01 ǀ El aquelarre de las esposas frustradas

Lydia se levantó ese lunes muy temprano y se puso a recoger un poco la sala, sus amigas de siempre habían ido la noche anterior para celebrar su cumpleaños número cuarenta. Su esposo, Cole, le obsequió un hermoso collar de perlas cultivadas, que hacían juego con los pendientes de perlas cultivadas que le compró ese año en febrero por motivo de su aniversario de boda, y también combinaban con la pulsera de perlas cultivadas que le obsequió por navidad.

Miró la cajita que contenía el regalo y rebuscó en su interior alguna clase de emoción que no fuese el fastidio. Cualquiera diría que debía sentirse agradecida por tener un esposo devoto que le daba costosos obsequios y la mantenía en una enorme casa en una de las mejores zonas de Las Vegas. El problema no era que le faltase algo físico, o sí le faltaba, pero no tenía que ver con dinero o lujos, Cole era socio de uno de los casinos más conocidos de Nevada, por lo tanto el dinero no era problema, si ella lo deseaba, podía ir un fin de semana de compras a Paris solo porque sí; la casa era mantenida por un matrimonio ruso, incluida su hija que hacía de niñera para Junior que estaba por cumplir los ocho años; también tenía chofer si lo requería, solo debía pedirle a Cole que le enviara a alguien del casino y listo, pero si hacía eso, entonces no le quedaba mucho que hacer con su vida.

Por un momento esperó que el extraño comportamiento de su esposo se debiera a un amorío, Soledad la había llamado loca, pero es que, aunque no lo pareciese, Lydia quería algo de emoción en su perfecta vida libre de altibajos. Obvio que Soledad no entendía, ¿por qué habría de hacerlo si ella tenía a ese espectacular macho latino que seguro la revolcaba de arriba abajo en la alcoba? Esteban Landaeta era todo un caballero que derrochaba atractivo, ex jugador de béisbol y actual dueño de un concesionario de vehículos de lujo, el cual había hecho surgir debido a su fama de grande liga. Sin embargo, y a pesar de que Lydia sabía que su esposo no le era infiel, y ella no sentía demasiados deseos de ampliar su repertorio sexual, sí sentía que su vida era aburrida.

Una bonita y cultivada vida aburrida.

Cole y ella se habían casado demasiado jóvenes, principalmente porque ninguno de los dos se cuidó del modo debido, lo que culminó con un matrimonio apurado en una de las tantas capillas de Las Vegas y el nacimiento de Tiffany, su hermosa hija mayor seis meses después del enlace. A ella le siguió Tim, dos años después; Cole estaba feliz porque tenían dos hijos hermosos, ambos estudiaban en la universidad y apenas consiguiera su título en economía, su padre le heredaría acciones del casino, para que mantuviera a su nueva y reluciente familia. Todo perfectamente cronometrado y medido, algo que Cole supo ejecutar de manera eficiente, dándole a su joven esposa y sus dos niños, la mejor vida que se podía desear. Lydia no podía negarlo, su esposo era un hombre bueno… aburrido, pero bueno.

Ina apareció desde la cocina, vistiendo el sencillo atuendo que le servía de uniforme. Tanto ella como su madre debían llevar pantalones de tela gris oscuro y una camisa de mangas tres cuartos de color azul rey; nada de cofias blancas y faldas negras o grises que remedaban a las mucamas francesas. Los Bekétov eran parte integral de la familia James, en sí, ellos se encargaban de administrar todo lo referente al personal de la casa, Mariya era más como el ama de llaves que llevaba todo a la perfección como un relojero suizo, Ina cuidaba de Junior con devoción mientras terminaba su carrera de psicología y Ruslan era la mano derecha de Cole, hacía desde chofer para él, guarda espaldas y contable adicional. La dulce adolescente le deseó los buenos días y se dirigió a la habitación de Junior para despertarle; debía llevarlo a la escuela para luego irse a la universidad. Entonces Lydia se quedaría sola, en su perfecta y cultivada vida, donde no pasaba nada nuevo.

Había llegado a los cuarenta y lo más divertido que tenía era la cena de los jueves en ese pequeño restaurante del centro, el Bon Appétit, donde podía recrear su mente con los esculturales camareros, mientras se sonrojaba hasta las orejas con las ocurrencias de sus amigas, sobre todo aquellas donde se dedicaban a detallar lo que podrían hacerles a esos cuerpecitos esculturales que se adivinaban debajo de la camisa de color oliva de su uniforme.

En perspectiva, y tras soltar un suspiro desalentador, sin importar la edad que tuvieran Julia y Priscilla, o los temibles cuarenta que ella había alcanzado, las seis mujeres que componían su peculiar grupo, no eran más que una especie de aquelarre de esposas frustradas.

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El teléfono sonó justo en el preciso momento en que Priscilla subió a su hija de siete años, Eloise, al autobús de la escuela. Claro que no era cualquier autobús, la escuela más prestigiosa de toda Nevada no podía tener un insípido autobús escolar de color amarillo, como esos que se ven en la televisión, no. Este era un transporte ejecutivo, con asientos acolchados, ventanas limpias, un chofer de seguridad, aire acondicionado y una especie de azafata que se encargaba de organizar a cada estudiante en su asiento y abrocharle el cinturón de seguridad.

La mujer contestó mientras veía alejarse el vehículo de color plateado, esa mañana se había puesto su mejor atuendo deportivo y esperaba la llamada que acababa de responder. Julia, su mejor amiga, siempre se comunicaba a esa hora con la simple finalidad de confirmar que se verían en uno de los gimnasios de Town Square, en Las Vegas Boulevard. Pero no era cualquier gimnasio, porque en sí, Julia no necesitaba ir a uno, ella tenía su propio centro de ejercicios en casa, incluso tuvo durante un tiempo un entrenador personal que su esposo le pagó; solo que al final, descubrió que ya era bastante aburrido permanecer encerrada dentro de su jaula de oro ―como llamaba la enorme mansión donde vivía― y que por lo menos podría compartir las horas de entrenamiento riguroso que llevaba con otras personas. El gimnasio era ese donde el guapo camarero del Bon Appétit trabajaba durante las mañanas.

Fue un golpe de suerte descubrir el lugar, habían ido las dos a la peluquería a teñirse el cabello hacía poco más de dos meses y luego a comer helados después. Sus otras amigas eran geniales, pero ellas dos compartían la misma edad y casi los mismos problemas: dos esposos que las daban por sentado.

Era triste si lo analizaba a profundidad, porque Priscilla y Anders apenas iban a alcanzar los diez años de convivencia, sí había una diferencia de edad entre ellos, pero no tan notoria como los quince años que le llevaba Héctor Rodríguez a Julia. Su esposo apenas si le llevaba tres años, y aunque se habían casado apenas dos años atrás, estaban juntos desde la escuela.

No entendía por qué las cosas habían cambiado tanto después de la boda, es decir, antes de eso su vida de pareja era esplendida y su vida de familia digna de envidiar. No querían más hijos, o por lo menos no sintieron la necesidad de buscarle un hermano a Eloise, Anders adoraba a su hija del mismo modo que ella lo hacía; también se sentía bien con su vida profesional, su padre la había asociado a su bufete de abogados y llevaba los casos de divorcio con tanta facilidad y éxito que no tenía que hacer gran cosa en la oficina. Anders en cambio, era el gerente general del hotel casino The Cosmopolitan y sus horarios eran bastante variables.

Quizás fuese eso, él era un muy joven gerente, se había ganado el puesto a pulso demostrando su valía, aunque también había jugado una fuerte mano el apellido de su familia, que le abrió las puertas del lugar para poder demostrar de qué estaba hecho. ¿Acaso se le había ido toda la fuerza y la determinación en ese proceso? Anders no parecía darse cuenta que desde que se habían casado, desde que se había formalizado su relación, la cosa entre ellos dos se congeló paulatinamente.

Priscilla suspiró mientras se subió a su convertible, Julia parloteó un poco en el altavoz sobre los intentos que hizo para que su momiarido ―así lo llamaba ella― le prestara atención y le hiciera el amor. Que se conformaba con que se le parara, que no era estúpida, estaba claro que desfogaba sus ansias con una mujer diez años menor que ella, tal como lo hizo con ella misma, diez años atrás; pero por lo menos que le cumpliera sexualmente de vez en cuando.

Tal vez debía ir a un casino y jugarle todo al diez negro, porque parecía un número maldito en ese momento.

Julia, con su despampanante cabello rubio y la piel bronceada la esperaba frente al gimnasio, exhibiendo su escultural cuerpo cubierto con la delgada licra del traje deportivo. Priscilla bufó al bajarse y tomar su bolso del asiento trasero, definitivamente ese lunes se le notaba la cara de frustrada a su amiga y no la culpaba, eran jóvenes, apenas llegaban a los treinta y su vida sexual era más aburrida que un juego de bingo en un geriátrico. No la culpaba por andar mostrándose en esos atuendos atrevidos, Julia era tan joven como ella, rozagante y expelía ese aire sexual embriagador; parecía una gata en celo, atorada con un gato panzón en su casa.

Aunque no era justo decir eso, porque Héctor Rodríguez era todo menos un gato panzón. Apenas pasaba los cuarenta y cinco, y si era justa, cada día se ponía mejor. No tenía un cuerpo escultural, pero sí ese sex appeal embriagador que los hombres latinos tenían, sobre todo por su elegancia y actitud, además que se mantenía en buena forma. Ella tendría la misma energía si fuese un magnate de los bienes raíces de toda Nevada y prácticamente la costa oeste. Su propia casa se la vendió una de las tantas agencias de la que era dueño.

En el fondo, aunque no se lo dijera, Priscilla creía que parte de la culpa era de la rubia frente a ella, porque en su momento, diez años atrás, Julia fue la amante juvenil que se revolcaba con un hombre casado de treinta y cinco, que para ese entonces llevaba dos divorcios encima y dos hijos previos.

―Hola, bruja ¿lista para matarnos en el gimnasio? ―la saludo su amiga. Priscilla asintió y aceptó el beso en la mejilla. Solo les faltaba Ana para ser tres treintañeras amargadas, pero su otra amiga sí tuvo suerte. El esposo de Ana era un galán de portada de revista que besaba el suelo por donde ella pasaba. Suspiró mentalmente, miró su reflejo en los tantos espejos de ese lugar y compuso una mueca de disgusto.

No era fea, ni siquiera estaba abandonada, su cuerpo era esbelto y firme, de largas piernas, con pechos torneados, piel lozana y cabello castaño rojizo. Incluso tenía unas pocas pecas, esas que no pudo quitarse con el tratamiento cosmético, pero incluso esas manchitas le conferían un toque juvenil. Los hombres la miraban, inclusive algunas mujeres lo hacían, entonces… ¿por qué su esposo ya no la encontraba atractiva?

―Buen día ―lo saludó el camarero del Bon Appétit, ambas respondieron con voces coquetas, él le sonrió en respuesta y se alejó rumbo al área de entrenamiento de lucha. Julia suspiró.

―Estoy que me inscribo en su clase, solo para poder verlo ―confesó la rubia. Priscilla soltó una risita.

―Tranquila, bruja ―la confortó―, todavía te queda el rubio que te entrena en las máquinas.

―Calvin ―soltó Julia como un suspiro enamorado―. Si no fuese tan formal, te juro que ya me lo hubiese tirado en las duchas.

Justo en ese momento vieron al hombre salir de los casilleros, con su más de un metro noventa era un rubio de cabello rizado poco más que espectacular. A Julia le encantaba coquetearle donde quiera que lo veía, incluso le dejaba cuantiosas propinas los jueves cuando iban a cenar al Bon Appétit. Priscilla los prefería más joviales, tal vez al chico que llamaban Ángel, aunque en perspectiva parecía que apenas pasaba de los veinte.

Tras salir de los casilleros llegaron a la zona de las máquinas, Calvin las puso a hacer estiramientos y Priscilla tuvo que contener la risa por los intentos de Julia de llamar su atención, exponiendo su trasero más de lo recomendable. Él le sonrió con algo de vergüenza, pero su amiga no se dio por aludida; pobre hombre, si solo supiera que todo lo que Julia Fisher-Rodríguez quería era una buena revolcada, tal vez le hiciese el favor. O tal vez no, porque con la mala racha que tenían ambas al respecto, era probable que aquel sexy entrenador fuese gay.

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Carmen se miraba al espejo con aprensión, ese lunes cayó en cuenta que estaba muy cerca de los temidos cuarenta que recién cumplió Lydia. A diferencia de su amiga, ella tenía dos divorcios a cuestas. Su primer esposo la había dejado por un chico mucho más joven; sí, un chico, terrible golpe a su autoestima, aunque lo superó bastante bien y a su hija Brenda le encantaba tener un papá gay; a Carmen también, porque los regalos eran mejores y ahora tenía un mejor amigo al cual llamar cuando todo se iba a la m****a.

Al padre de Brandon sí lo despachó cuando su hijo cumplió los dos años, después del primer divorcio y su respectiva recuperación, se dio cuenta de que no tenía paciencia para andar aguantando pendejadas. Así que volvió a su nombre de soltera, el Grant le sentaba bien. Lo que sí no le estaba sentando bien era estar a escasos dos años o menos de los temibles cuarenta y ella se sintiera tan… vacía y frustrada.

Se suponía que se había divorciado para vivir la vida a su gusto, el padre de Brandon pasaba su manutención regularmente y sin quejarse; era evidente que lo hacía porque amaba a su chico y porque él nadaba en dinero; más cuando el último año había logrado su meta de posicionarse en las carteleras de cine del mundo como productor y director, así que no le temblaba la mano para firmar los cheques que le enviaba. De igual modo, su primer esposo y ella se habían asociado en una tienda en línea de antigüedades, así que no era como que dependiera de su ex.

Solo que estaba coleccionando malas experiencias y ex novios paupérrimos casi del mismo modo que lo hacía con las valiosas antigüedades, la diferencia era que nadie iba a pagar cincuenta mil dólares por el tipo que roncaba escandalosamente en su cama esa noche. Por suerte, su hijo se había ido a pasar el fin de semana con su papá, para conocer el set de rodaje de su siguiente película. La guerra había sido encarnizada, pero Carmen accedió a que perdiera dos días de clases solo porque sí tenía buenas calificaciones. Más no era ese el camino de sus pensamientos, estos iban delineando las arrugas alrededor de sus ojos y su boca, aún no había perdido la lozanía, pero si continuaba con esa racha perdedora de hombres poco menos que activos en la cama, ni siquiera eso le quedaría a ella.

Seis años de soltera y en ese tiempo había salido con casi cincuenta hombres. Algunos los descartó desde la primera cita. Cuando llegabas a cierta edad te dabas cuenta que no tenías ganas de perder el tiempo con planes románticos a futuro; o tal vez no era cuestión de la edad, sino de lo que te hacía falta. Barry había sido la mar de romántico durante su relación, lo que no le hacía entre el colchón se lo compensaba con escenas sacadas de las más empalagosas novelas de romance. Dustin por otro lado, no era tan romántico como Barry, pero sí tenía sus gestos grandilocuentes que hacía por lo menos dos veces al año y no se saltaba el aniversario de bodas porque eran los mejores momentos para demostrar por qué era un excelente y genial productor. Lo que sí no le producía era orgasmos en la cama, o en el piso, o en la cocina… o en cualquier lugar, porque Dustin tenía problemas de erección.

Llegar a esa edad y sentirse insatisfecha sexualmente era una maldición; su búsqueda de un polvo satisfactorio casi parecía una película de Indiana Jones, incluso podía imaginarse la tragicomedia, quizás se la propondría como idea a Dustin, se llamaría “Carmen Grant y el falo de oro perdido.”

Sonrió con sarcasmo y entró en la ducha para sacarse ese aroma a derrota que le había impregnado su novio de turno. ¿Algún día encontraría a un hombre que le diera lo que necesitaba? No pedía tanto, solo deseaba su buena revolcada de vez en cuando, no era mucho pedir una de esas por lo menos una vez al año, tal vez como regalo de navidad.

Por suerte para ella el saco de carne sonora se había ido cuando salió del baño, lo que significaba un problema menos que afrontar ese lunes, y si no lo llamaba, posiblemente podía dejar las cosas como estaba.

Mientras se vestía para salir a desayunar con Barry y el esposo de este lo pensó muy bien, ella no quería llegar a los cuarenta sin saber qué era un jodido orgasmo. Para no estar casada estaba teniendo, prácticamente, los mismos problemas que las otras brujas del aquelarre. Excepto tal vez Soledad y Ana, ambas parecían felizmente casadas.

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―Ernest me es infiel.

Ana pronunció esas palabras con la voz seca y vacía. Soledad se había propuesto llevar a sus hijos al colegio esa mañana porque Esteban tuvo que salir muy temprano de viaje; era tradición que él los llevara, era unos minutos de convivencia entre los tres, justo después del desayuno, así que para no perder la costumbre, fue ella quien los transportó antes de irse al gimnasio. Pero vio a Ana allí; su amiga de cabello negro como el carbón y piel bronceada parecía ida, apenas si le respondió el saludo cuando le habló. Solo abrazaba a sus dos hijos, mientras estos forcejeaban con suavidad y nerviosismos para soltarse de la demostración de cariño.

Ella y Ana eran un poco más unidas porque ambas tenían gemelos, se habían conocido en el hospital durante el control prenatal. Soledad tuvo un niño y una niña, mientras los de su amiga eran chicos. Desde ese momento se convirtieron en amigas que con el tiempo se habían vuelto cercanas. Tenían bastante confianza, la suficiente como para que Soledad supiera que no era el momento ni el lugar para ofrecerle consuelo a la mujer.

Descartó la idea de ir al gimnasio a encontrarse con Priscilla y Julia, en cambio la invitó a su casa a desayunar y tomarse una taza de té. Ana asintió escuetamente, parecía que estaba ida, como en estado de shock. Si lo pensaba con detenimiento, la noche anterior, durante la cena de cumpleaños de Lydia la morena pareció un poco distante, como si se esforzara por corresponder a los halagos de su pareja. Lo atribuyó a que habían peleado e intentaban verse normales frente a todos los demás. Pero si capitulaba con cuidado, el esposo de Ana no parecía incómodo o fingir, ahora ella comprendía el porqué, Ana se había enterado de la infidelidad y estaba en fase de asimilación.

―¿Cómo te enteraste? ―le preguntó Soledad con suavidad mientras deslizaba la taza de delicada porcelana sobre el mesón de mármol de la cocina.

―El viernes lo confirmé ―respondió Ana en voz baja―. Él llegó de viaje el domingo en la mañana, estuvo fuera desde el miércoles, en Miami, supuestamente en una reunión con los socios de la cadena ―suspiró con cansancio―. Yo lo sospechaba, por ciertos detalles, pero aun así, no quería creerlo.

Al final se le quebró la voz, Soledad creía que no era para menos. Ana y Ernest Scott eran padres de tres adorables niños, la hija mayor de ambos era una cosita encantadora de piel blanca, cabellos negros y ojos verdes como las esmeraldas; dulce y educada, con una prodigiosa voz y talento musical. Los dos chicos eran idénticos y a la vez diferentes, uno era todo un geniecito de las matemáticas mientras el otro era un as en los deportes. Desde afuera, ese matrimonio parecía perfecto, el ideal para colocarlo frente a las casas que salían en las vallas publicitarias de bienes raíces Rodríguez, porque Ernest era naturalmente rubio, caucásico y atractivo. Casi, casi, como si fuese artificial.

―¿Cómo… ―carraspeó un poco― Cómo te enteraste, Ana? ―preguntó Soledad apretando un poco la muñeca de su amiga.

―Por un grupo de F******k ―respondió la pelinegra y se llevó la taza a los labios.

―¿Qué? ―Soledad frunció el ceño. Ana soltó una carcajada amarga.

―Ambas estamos en un grupo de F******k de fitness, Sole ―aclaró la mujer―. Como siempre, algunas suben las fotos de sus fines de semana y cuentan cómo la están pasando y lo que van comiendo. El viernes en la noche ella subió una foto con “su novio” de lo que habían almorzado.

Ana extrajo el celular de su cartera y tras buscar las imágenes incriminatorias se las mostró. Soledad todavía esperaba que fuese un mal entendido, algo así como que se vieran demasiado juntos y se prestara a interpretaciones equivocadas; pero no, cuando vio a Ernest y la forma que miraba a la mujer, una rubia despampanante y llena de cirugías, porque esos pómulos y esa nariz no eran naturales; no hubo modo de negarlo. Por instinto, la mujer deslizó el dedo por la pantalla, las siguientes fotos eran cada vez más evidentes.

A medida que iba pasando las imágenes se iba molestando más.

―No pensé que Ernest fuese tan estúpido para exhibirse de ese modo ―replicón con indignación. Ana respondió con un resoplido sarcástico―. ¿Cómo conseguiste el resto de las fotos?

―Le di a seguir a su cuenta de I*******m ―espetó con amargura―, es privada pero igual me devolvió el seguimiento. Supongo que Ernest no tuvo problema en exhibirse porque la mujer esa no es de aquí, es de Florida, creo que vi que era gerente o asistente de gerente, la verdad no sé ni me importa.

―¿Y qué vas a hacer? ―inquirió Soledad con delicadeza. Ana se encogió de hombros.

―No lo sé, Sole ―aclaró con franqueza―. Tenemos tres hijos pequeños, en realidad no puedo quejarme de mi vida, exceptuando eso, Ernest es el marido perfecto, el padre ejemplar, el hombre del año. Fíjate que le dije que la cena de cumpleaños de Lydia era el domingo y se apareció en la mañana en casa, jugó con los chicos, comimos en la piscina del hotel.

Soledad no supo si fue el modo en que lo dijo, pero tuvo que concederle la razón. A veces las parejas pasaban por esos impases y salían mejores y más fuertes después de los golpes. Se lo dijo a su amiga, imprimiendo en su voz toda la honestidad del mundo.

―Debes decírselo y enfrentarlo ―le aconsejó―, pregúntale cuánto tiempo tiene esa relación, tal vez no sea tanto tiempo, quizás fue uno de esos romances pasajeros que pasan solo porque hubo alcohol de por medio y oportunidad.

A Soledad le quemaron las palabras en la garganta, pero creía en lo que le decía; los hombres podían ser muy estúpidos a veces, cometían errores garrafales, y ellas debían estar allí, ser fuertes y resolver las cosas.

Suspiró con cansancio. Cuando se enteraran las demás, la pobre Ana iba a volverse un manojo de nervios y confusión. Abrazó a su amiga para acunarla y mientras la pelinegra lloraba con voz queda, ella agradeció que su matrimonio se había salvado después de que Esteban hubiese cometido la misma estupidez cinco años atrás. La única diferencia es que ellos sí estaban pasando un mal momento en su relación, pero Ernest y Ana…

«¡Por Dios! Si ellos son perfectos» pensó con tristeza.

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