencia de clase social alta. A su percepción, era una total descarada y estaba más que dispuesto a sacar provecho de todo eso.

—Eso sí que es un suceso lamentable —Le valía si lo era o no, pero debía mantener su imagen de niño bueno—. Siento oír todo esto.

—No lo sientas, no es tu culpa —Hizo un mohín en los labios—. Bueno, si has acabado, es mejor que salgas de aquí. No debo dejar que te vea mi señorita.

Asintió, tragándose las ganas de decirle que era una mujer tonta por andar pensando en su “señorita”, pero tuvo que contenerse si quería continuar con su plan.

Se irguió de la silla y, siendo escoltado por la empleada, salió al jardín.

—¿Me dará de comer mañana también, buena mujer? —preguntó, su fachada inocente imperturbable.

—Por supuesto que sí —decidió ella—. Recuerda que tienes permitido estar hasta las cuatro.

—Gracias, señora.

Le plantó un beso en la mejilla izquierda a la empleada y se encaminó de nuevo donde dejó su caballete y su bolso.

Cuando se cercioró de que nadie lo veía, soltó una risita altiva, dejando caer su máscara de inocencia y remplazándola con su rostro altanero de siempre. Oh, sí, él siempre salía con las suyas.

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