CAPÍTULO 2

Mi cuerpo está pegado a punta de soldadura autógena que a pesar de todo no puede evitar que me parta el culo en la escalera eléctrica del infierno. Me desplazo con la parábola de un escupitajo hacia la melodía rancia de las noches en vela.

Puedo sentir el ronronear de la pistola. Es como un maremoto en un colchón de agua. De lejos observo a un vendedor de cannabis que tiene la mata sembrada en el ombligo.

El tipo es un perfecto descuartizador de arbolitos de navidad. Su yerba es la mejor de la ciudad, es una m****a subida, si sabes a lo que me refiero. Con ella veo fácilmente Kama Sutras protagonizados por figuras de Alíen y Depredador en múltiples poses amatorias. Sexo y ácidos alienígenas en tu cara.

Disimuladamente cancelo el precio de tres postes gruesos y febricitantes como índice de E.T con un billete arrugado. Sin perder tiempo el hombre pega ante mis ojos en el rugoso billete una columna jónica, dórica, corintia, el arbotante de una catedral gótica luego de que saca más de la mitad de la yerba por quedar demasiado tacado.

Lo enciende. Le da una calada similar a la que dan los hoyos negros cuando succionan un planeta. En lugar de humo es ectoplasma, niebla, telarañas lo que sale de su boca.

Me ofrece. Él no sabe que vengo de pegarle un tiro en las pelotas a alguien. Y si lo supiera no creo que le importara. Diría: es un tipo menos para reproducirse. Ya hay demasiados chupapijas en este mundo.

Un rato después llego hasta mi apartamento ubicado en el último piso de una pensión. En el yacemos de vez en cuando un grupo de universitarios y yo. El panel yeso hace milagros. Las ranitas de porcelanicron de la patrona empiezan a croar. Su croar es espantoso. Para mi están hechas de porcelanicronomicón. Las cucarachas se las comen. Les ponen los huevos (ootecas-discotecas) dentro de sus cabezas y las ponen a soñar con fetos explosivos.

Me encierro en mi cuarto. Adentro, mi escueto mobiliario consta de un colchón, unos cuantos cds de rock y unos libros. Guardo la pistola bajo mi almohada. Me quito los zapatos y caigo en la letrina gelatinosa del sueño.

Un rato después sueño que mis cabellos largos buscan el gatillo bajo la almohada y luego de encontrarlo, disparan volándome la tapa de los sesos. Entonces ahí se quedan mis recuerdos salpicados contra el techo en un cuadro abstracto que jamás podré firmar. Me levanto. El techo está blanco. La pistola yace inanimada. Mi cabeza sigue llena de caballos galopando cementerios de automóviles. Mi sistema circulatorio sigue traficando M****A en lugar de sangre.

Cojo el arma. Sé dónde encontrar municiones. Un par de cuadras más abajo hacia el norte entro en una marquetería donde exhiben cuadros con todo tipo de ensambles, lo más inesperado, es temible quedarse viendo un cuadro de estos, en cualquier momento puede aparecerse por detrás el artista con un tarro de pegante queriendo anexarte a su obra.

Tengo suerte. Hay un cuadro de grandes dimensiones configurando, estilo puntillismo con balas, lo que un pendejo cree que es el rostro de su padre. Arranco todas las balas, que por cierto son de diferentes calibres, guardándolas en mis bolsillos y el cuadro con sus despegones se ve mejor, es decir refleja verdaderamente lo que es un rostro: pústulas, bubones, nacidos, acné, llagas, moretones, cicatrices, manchas, el gran libro-máscara de la vida prologado por la muerte y editado por la desesperación.

Cuando estoy despegando las balas aparece el dueño de la marquetería armado con un bate de béisbol. Al fondo del local una mujer llama a la policía. Saco el arma y apunto al entusiasta deportista que apenas ve la pistola se tira al suelo.

Le digo que agradezca que lo que estoy haciendo es crítica de arte y le pego una patada en la cara. Estoy seguro que se tragó un diente, estoy seguro que mañana tendrá que buscarlo en el retrete. Salgo corriendo del lugar.

Mis bolsillos están pesados como los de Virginia Wolf al adentrarse en el recinto de ondinas y tritones. La autora de Una habitación propia, evidentemente tenía necesidad de reflejo de agua, espejo de mar, lente de viento, sombra de niebla, polvo de plenilunio, aullido de sables, loto de fuego, y decidió caminar bajo el oleaje como los zombis de la de Romero, la que es con Asia Argento, mi continente favorito del cine, y se encontró finalmente bajo el océano

con Alfonsina Storni, con Caroline de Gunderode, otras clavadistas, cantáridas profesionales. Y ya convertidas en sirenas cantar hosannas magnéticos extraídos de una biblia de neón a la embarcación de Ulises para hacerla trastabillar, perder su centro, desmedir su figura y desdibujar su eje. Entonces y solo entonces se hace necesario despertar al brahmán, para que pula el corazón de las cosas con el esmeril del sueño.

Lo sé porque mi atavío es el extravío y mis apotegmas son esmegmas fermentados en la corona de la verga de dios. Soy una brújula helicóptero, mis manecillas son la hélice. Un delta de 5 brazos bailando break dance. Soy el tanque envenenado del Little bastard con gasolina de avión y aceite de la medianoche. Aunque también puedo ser Long play dando vueltas en la tornamesa del diablo y a su vez todo lo que da vueltas y revueltas y devueltas de más estando ebrio. La prodigalidad del remolino.

Sin estos devenires de conciencia, que ensarto cual cuentas en la tenía del tiempo, galaxia espiral, suburbio panóptico, la vida sería demasiado aburrida: nacer, crecer, reproducirse y morir como enseñan en las lecciones de biología o el:

Ten un libro

Siembra un niño

Y escribe un árbol

De los más ingeniosos con el lenguaje, futuros doctores de universidades devoradas por la lepra. En todo caso mermelada de vacío en el velamen de bajeles que van directo e irremediablemente hacia el estampido de la catarata final.

Desaparezco entre la niebla venenosa de una chimenea industrial y sacó a pasear perros, muñecas inflables, céfiros irredentos, hipocampos de fuego, cláusulas de contratos, cintas para máquinas de escribir.

Saco a pasear fuegos fatuos, primigenios de Lovecraft, libros de alguna biblioteca, perros planetarios, ruiseñores trasnochados, mofetas bien anfetas, cuadernos con salpicaduras de tinta, y ramalazos de tinieblas.

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