III

Con las cejas casi juntas, intento calmar los pensamientos embravecidos que evocan al antaño. Inspiro, así toda cavilación que no requiero se va. Alzo la mirada; el hombre viejo que aceptó el trueque mantiene su interés puesto en mí. Me crispo. Si está tan cerca puede saber dónde me quedo, y es lo que menos quiero. Lo saludo con una sonrisa, no sin antes bajar un poco mi bufanda. Su ceja se dispara hacia el nacimiento de su cabello y sus dedos se hacen del listón que sostiene su rifle. Los dos sujetos que le acompañan también se ponen alerta. Parece ser que son sus guardaespaldas, no, sus familiares. Eso sería lo más acertado y conveniente. Me apresuro en ponerme a la defensiva.

—Buenas tardes. Veo que se dirige a pescar. ¿No le gustaría un poco de compañía? —Sacudo la cabeza. No le gusta, pues comprime los labios—. Usted parece, uhm, que puede tener problemas en cualquier momento, por eso le ofrecí mi ayuda.

Sus acompañantes me escrutan como si quisieran deshacerse de mí.

—Creo que vive cerca, señor —revela el que está a su izquierda.

—Ah, ¿sí? Hace poco que nos hicimos del manantial y nos gustaría conocer a los vecinos.

Sé que esa sección no le pertenecía a nadie, que estaba allí para el que quisiera. Jamás pensé que tuviese dueño. Ellos son nuevos, tengo ese conocimiento pleno porque no los vi antes pululando por allí. Recién me enteré de su existencia cuando fui a por un poco de agua.

—¿Y si nos muestras dónde vives? —gorjea el que está a la derecha.

Entrecierro los ojos.

—Es mejor dejarle en paz. Mira lo que tiene, un hacha. Uh, eso nos haría bastante daño —se burla el otro.

Al anciano se le levanta un poco la comisura superior de su boca. Miro hacia la oscuridad que brinda el recibidor de un destruido hotel, si es que lo fue. Sé que están ahí, que me ven y muestran su presencia unos segundos después, ya que sus hocicos se entreven en la penumbra. Elevo la mirada hacia el firmamento; se nubla poco a poco. Doy unos pasos atrás. Los nuevos piensan que es por temor, entonces se echan a reír.

Empiezo a doblar las rodillas y, cuando estas ya conectan con el suelo polvoso, esbozo una sonrisa y muestro los dientes. Ese es mi modo de reírme también.

—¿Qué te hace tanta gracia, ser mugriento? —masculla el viejo ya con el rifle entre sus manos.

Extiendo el brazo en dirección a ellos. Muevo los labios y se lo digo en silencio.

Ya con susto lo capta demasiado tarde.

Me echo del todo en la tierra y ruedo en ella para que ninguna bala se me cruce. Gateo a duras penas entre el fuego cruzado y los gorgoteos hambrientos de esas cosas que ni se inmutan de los proyectiles. Jadeante y con esfuerzo, logro esconderme detrás de un muro que medio se mantiene en pie. Los sonidos húmedos de la carne siendo arrancada de los huesos es suficiente para que mi estómago se remueva. Me cubro la boca con la palma y aprieto los párpados. Mi mundo se bloquea y mis latidos son lo único que alcanzo a oír. La calma vuelve y me acuna con suavidad. Cuando abro los ojos, tengo a uno frente a mí. De su hocico sale baba tintada de carmesí; sus fauces bien abiertas me muestran dientes afilados que alguna vez fueron humanos. Se dobla y queda en una posición semisentada. Ha perdido ya su forma que le identificaba como un ser humano, ahora parece más un primate con sarna, sin pelaje y con una piel muy dura, con pústulas y un hedor a podrido. Bajo la mano con lentitud y le ofrezco una pequeña sonrisa.

«Gracias».

Se yergue, me da una última revisión breve y regresa a las sombras que ahora son su hogar. Me impulso hasta estar de pie, alcanzo mi caña, que quedó en el centro del camino, y esquivo cada trozo de carne o extremidad con suma calma. Los vuelvo a observar; sus orbes brillosos me siguen.

Sé que en silencio me piden que me una a ellos.

Tarareo en voz baja con el mango de la caña entre mis piernas dobladas. Mantengo la paciencia con la atención fija en el agua en calma. Respiro hondo y dejo que las gotas de llovizna me golpeen, no con tanta fuerza, más bien como una caricia.

De repente, el nylon se mueve y olas pequeñas empiezan a surgir. Agarro el mango con fuerza y empiezo a retroceder, dándole pelea al pez que acabo de capturar. Suelto un chillido al sacarlo del río. Es grande, no sé qué clase es, pero lo que sí sé es que es comestible. Su aleta casi me da en el antebrazo al depositarlo sobre algunas hojas de palma.

«Lo siento mucho, pero serás nuestra cena».

Al finalizar con el proceso de descamarlo y sacarle las vísceras, lo envuelvo. Pronto anochecerá y es mejor volver. No podré darle caza a otro pescado.

Al pasar por el lugar donde solo quedaron partes de lo que alguna vez fue un anciano junto a su grupito, lo hago como si nada, como si no me dieran arcadas e ignorante de los causantes. La lluvia se llevará su sangre. Asimismo, las partes de órganos diseccionados.

Esta vez me tocará redoblar la seguridad del container. Mañana me tocará buscar rejillas, tubos metálicos y herramientas para montar una cerca para distraerlos de arañar más el acero, pues ya está débil y en cualquier momento se rasgará por fin.

Sam me recibe molestándose las heridas. Le doy un empujón para que no lo haga más. En mi agenda anoto el plan de mañana y se lo doy a conocer.

—Es una muy buena idea. Te ayudaré. ¿No se supone que el que cace mientras vive aquí soy yo? Venga, dámelo, aunque sea déjame cocinarlo. Será un buen complemento para el arroz que dejaste.

Me encargo de cerrar los portones, pasar las cadenas por las manijas e incluso poner un pedazo de puerta de madera, una que utilicé de cama antes de conseguirme el colchón, por si las moscas. Pronto estarán aquí, querrán traspasar y sacarme a rastras. Saben que tengo compañía y desearán deshacerse de Sam.

Me quito las botas y la chaqueta, al igual que las medias.

—Te vuelvo a agradecer, Quiet. —Lo contemplo al sentarme en la cama—. No cualquiera deja que un desconocido se quede en donde se resguarda del frío y de esas alimañas. Lamento haberte golpeado, en serio que lo hago. Pensé que me ibas a rematar. ¿No temes a los militantes? Puedo sobrevivir a la intemperie con estas heridas, bueno, hacer el intento. Sin embargo, sé que un mal movimiento me dejará hecho una nada. —Pela las últimas zanahorias. Tiene la vista perdida—. Sé que te debo más explicaciones, que solo he de quedarme una semana, de la cual solo me queda cinco días. Ya te dije mi nombre, que tuve familia, que hice parte los militantes, pero aun así no deberías estar tan campante conmigo a tus anchas. ¿No temes que te mate mientras duermes? ¿Que te robe?

Espera a que escriba en mi libreta. Lee una y otra vez lo que yace escrito.

—¿Que todos merecemos una segunda oportunidad? —Se despeina el pelo y niega—. No, Quiet, no. Estamos en… en una época apocalíptica. Incluso tu madre podría pensar en matarte, no sé, cuando le des la espalda. No me mires así, que estoy siendo retórico. Ah, m****a. En fin, no es que desee que tengas más desconfianza. ¡Dormimos juntos como conocidos! Se me hace raro, lo siento. Pero sé que estás alerta; no te quitas esa hacha y duermes con un ojo abierto. —Se pausa para leer lo que acabo de anotar—. Vale, sí, tienes razón. Yo hubiese hecho lo mismo por ti. Que sí, fui un militante. Sí, hice cosas desagradables. Sí, fue la mejor decisión salirme de sus filas, mas tuve un regalo: ser herido. Lo que me da curiosidad, Quiet, es qué harás cuando me vaya, ¿seguir viviendo en la soledad? —Asiento—. ¡Lo sabía! Seguirás viviendo en este container con esas… esas cosas cerca, es más, alrededor tuyo. ¿Que es una buena estrategia? Claro, pero también es un arma de doble filo. ¿Que no atacan en el día? Son nocturnos, duermen a horas de la noche. No obstante, está la posibilidad de que ataquen a plena luz de la mañana, por darte un ejemplo.

Se calla al verme acostarme. Sabe que hemos llegado al final. Vuelve a sacudir la cabeza y decide seguir picando los vegetales que quedan. Los párpados se me empiezan a juntar.

—Te despertaré cuando la cena esté hecha. —Pone las rebanadas en la olla y las saltea con algunas hierbas para luego escrutarme—. Mañana te acompañaré a traer lo que necesitas para hacer esas vallas, ¿vale?

Afirmo con el mentón y estiro la mano para agarrar el periódico, lo doblo y lo guardo debajo del colchón cuando me vuelve a dar la espalda.

Él no debe saber sobre las palabras tachadas, si es que no se puso a revisar el causante de mi repentino cambio de humor.

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