EL MÉTODO HAITIANO (primera parte)

Existe algunos momentos y ocasiones extrañas en este complejo y difícil asunto que llamamos vida, en que el hombre toma el universo entero por una broma pesada, aunque no pueda ver en ella gracia alguna y esté totalmente persuadido de que la broma corre a expensas suya.

Moby Dick

Herman Melville

Me adentré por el lujoso rascacielos localizado en la ciudad de Nueva York donde se ubicaban las oficinas centrales de Serpent & Rainbow Inc., una poderosa farmacéutica multinacional. El enorme logotipo de la empresa conformado por una S&R dentro de un círculo y en el centro la típica serpiente enroscada en el báculo de Mercurio, pero con un arco iris al fondo, resaltaba notorio en la entrada principal. El edificio debía tener cientos de pisos sin embargo no era una de esas estructurales moles de ventanales como espejos sino un viejo rascacielos de principios del siglo pasado de aspecto gótico y picudo.

 Me adentré por la puerta principal. Allí me estaban esperando unos tipos vestidos de traje y anteojos oscuros que dijeron:

 —¿Srta. Rainbow?

 —Sí.

 —Su padre la está esperando, venga por aquí por favor —dijo y los seguí dentro de un ascensor. Las puertas plegables del ascensor se deslizaron hacia los lados permitiéndonos salir y poco después me encontré en una de las más grandes y extravagantes oficinas que he visto en mi vida. La enorme y espaciosa habitación estaba alfombrada, decorada con obras de arte y plantas exóticas, un amplio mobiliario y un rústico escritorio de madera detrás del cual y sobre una cómoda silla de cuero negro se sentaba el presidente de la compañía y mi progenitor. A sus espaldas había una pecera con peces globo.

 Mi padre, George Rainbow, era un sujeto negro, regordete, casi calvo y de barba. Se encontraba hablando con Legendre, su socio de toda la vida, un tipo mestizo de diferentes etnias pero principalmente de francés y negro haitiano que tenía una nariz afilada y las cejas se le unían en el centro. Cuando entré mi padre le pidió que saliera y al pasar a mi lado me proporcionó una mirada de profunda lascivia.

 Mi padre se levantó de su asiento y me saludó afectuosamente, con un gesto manual me pidió que me sentara en una de las sillas frente a su escritorio.

 —Querida Beatriz —dijo— creo que ha llegado la hora de que puedas continuar con la tradición del negocio familiar. Quiero que asistas a una fiesta que realizaré hoy para los clientes más selectos de mi compañía. Son las personas que pagaron tus estudios en las universidades más caras del mundo y que financiaron todos y cada uno de los lujos que disfrutaste desde muy niña.

 —Está bien, padre, asistiré.

 —Excelente. Mis guardaespaldas pasarán por ti a la mansión para llevarte a la fiesta. Es importante que no digas absolutamente nada a nadie sobre la misma porque es muy privada ¿comprendes?

 —Sí, padre.

 —Bien —dijo sonriendo y reclinándose en su silla— ¿nunca has sentido curiosidad por saber como yo, nacido en Haití, salí de la más absoluta pobreza hasta convertirme en el presidente de una gran transnacional?

 —Sinceramente no.

 —¡Claro! Porque naciste aquí, en Estados Unidos y nunca has puesto un pie en Haití. No sabes lo que es la miseria.

 Sin interés de discutir más con mi padre me despedí de él y me dirigí de nuevo a la mansión preparándome para la gala de la noche. Nunca había logrado acercarme a mi padre —cosa que lamentaría luego— ni siquiera después de que mi madre nos abandonara. Aún entonces mi padre y yo permanecimos distanciados y ciertamente no sentía hacia él ningún amor filial.

 Ataviada con mi mejor traje —un sobrio vestido rojo escotado y con minifalda— me monté a la limusina que me llevó lejísimos, hasta internarse en boscosas inmediaciones y llegar a la fiesta de alta sociedad realizada en un enorme edificio que asemejaba un castillo medieval.

 En el interior del inmueble había toda una colección de aristócratas de todo tipo que charlaban entre sí con un ambiente amenizado por la orquesta que tocaba en vivo y los meseros que repartían caros tragos y bocadillos.

 En realidad no tenía mucho interés en socializar con esas personas pero, para evitar poner en peligro la jugosa herencia de mi padre, decidí mezclarme entre los comensales.

 —¿Pero por qué no te divorciabas? —le preguntó un sujeto raquítico y calvo vestido de smoking a otro más gordo y de anteojos gruesos.

 —No podía. De hacerlo mi suegro me desheredaba. Y pensé que matarla resultaba demasiado riesgoso en estas épocas. Sin embargo ganas no me faltaban. Mi esposa era fea, desagradable, grosera, criticona y neurótica.

 —¿Y ahora? —preguntó con una sonrisa siniestra y el otro rió antes de contestar:

 —La mujer perfecta. Sumisa, obediente, silenciosa. No dice nada ni cuando llevó a mis bellas amantes a la casa y tengo sexo frente a ella.

 —¡Maravilloso éste método haitiano! Yo debo decir que tuve una experiencia similar. Temí que mi hijastra me denunciara. Estaba comenzando a llegar a la mayoría de edad y pensé que haría público mi… comportamiento… ¡Ya sabes! Uno es débil y no siempre es fácil contenerse teniendo a una chica con ese cuerpo en la casa.

 —Te entiendo.

 —Mi hijastra habría destruido mi carrera política de haber hecho público lo que yo le hacía, sin contar los problemas legales.

 —¿Y que hiciste?

 —Pues costó un ojo de la cara pero valió cada centavo. No sólo tengo la certeza de que mi hijastra nunca me denunciará sino que ahora si es verdaderamente obediente y no se niega a nada.

 Extrañada por la conversación que acababa de escuchar me acerqué a otro grupo de personas, estos eran un árabe vestido con turbante y túnica característica y con cintura de obispo, una tipa ricachona y regordeta con varias notorias cirugías plásticas y un sujeto de aspecto robusto y tosco.

 —…nunca había disfrutado la venganza contra un enemigo así —explicó el tipo rudo— podía torturarlo todos los días, obligarlo a autolesionarse y a realizar las tareas más humillantes y obedecía sin chistar. Fue muy satisfactorio.

 —Sin duda que este forma haitiana de hacer las cosas es magnífica —intervino el árabe— de no ser por ella no habría podido quitar de en medio a mi hermano mayor y heredado el trono de mi emirato.

 —Lo más sorprendente es lo eficientes que son estas personas para las labores mecánicas —dijo la gorda— no sólo sirven para empleados domésticos sino también para las fábricas y maquilas. Estamos hablando de mano de obra gratuita e incansable (ó al menos, si se cansa, no se queja) y que nunca se rebelará.

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