I

A primera hora de la mañana, limpio los rastros de excremento que han dejado fuera de mi hogar. El sol ya está en lo alto. Aunque las heces ya han perdido esa composición algo aguada, el mal olor sigue reticente. Con una maldición silenciosa, doy media vuelta y entro en el container. Aseguro mi mochila a mi espalda, reviso que el filo de mi arma esté en condiciones, vuelvo a buscar las cadenas y por fin decido emprender mi pequeño viaje hacia ese manantial que tanto es custodiado por los otros. Sé que no se negarán a un trueque, tengo algo de valor que seguro no dejarán escapar.

Hago lo posible por no echarle un vistazo a lo que alguna vez fueron unas casas, ahora sumidas en algo así como un desierto provocado por el mal cuidado. En las sombras estarán esos esperpentos o a lo seguro andarán en un lugar más frío como… un sótano húmedo. Odian el calor, pero no el sol. Odian el día, mas no por los fuertes rayos ultravioleta. Son nocturnos, sí, e inteligentes. No hay una explicación lógica de por qué no salen a estas horas.

Salgo de todos los edificios deplorables y giro por un largo trecho de arena y poco pasto. Alzo el brazo para que un poco de sombra aliviane el malestar en mis ojos y no dudo en estirar los labios al ver el manantial a unos tres kilómetros. Se puede divisar gracias al reflejo de las aguas sobre la arena como si fuese algún espejismo. Me muerdo el interior de la mejilla al ver ese punto rojizo a la altura de mi corazón, elevo los brazos y no detengo mi caminar. Sabrán que mis ánimos de formar pleitos no están. El viejo hombre sale de unas hojarascas que hacían de escondite, le hace una seña a otro que yacía detrás de unas columnas de rocas y este mueve su mentón para avisar al tercero.

El anciano de larga barba blanca se me acerca con el rifle descansando a lo largo de su espalda y con cierta desconfianza. Asiento como saludo, al igual que me inclino un poco. Los otros dos mantienen detrás suyo. Custodian esa formación de agua.

—¿Qué deseas? —masculla y me revisa de pies a cabeza.

Levanto el dedo índice, como indicándole que no se alerte. Muevo mi morral hasta mi costado, lo abro con cuidado y rebusco entre las pocas cosas. Levanto ese objeto preciado que hace que sus orbes se iluminen. Esta vez me ofrece una mueca, una que conozco muy bien: el canje ya está a punto de ser hecho.

—¿Qué deseas a cambio de eso? —Saco una botella de un litro, de esas que duran un buen tiempo, y se la muestro. Enarca las cejas—. ¿Agua? —Cabeceo con efusividad—. Bien, puedes llenar el tarro, pero antes dámelo.

Arrugo la nariz y escruto la vieja radio. Es muy seguro que sabrá cómo arreglarla.

—¿No quieres dármela? —Alzo la mirada y niego—. Bien.

Extiende su mano. Sin tener ese sentimiento de pérdida, se la paso. Juguetea con ella y parece estar encantado. Le hace una seña a sus hombres, los cuales se separan y me dan vía libre. Les hago el mismo saludo al pasar a su lado. Están algo contrariados. Es muy seguro que mi falta de habla les sea sospechosa. Me arrodillo. El vaivén del agua me atrae y me hace sentir bien; hundo la botella que se llena con rapidez. Brindo una sonrisa radiante a mi reflejo, feliz de tener algo que beber. No solo eso, también obtendré una pizca de sal.

—Si tienes algo más que nos sea de utilidad y desees más agua, no dudes en venir.

Elevo el mentón y vuelvo a asentir. Guardo la botella. El cierre se atasca en el proceso, pero lo arreglo con mimo. Me sacudo las rodillas y alzo los pulgares como señal de agradecimiento.

—¿Acaso los militantes te cortaron la lengua? —Comprimo los labios—. Hace un tiempo se divertían haciéndolo y tal vez fuiste objeto de diversión para ellos.

Ingiero saliva, me despido con otra inclinación y me alejo a paso cauteloso. Los tres se reúnen y me ven partir. Ninguno dice nada. Agradezco que así sea, pues de nada les servirá por qué desde hace mucho no puedo hablar.

«A nadie le incumbe, bueno, solo a mi soledad. Eso es indiscutible».

Extraigo el hacha de su funda y escaneo el antiguo parque. Si tengo suerte, obtendré algunas zanahorias y rábanos, esos que en algún momento se aparecieron en dicha tierra fértil. Prefiero comer vegetales que cazar; sacar ese filo no es para matar algún animal, es para protegerme si hace falta. Encuentro lo que tanto anhelo. Envuelvo las manos en su largo tallo y empiezo a halar. Exhalo al hacerlo. Me regodeo al ver la zanahoria alargada y morada. Bien picada, al igual que hervida, será un buen manjar. Busco otras más. Mi alegría se incrementa al hallar unas patatas ya muy maduras. ¿Cómo que maduras? Bueno, tienen mucha agua, han recibido de más y parecen casi esponjas. Para mí eso es definición de estar maduro.

Toqueteo la botella de vidrio con tapa… esas tapas que parecen corchos. Está en el fondo de mi morral. Cada vez que llueve la dejo en el techo del container, al igual que algunas vasijas, para recolectar agua. Piso unos huesos cerca de un rastro de un poste eléctrico. Mi estómago se revuelve al saber de qué es. Tendré que limpiar las suelas.

Ya en mi casa, descargo lo obtenido y busco con la mirada una olla. Me estiro para alcanzar una vasija llena de un poco de agua con hiervas como la menta, como intento de quitarle un poco de contaminación, y la acomodo sobre la parrilla que hice con alambres, de esos que se emplean para la construcción. Echo algunos papeles junto a la madera que recogí y enciendo el fuego. Me cruzo de brazos. Espero que alcance su punto de ebullición exacto. Tamborileo los dedos en mis antebrazos. Cuando ya echa burbujas, corto con rapidez las zanahorias y las patatas. Cuento los minutos hasta que están hervidos los pedazos, los descargo en un plato de plástico, luego me deshago del líquido algo oscuro, vierto el del manantial y releo las instrucciones en mi libreta. Frunzo el entrecejo. Durará más tiempo el que se cristalice y por fin tenga un poquitín de sal.

Entretanto, limpio con un trapo un tenedor hasta que está reluciente y tengo ya la satisfacción por verlo relucir. Atravieso una rebanada de papa y me la llevo a la boca. La mastico con un mohín. Rebusco en una bolsita ciertas especias que alcancé a encontrar en lo que solía ser una tienda. Le doy una pizca a mi comida. Pruebo esta vez una rodaja de zanahoria. Perfecto. Rebusco entre otros platos una tapa para la olla, la pongo y cuento los minutos.

Finalizo mi almuerzo y me estiro. Sin embargo, la calma se desvanece al oír el tronido de un disparo. Me yergo de un salto. Casi corro hacia las puertas y las cierro con una lentitud que me es agónica. Los latidos de mi corazón están en mis tímpanos, la garganta se me cierra y el sudor florece. Levanto mi bufanda hasta cubrir mi nariz y boca. Es con el fin de proteger mi identidad de algún militante, pues sé que es uno gracias al ruido que provocó el tiro: un fusil. Si saben que estoy aquí, he de migrar. Se supone que este container debería estar vacío; de milagro lo allané. La agitación amaina poco a poco. Medio me asomo por unos huequitos que me dejan ver a medias lo que puede acontecer.

Es extraño que a plena luz del día ataquen. Es mejor en la noche, en donde el sigilo hace de su reino. Vale, sería más peligroso. Pestañeo y aguzo la mirada. Me enrollo con más fuerza la bufanda, medio oculto mi cabello con la tela un poco sucia y abro el portón. Me alegro de que no suelte algún alarido. Doy un paso y luego otro. Escaneo mi entorno y busco al causante de destruir mi paz. Me asombro al ver el cuerpo retorciéndose bajo unos árboles que regalan un poco de sombra. Titubeo. Se presiona a la altura de la clavícula. Presiento que la bala atravesó dicha zona. Mi mente me hace reaccionar y echo a correr en su dirección, no sin antes pasear el interés por cada centímetro que pueda.

Da vueltas en su posición, como si el balazo hubiese dado en algún nervio, pero, según sé, al atravesarse uno se pierde el sentir. Bueno, tal vez esté en la equivocación. Me hinco para examinarlo mejor. No obstante, me empuja y su puño conecta contra mi pómulo. Reprimo un resoplido de indignación. Parpadea, gimotea y parece recular en lo que iba a hacer a continuación al percatarse de que no soy el enemigo. Ahora hay estupefacción en sus rasgos. Inclino la cabeza y me palmeo el pecho con ambas manos mientras hago un movimiento suave con el mentón, de esta manera le doy a entender que estoy aquí para ayudarle. Inspira calmado. Le pido que se calme un poco más con las palmas extendidas. Deja de bailotear sus piernas y respira hondo. Busco en mi canguro algún retazo de tela limpio, de esos que lavo con pedacitos de jabón que hallo. Aún con sus pupilas dilatadas muy atentas a mi cara, me acerco para revisar mejor la parte afectada. Tenía razón; la bala atravesó limpiamente sobre la clavícula, casi rozando el hombro. Solo habrá que limpiar y coser. Presiono la carne abierta. Él se muerde la muñeca y sus orbes se llenan de lágrimas. Saco un frasquito de alcohol. Aunque me duele gastarlo, se lo echo sin parpadear. Vuelve a retorcerse. Esta vez lo auxilio para que se medio levante y así vendarlo mejor.

 —¿Tú...? ¿Acaso tú…?

Lo silencio con un ademán. Poso su brazo sano en mis hombros y nos impulso. Gruñe.

—No me digas que tú estás…

Se calla cuando lo observo. Sacude la cabeza y da sus primeros pasos. Se asombra al ver el container entre la maleza alta, que parecen arbustos mutantes, y casi se le desencaja la mandíbula al hacerlo entrar. Lo acomodo en mi colchón y le echo una ojeada a la olla. Esbozo una sonrisa; hay poca cristalización en el fondo. Vuelvo a dirigir mi interés en el visitante y lo regaño al pisotear el suelo. Deja sus dedos quietos casi cerca de la herida.

—Gracias. Pensé que… pensé que me tocaría esperar a que el dolor bajase un poco. No solo tengo esta herida, ¿sabes? —Se arremanga su camisa a la altura de su abdomen. Mis cejas se unen al ver los profundos rasguños. Me giro y busco entre el montón de cosas sobre mi mesa hasta que doy con eso. Se lo muestro. Palidece—. No creo que sea necesario suturar.

Asiento con efusividad. Me giro y agarro una ollita, de esas metálicas para jugar, vierto un poco de agua y le echo caléndula y manzanilla. Saco un recipiente que me sirve para hacer leña, lo prendo con cuidado, poso unos alambres en él y sobre estos la ollita. Remuevo las hierbas. Arrugo la nariz. Agarro algunas hojas de consuelda y las machaco. Al verlas en una buena consistencia, hago una cataplasma.

Sumerjo un retazo de sábana entre la caléndula y manzanilla. Ambas me ayudarán a relajarlo, limpiar y cicatrizar. Le pido que me deje cuidarle. Acepta algo desconfiado. Quito residuos de sangre seca, al igual que de tierra. De milagro no se infectó. Se queja de vez en cuando, incluso llega a maldecir. Me yergo, voy hacia la ollita y sumerjo la aguja para esterilizarla. Menos mal ya está con hilo quirúrgico. Ni me acuerdo cómo es que la encontré. Me contempla y asiente con lentitud. Le devuelvo la acción y empiezo a atravesar su piel. Se agarra a los cobertores, retuerce sus pies y echa la cabeza hacia atrás. Le doy un golpecito en la mano, así le indico que he finalizado. Unto mis dedos con un poco de cataplasma y la esparzo por las contusiones y cerca de las coseduras.

Me limpio hasta los antebrazos con una mezcla de aceite con aloe, uno que hice, mas no recuerdo cómo. Me quito la bufanda, muevo mis extremidades y deshecho lo que no se pueda reutilizar. Me escudriña con algo de misterio.

—Gracias, de verdad. —Me encojo de hombros—. ¿Podría quedarme durante un tiempo?

Muevo la muñeca en círculos con los dedos extendidos y con la palma hacia mi pecho, como diciéndole que me dé explicaciones o que continúe.

—Me encontrarán si no hallo un lugar dónde quedarme. Sería una semana, eso sería lo máximo.

Busco algunas hojas sin rayones en mi libreta, saco el lápiz del engargolado y le muestro lo escrito en la página amarillenta.

—Sé que te pondré en peligro. Lo tengo más que claro, no te preocupes. Sin embargo, estamos en un lugar que está bien escondido entre escombros y maleza, ¿comprendes? No está a la vista a lo lejos, a no ser que se acerquen, que sería estúpido, dado que esas cosas rondan cerca. ¡Tú estás en más peligro que yo! Debe ser porque… —Lo interrumpo. Lee lo siguiente y suelta una bocanada de aire—. ¿Esa es tu condición? —Afirmo con rapidez—. Perfecto. Entonces, trato hecho.

Me extiende la mano.

Le doy un fuerte apretón con una sonrisa.

Resopla y se acomoda de medio lado en mi cama.

«Mi cama».

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