UNO

...

May arrastró su mochila por el pasillo en dirección a las escaleras. En los jardines, Evie y Carol conversaban animadamente y no parecían haber tenido una mala experiencia con sus profesores de derecho común.

Al parecer ella era la única en toda la facultad que había logrado la desafortunada hazaña de ganarse el odio de un profesor en la primera clase. Encima, derecho común era una de las asignaturas más importantes de la carrera.

¿Cómo se suponía que siguiera en esa escuela si no aprobaba esa condenada asignatura?

Carol fue la primera en percatarse de que algo no andaba bien cuando May se dejó caer como peso muerto junto a ellas.

Con una lúgubre expresión, May comenzó a explicarles lo que había ocurrido. Desde el desagradable mensaje en el pizarrón hasta las mal intencionadas preguntas que el profesor le había hecho durante la clase con el solo propósito de revelar a los demás estudiantes que ella era, además de impuntual, una chica ignorante. Para rematar, el egocéntrico profesor le había preguntado casi con saña si estaba segura de la profesión que había elegido, en un claro afán por humillarla.

— No creo que hayas controlado tu larga lengua después de ese comentario — intervino Evie.

May deseó responder que sí, que se había callado como la señorita que era. Pero no habría sido cierto. Su orgullo estaba bien plantado sobre sus pies y no pudo controlarlo cuando este salió en su rescate.

Con cierta vergüenza, confesó.

— Le dije que me parecía poco profesional de su parte juzgar a sus estudiantes sin conocerlos.

Carol ahogó una expresión de horror mientras que Evie, que conocía muy bien los arranques de May, se echó a reír un buen rato.

— Sabes que, si no apruebas derecho común, no podrás inscribir las demás asignaturas del tercer semestre, ¿verdad? — preguntó Carol, por encima de la estridente risa de Evie.

May guardó silencio, pero en el fondo lo sabía muy bien. Por esa razón era que estaba tan deprimida; porque la suerte había decidido de un día para otro darle la espalda y enseñarle el culo.

La sola idea de perder un semestre le causaba un desagradable revoltijo en el estómago.

¡Y todo por culpa de ese cretino de William Horvatt!

...

May corría desesperadamente por las calles. ¡Iba tarde de nuevo! Maldito despertador por no sonar y maldita ella por haberse dormido pasada las dos de la mañana.

Cuando finalmente llegó al frontis de la facultad ya eran pasada las ocho y media de la mañana. La fachada de escaleras le pareció por primera vez eterna, a pesar de que en menos de un minuto sorteó los escalones y se precipitó hacia los elevadores. Frenó de súbito al identificar la figura impecablemente vestida de su maestro de derecho común.

Por fortuna, él estaba ocupado consultado su carísimo celular y apenas notó cuando ella se ubicó a su lado. Continuó deslizando un dedo sobre la pantalla táctil mientras movía los labios de forma casi imperceptible. Casi, pero como May estaba demasiado cerca, lo notó. Y la suavidad de aquel movimiento le produjo un circunstancial embotamiento.

Lo cierto era que, si no hubiere comprobado ya que se trataba de un cabrón de la peor calaña, ella se habría enamorado de ese sujeto por completo. Después de todo, era el perfecto sueño adolescente con aquel porte aristocrático que bordeaba el metro noventa; el cabello castaño y peinado de tal forma que parecía mera casualidad; los ojos negros que destacaban aún más gracias al cremoso tono de su piel; y la construcción perfecta y simétrica de cada una de sus facciones, empezando por la nariz recta y terminando por la generosa, aunque no exagerada, carnosidad de sus labios.

Dejó de contemplarlo en el instante justo en que él desvió la atención de su celular para echar una panorámica mirada en derredor.

Cuando ella pensó que él simplemente decidiría pasarla por alto, sintió su filosa mirada atravesarle la cabeza. Desde la coronilla hasta las pocas neuronas que a esas horas de la mañana habían decidido despertar.

Durante lo que pareció una eternidad, May hizo lo imposible por no devolverle la mirada, pero no fue capaz de contener el impulso de hacerlo. De alguna forma ella era como la polilla siendo atraída por la luz mortal. Y cual polilla se quemó.

Él la observaba con una pétrea expresión en el rostro. En su frente había una inconfundible arruguita de disconformidad, seguro cortesía del infinito desprecio que sentía por ella. 

— Buenos días, señor Horvatt — saludó ella, nerviosa. Ese sujeto lograba ponerla realmente mal.

William Horvatt contempló su celular y aquella arruguita en su frente se convirtió en un evidente pliegue justo entre las cejas.

Estaba molesto, pero no dijo nada al respecto y, tras saludarla escuetamente, se volvió al frente.

Pronto el ascensor arribó al primer piso.

Él se hizo a un lado para permitirle la entrada. Podía ser un completo arrogante, pero al menos tenía algo de caballero. 

En cuanto las puertas se cerraron, la atmósfera se volvió bastante insoportable. Ni siquiera en su primer encuentro sexual, May se había sentido tan nerviosa como en aquel momento. William Horvatt era perturbador, pero de una forma fascinante. Y ella era esa polillita necia intentando alcanzarlo.

Se atrevió a mirarlo una sola vez antes de que el ascensor arribara al quinto piso, y dio un respingo al descubrir que él también la miraba. Estaba serio, muy serio; sin embargo, la miraba.

—¿Es una costumbre para usted? — preguntó él de pronto, sin apartar sus ojos de ella.

—¿A qué se refiere? — inquirió, confundida.

William Horvatt apretó un poco los labios.

—Llegar tarde a clases.

Aquella respuesta consiguió despertar al monstruo orgulloso que habitaba en el interior de May y que hasta ese momento permanecía profundamente dormido.

—Usted también llega tarde hoy, por si no lo ha notado — dejó escapar, pero en seguida se arrepintió.

El silencio que siguió a aquella respuesta fue premonitor. Si él todavía no la odiaba del todo, definitivamente ella había conseguido que ahora sí lo hiciera.

— Entre usted y yo, señorita — dijo, porque a pesar de que ella le había dicho su apellido él probablemente lo había olvidado — No existe ningún punto de comparación, así que no lo intente, ¿de acuerdo?

En ese momento, las puertas del elevador se abrieron en el quinto piso y él olvidó su caballerosidad cuando salió primero que ella.

May pensó en seguirlo y disculparse por el atrevimiento, pero finalmente resolvió que no serviría de nada. Ya lo había arruinado.

Antes de ingresar al salón, él se giró con un semblante inexorable.  Al verla de pie en medio del pasillo, aquel semblante se convirtió en una máscara de inexpresivo profesionalismo. 

—¿Va a entrar o no, señorita Lehner? — preguntó.

May salió disparada en dirección al salón e ingresó justo antes de que William Horvatt cerrara la puerta. En su rostro había una sonrisa a pesar de que no había motivo para sonreír. O tal vez sí. Él sí recordaba su nombre.

...

La sonrisa se esfumó de sus labios tan pronto como se encontró sumergida en su segunda clase de derecho común.

Tras ubicarse a propósito en las primeras corridas de asientos - para evitar otra desagradable nota en el pizarrón - se convirtió en el blanco de preguntas y comentarios mordaces por parte del profesor. Y tal como ocurrió durante la primera clase, ella apenas pudo balbucear unas cuantas respuestas antes de que William Horvatt la interrumpiera para pedir la palabra a otro estudiante.

Al final de la clase, May estaba echando humo por las orejas. Abandonó el aula dando duras zancadas y esperó fuera hasta que él decidió salir. Entonces, sin importarle las miradas curiosas de sus compañeros, lo interceptó antes de que pudiese alejarse escaleras abajo.

— Disculpe, señor Horvatt — le dijo, tan cortés como le fue posible. En su mente, sin embargo, lo llamó maldito estúpido arrogante.

Él no detuvo la marcha, pero con una mirada le indicó que la había escuchado. Ella decidió valerse de todo su arsenal. Entre ellos, el más poderoso era el enfrentamiento directo. Sin anestesia, directo al hueso.

— ¿Puedo saber qué problema tiene usted conmigo?

Una sonrisa, o más bien una ínfima inclinación de la comisura derecha de su boca, apareció en el rostro atractivo de su profesor.

— Con usted en general, ninguno — explicó — Con su impuntualidad y su lengua imprudente, muchísimos.

Ella detuvo la marcha un momento para asimilar las palabras. ¿Lengua imprudente? Sí, bueno eso ya se lo habían dicho un par de veces, aunque las palabras habían sido un poco menos benévolas.

Tuvo que apresurar el paso para alcanzarlo porque él había continuado con aquel rápido y rítmico descenso escaleras abajo.

— Siento mucho lo que dije en el elevador — dijo —Sé que fui imprudente, pero no volverá a pasar. Y sobre lo de llegar tarde, prometo ser puntual.

Él se detuvo en el último escalón y consultó su reloj primero antes de dar una respuesta.

— ¿Qué debo hacer yo si usted llega tarde otra vez? — preguntó.

May entonces comprendió lo que acababa de hacer. Le había dado a él la llave para comportarse como un tirano si a ella se le ocurría por asomo llegar tarde. Qué estúpida.

¡Su problema de impuntualidad no era algo de lo que pudiera rehabilitarse de un día para otro!

Pero de nuevo, y como siempre, su orgullo estuvo allí para responder por ella.

—No lo haré, así que no se preocupe —prometió.

Él esbozó otra de sus sonrisas torcidas.

— De acuerdo —dijo —Supongo que acabamos de cerrar un trato, señorita Lehner.

Y sin despedirse, reanudó la marcha por el largo pasillo hacia la salida. En el trayecto, varias miradas le siguieron porque parecía sacado de un catálogo de modas. Vestido con ese asentador traje negro y el maletín en mano, no era en lo absoluto un hombre que alguien esperaría ver transitando por las dependencias de una facultad que se caracterizaba por tener especímenes milenarios como profesores.

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