VII

Paseo por el parque con las manos tras mi espalda. Más allá de donde me encuentro está el manantial, el cual ya desde mucho antes de ser construida la ciudad estaba. Alguna vez oí que era artificial, que fue creado naturalmente o por la mano humana. Divagaciones locas. Me decanto con que es natural y que fue creado por las lluvias. El que sea salado puede ser por la tierra. Me arrodillo a un lado de la pequeña huerta de hierbas que está bajo unos árboles, busco entre los tallos los que necesito, bajo mi bolso de lona donde suelo guardarlos y empiezo a arrancar el tomillo, el romero, la menta, la caléndula, la manzanilla… Agradezco que el suelo sea fértil.

Me tenso al ver bajo mi nariz esa mano grande y tosca, como la de un primate, que tiene entre sus dedos una rama de hinojo. Alzo la vista; sus pupilas dilatadas parecen sonreírme. El cómo hace lo posible por ocultarme sus fauces me hace estirar los labios y recibir lo que me ofrece. Cuando guardo la planta, me pasa más de la misma. Sé que no es de mi plantación, la habrá arrancado de otra parte. De soslayo veo que tiene a sus pies más de otros tipos; salvia, hierbabuena, perejil, orégano y una que me sorprende: raíces de mandrágora. Titubeo antes de recibirla con cuidado. Puede intoxicar por su consumo, de hecho, es muy conocida en el mundo esotérico, más que todo en la parte de aceites y aromas. Aunque tiene propiedades curativas, se utiliza más para eso. Para ser exactos: sus raíces son venenosas. Por ello, antes de recibirlas, puse sobre mis palmas un retazo de tela que suelo amarrarme en el muslo. Además, también me regala unas hojas y parte del cuerpo.

La mandrágora se comporta similar a la belladona. En dosis bajas bloquea los impulsos nerviosos y los deprime. En dosis elevadas provoca una estimulación antes de la depresión.

Al percibir que la guardo con más delicadeza que las otras, me muestra sus colmillos. Retrocedo. Está ofuscado. Golpea el suelo con sus nudillos. Es más un berrinche que agresividad, así que suelto una bocanada de aire. Le señalo las otras hierbas que necesito arrancar. Con gusto me ayuda. Avizoro el entorno por si las dudas; está solo y parece ser que no tiene sueño, pues es de mañana y ellos son nocturnos. Le gusta madrugar. Tengo temor porque Sam se aparezca de un momento a otro y lo ataque. Se aleja al verme erguirme. No aparta sus pequeños orbes de mí; en ellos veo aquello que me remueve las entrañas y produce picor en mi nariz. Extiendo los dedos y él no tarda en tocarlos con los suyos como una sutil caricia. Empiezo a moquear y, antes de lo esperado, las lágrimas ya están en el filo de mi barbilla, mis hombros están trémulos y tengo la visión nublada. Me limpio los pómulos. Ladea su cabeza e intenta comprender por qué de un momento a otro me he puesto así. Al no entenderlo, decide marcharse sin tan siquiera echarme un último vistazo. Me despido de él en silencio con el corazón entre las manos y el cerebro apagado. Con dolor aún en mi pecho, recojo mi bolsa y me alejo unos cuantos pasos. Cuando lo atisbo en la penumbra que tanto lo adora, me giro para ir a mi hogar.

Pestañeo y acomodo mi postura.

Nada pasó.

Todo está bien.

Es injusto que me recuerde y es más injusto que se comporte así.

Me tropiezo y alcanzo a equilibrarme antes de caer. Gruño y pateo la piedra. Miro sobre mi hombro para saber que ya no saldrá más. En efecto, no lo hará. Me tranquilizo más al llegar al container y descargo todo lo que he recogido en la mesa. Mantengo con el ceño fruncido al meter en frascos etiquetados con un rotulador cada hierba en donde va. Cuando doy con la mandrágora, dudo mucho en qué hacer con ella. A lo último la guardo en una lata y la escondo detrás de una pata del mesón. No sé cómo utilizarla, pero sí la mantendré como un regalo más de su parte.

Veo hacia afuera.

Sam se tardará.

Rememoro muy bien sus palabras y me entra la risa. Si es tan buen pescador, podrá cazar varios pescados, pero es una labor que requiere tiempo y paciencia.

Pese a tener un poco de diversión, aún yace el dolor en mi corazón. Es difícil de sacar y estará como un cruel visitante durante quizás una semana más.

Me quito las botas, me siento frente al pedazo de lija y empiezo a sacarle filo a mi hacha, no sin quitar la atención de la entrada. Con esta acción poco a poco me despejo, logro sostener mi cordura y pierdo el tiempo. Al inspeccionar que tiene el filo que esperaba, dejo el arma a un lado del colchón y empiezo a desvestirme. Ya llevo cinco días con las mismas prendas. Menos mal recolecté algunas otras del centro comercial, lugar al que no volveré por curiosidad, solo cuando sea necesario. Ya con ropas limpias me recuesto en la puerta entreabierta, chirrea un poco ante mi peso, y dejo caer una pierna fuera del filo de la entrada, donde hay un espacio considerable entre el piso acerado y el suelo empolvado. A la hora de entrar hay que subir algunos escalones, por cierto.

«Cada uno sufre a su manera, ¿no?».

Toqueteo la contraportada de mi libreta antes de abrirla. Reviso los escritos, doblo la esquina de la hoja al encontrar un consejo que me servirá más adelante y aporto más ideas a los que están inconclusos. Delineo con la yema ciertas líneas que me son de mucho interés.

Recuerda que en el centro comercial hay cosas que te pueden servir en demasía, por ejemplo, aseo personal, más ropa, utensilios como cuchillos o quizás un arma, porque en el segundo piso hay una armería. El problema es franquear el sector. Está muy lleno de criaturas, las cuales están sedientas y hambrientas. Allí no tendrás protección alguna. Son otra manada, una peor.

Paso a la siguiente página.

Adentrarse al centro de la ciudad sería muy peligroso, mejor los alrededores.

Bueno, por algo vivo a las afueras y…

El retumbar de un disparo me hace echarme para atrás y con dolor veo cómo se me cae la agenda cerca de unos matorrales. La sombra de los árboles me hace actuar rápido. Cierro los portones y me apoyo en la pared perpendicular al colchón, justo donde hay orificios de balas. Miro a través de ellos con el galopar de mis latidos en los tímpanos.

«Sam, ¿dónde estás?».

Los nervios me atenazan al avistar a unos hombres con trajes de camuflaje caminar a unos veinte metros de mi ubicación. Las manos me empiezan a sudar. Todos llevan fusiles, al igual que pistolas amarradas a sus muslos. Buscan algo y sé que es al castaño.

«Por todos los astros, Sam, ojalá no estés viniendo. Quédate donde estás. No vengas, por favor, no lo hagas».

Podría deshacerme de esos hombres como lo hice con dicho trío. Sin embargo, ellos descansan ahora. Reprimo un gemido de angustia. Se acercan, pero se detienen justo en el inicio de la arboleda. Es verdad lo que dijo Sam, no tienen las agallas para adentrarse.

Un disparo al aire me asusta. ¿Qué hacen si nadie está cerca? La comprensión llega a mí al oír los bajos gruñidos y siseos. No, no, no… ¡Lo que quieren es atraerlos! ¡Los van a cazar! Perturbaron su sueño y contestarán con agresividad. Quieren sacarlos de su hábitat y quizás adueñarse del área. Me calzo las botas con celeridad y salgo sin importar que me vean, aunque lo dudo por el espesor del follaje que me protege.

Con agitación, me ubico frente a la jauría con los brazos extendidos y de rodillas. Él me ve y, como respuesta, berrea. Sacudo la cabeza. Pese a que le tengo temor y odio que me moleste todas las noches para que salga y me una a los suyos, no quiero que le hagan daño. Los suyos seguirán la decisión que tome. Lo enfrento con el rictus serio. Cuando logro hacerlo cambiar de opinión, mis pulmones se desinflan. No obstante, un jadeo sorprendido me alerta y a él igual.

Sam está agazapado entre los arbustos y nos observa con incredulidad. Trae consigo una red con varios pescados y la caña de pescar atada a su espalda. Su semblante es de horror y desconfianza. El filo de la hoja en su mano me tienta a sentir más temor.

El gran ser humano mutado que se autodenomina el jefe de su grupo se alza con impotencia.

Oh, no.

Pienso con mi mente a mil.

Cuando me contempla con esos pequeños ojos, asimila mi posición y a lo último se pierde entre las sombras.

Me dejo caer, entierro las uñas en la tierra semihúmeda y alzo el mentón para darle una última mirada con una suave sonrisa disimulada.

«Gracias, papá».

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