Capítulo 2

Ante el grito de mi madre no solo mi padre fue a ver que sucedía, sino que fui con él pensando que podía ayudar mas no esperé ver lo que vi. Al llegar al cuarto vi el habitual lecho de mi madre hecho una escena gore, el lienzo en blanco que solía ser el nido de amor de mis padres, ahora era la base de un quebranto donde había una mujer destruida (después entendí el motivo) con una catarata de lágrimas desesperadas corriendo por sus mejillas y su mirada con dirección a su sangrante vagina nos recibió, sus manos temblaban presagiando el luto y cuya premonición resultó ser cierta, como ya dije, se venía un mañana lúgubre para nosotros, para mis padres y en especial para mí, se fueron mis ganas de cuidar a un ser tan minúsculo, yo quería cuidarlo, abrazarlo, darle cátedra sobre lo poco que podía saber sobre la vida y algo más que en el camino aprendería. Los dos primeros días fueron tristes para mi familia, para mi padre, para mi madre y para mí, pero para el tercer día yo notaba un cambio peculiar en la casa, en los alrededores, desde un arañón nuevo en el cuarto del no nacido, hasta pequeños pasos en la sala, una cuna que se mecía sola, mi madre lloraba día y noche sin que haya algo capaz de mitigar su dolor, yo siempre le comentaba estas cosas a mi padre, pero solo me respondía frases tiernas como un “lárgate” cuando estaba molesto o un “hijo ahora no” cuando quería ser diplomático, pero no quiero que pienses que mi padre siempre fue así, al contrario, él siempre fue un hombre entrañable, su carácter siempre fue humilde, pero firme ante cualquier altibajo al menos hasta la partida de mi hermanito, lo cual supongo hasta el día de hoy era normal.

Los años pasaron, entré a secundaria, las clases eran muy aburridas y los cursos eran tan predecibles que no suponían un reto para nadie , todo era llegar, oír, apuntar y memorizar.

Menudo sistema educativo de m****a, tan precario que quitan las ganas de aprender antes de incentivar a una persona querer llenarse de conocimiento, pero de todo ese abanico de m****a que llamaban cursos había uno que me encantaba y ese era filosofía y aunque los ideales de mi ídolo eran muy extremistas, coincidí con algunos de ellos, Friedrich Nietzsche, no sé mucho de este autor, solo algunas cosas, sin embargo, tengo un paupérrimo panorama de su radical forma de pensar.

Yo era de las personas que solían creer que todo lo que pasaba era planeado por alguna deidad, que el destino era algo que solo lo sabía él o ella, pues desde pequeño me inculcaron la religión y en plena ignorancia infantil era imposible negarse a lo que no sabías si era malo o bueno y más aún si te lo pintaban como algo bueno y que si no creías en el pasarías toda la eternidad sufriendo latigazos de un estúpido cornudo ruborizado con una colita de flecha y un tenedor gigante, hasta ahora no sé si Dios existe, si es hombre o mujer, pero bueno, me alejé de la religión cuando veía que la mayoría de cosas que decían los párrocos era el mismo discurso, con diferentes palabras, la rutina de oír una prédica estúpida a mi parecer, batallar a muerte con Morfeo para no dormirme, hacer una fila para comer un intento de pan que no solo te deja con hambre sino que se deshace en tu boca a los 15 segundos o menos,  después abrazarte con el que estaba a tu costado para hacer las paces sin conflicto previo y no volverlo a ver, regresar a la guerra con Morfeo, después nuevamente hacer una fila para que te mojen con agua dizque bendita (espero que haya sido agua limpia) y después oír la desafinación conjunta de los devotos y los “cantantes” del señor ¿saben? Dicen que cantar es lo mismo que alabar dos veces, pero vamos, si así son las alabanzas no quiero ni imaginar cómo serían los cantos satánicos, perdón querido diario me desvié del tema. Como decía antes de perderme en los recovecos de mi memoria, los días en la escuela eran rutinarios, llegar, saludar a los que yo llamé “políticos”. ¿Quiénes eran? Eran aquellos chicos que todo el tiempo sonreían a todo el mundo, no te miento, siempre sonreían, recuerdo que una vez cuando estaba en las tan “divertidas” clases, el docente de química humilló a uno de esos “políticos” y lo único que el tipo dijo fue:

—Lo siento profesor, tan sabio usted, perdone mi ignorancia, no volverá a suceder—

El profesor ya conocía sus trucos y no iba a dejar que alguien con una retórica tan vacía lo convenza con una estratagema tan paupérrima y continuó lanzando improperios a diestra y siniestra contra el chico que solo reía, se notaba la ira en su mirada, sus nudillos estaban blancos de la ira, sus brazos tensos y las venas marcadas y ni así el chico dejó de sonreír. Después, sentarse en los pupitres que al inicio del año estaban relucientes por el barniz barato que los maquillaba, sin embargo, después parecían las paredes de la celda de un ex convicto, rayadas, con maldiciones al cándido curioso que se siente en ese lugar, al docente, a la directora, supongo que esas cosas son normales en secundaria ¿no? Después de las clases llegaba el recreo, uno de mis momentos favoritos puesto que podía comer, respirar un momento y empezaba lo que decidí llamar mi “rutina roja” ¿Por qué? Pues primero que nada quiero aclarar que yo jamás fui un buscapleitos, siempre fui reservado en casa, en la calle y en todos lados pero, nunca he sido de las personas que soportan los abusos, pese a esto, había un grupito de abusivos que pensaban que podían hacerme lo que les diera la gana por ser callado y solitario y no fue así.

En una tarde de rutina como siempre, una clase antes del receso noté como un grupo hablaba de mí a mis espaldas y se reían, confieso que aunque me molestó yo preferí la elegancia del silencio, tomé mi almuerzo, el mismo que ese día mi madre hizo para mí, sí, mi madre, pues usualmente mi padre me hacía el almuerzo. Busqué un lugar donde no tenga que oír ni las pláticas banales sobre que chico le parece más atractivo a las chicas del colegio (aparte que oír mi nombre en esa lista me ruborizaba) ni tan cerca de los chicos porque tampoco me importaba saber que chica tenía los senos más grandes o quien de todas ellas fue la conquista de uno de mis compañeros, eran conversaciones tan absurdas, aburridas y repetitivas que al final preferí la soledad. Cuando por fin hallé mi lugar ideal, una esquina a 5 metros de los columpios, donde la brisa pasaba con total libertad y tenía una vista perfecta del patio, quería empezar a comer pero el grupo del que te hablé llegó, yo los ignoré ya que después de todo no los conocía, justo cuando iba a darle el primer mordisco a mi almuerzo uno de ellos trató de botar mi sándwich y solo opté por esquivarlo, pisé su pie y con la otra pierna pateé su rótula haciéndolo caer de lado, me levanté y le dije sin perder la calma.

—Vuelve a molestarme y será peor. —

Cuando me doy la vuelta sentí un empujón de uno de sus compañeros, al ver mi sándwich en el piso me giré molesto y de un derechazo le tiré un diente, manchando mi mano con su asquerosa sangre, el resto del grupo se quedó ayudándolo. En lo que a mí respecta solo me quedó recoger mi sándwich destrozado por la caída y botarlo a la b****a, desde ese día esos imbéciles siempre venían en grupo a molestarme, se supone que debería ser al revés, una vez vencidos, no deberían volver, pero hay masoquistas que desean probar suerte siempre, cada día era lo mismo, tanto así que en los recesos esperaba que llegaran, manchaba mis manos un rato y después comía, tan rutinario se hizo que tenía siempre lista una toalla para secar mis manos luego de eso, en fin. Después del receso, las rutinarias clases, después a casa, lo típico.

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