La caza

Casi todo el ejército de Gibaros se encontraba en la instalación esperando la llegada de los demonios, aunque les dieron órdenes de permanecer ocultos a la gran mayoría. El jefe no quería demostrar que temía un ataque repentino de ellos, aunque la entrevista previa le convenció de que realmente se trataba de un pacto y no de una jugarreta para eliminarlo debido a la competencia.

Justo despuntaba el sol en una turbia cortina de polvo atmosférico que se acrecentó debido a una pequeña tormenta cercana al este de donde estaban. Enseguida llegó la noticia de que dos sujetos se acercaban al lugar cargando una bolsa. Al llegar se dejaron revisar sin problemas por los hombres de la entrada y se introdujeron en el escondite como si toda la vida hubiesen vivido allí. Caminaron hasta llegar frente al mafioso que los esperaba de pie detrás del buró.

—Bienvenidos. Tomen asiento, por favor.

No se estrecharon las manos y Galadiel permaneció de pie un poco a la derecha de Gabriel y atrás de éste. Por otra parte su jefe se sentó con inusual familiaridad, cosa que no le gustó mucho al señor de la tierra.

—Su hombre...

—No es un hombre —le interrumpió Gabriel descortésmente—, es un ángel...o como ustedes nos conocen, un demonio.

Paco Gibaros aguantó el insulto sin inmutarse; con un solo movimiento de su mano, una lluvia de plomo caería sobre sus invitados es un segundo. Demonios o no, no parecían ser invulnerables a las balas. Carraspeó su garganta y continuó sin darle aparente importancia a la intervención.

—Su demonio...

—Tampoco es mío —volvió a interrumpir—, tiene libre albedrío, igual a ustedes. Puede ir y venir a donde le plazca, si se mantiene a mi lado es porque somos como hermanos.

Un silencio se entabló entre los tres seres que se miraban sin pestañear. Era solo un juego para medir el carácter y el temple de los involucrados, pero que al humano no le agradó mucho.

— ¿Qué oferta nos traen a cambio de nuestra ayuda?

— ¡Así me gusta, directo y claro! —dijo Gabriel abriendo los brazos y mirando a su amigo, volteándose levemente—. Nos vamos a llevar bien.

Sin pararse agarró la bolsa que llevaba consigo y la dejó caer encima del buró, que crujió bajo el peso del contenido. Gibaros demoró un poco en abrirla dándose un poco de importancia. Luego se reclinó sobre el bulto y desató una cuerda que lo cerraba. Un resplandor amarillento brotaba de su interior y se reflejaba en los ojos del hombre, quien no pudo evitar la reacción de sorpresa en su rostro.

—Solo necesitamos que el día determinado, ponga el contenido de este frasco en la comida de los ángeles y los encadenes después que se desmayen. El resto lo haremos nosotros. Vamos a demorar unos segundos en llegar y tomaremos el control desde allí en lo adelante. Usted se lleva su premio y todo ese oro, aunque a decir verdad, me gustaría quedarme con los cinco muchachos. Le puedo dar un poco más de eso si se convence de entregármelos todos —dijo señalando la bolsa con un gesto de sus labios.

—Lo que más deseo y la causa de que haya accedido a realizar este pacto, no se puede comprar con todo el oro del mundo.

—Sí, lo sé. Una hija es algo sin precio. Créame que si mis plumas aún conservaran sus cualidades curativas yo mismo le daría unas cuantas; pero no vivimos en un mundo perfecto, ¿o sí?

— ¿Qué hay que echarles en la comida a esos ángeles?

—¡Esto! —exclamó sacando de entre sus ropas una botella con un líquido transparente.

Gibaros fulminó con la mirada a los hombres encargados de revisarlos que permanecían de pie junto a las puertas.

— ¿Y eso qué es, exactamente?

— ¡No lo sé, de verdad! Hace milenios que lo usamos como un sucedáneo de lo que para ustedes es droga recreativa; ni siquiera le hemos puesto nombre, solo le decimos “eso”

— ¿Qué cantidad de “eso” tenemos que poner en la comida?

—Tres o cuatro gotas para cada uno, aunque si se pasan no pasará nada, solo dormirán más tiempo y si es en vino mucho mejor, pues no sabe absolutamente a nada. Para nosotros no es mortal por mucho que tomemos, aunque sí nos deja fuera de servicio, ¡Ja, Ja, Ja!

— ¿Y para nosotros?

—Con una sola gota es muy posible que mueran en una o dos horas. Sus organismos no reaccionan igual.

—Entonces es posible que mueran personas.

—Bajas colaterales, como le llaman ustedes, aunque en realidad el concepto fue creado por un amigo mío aquí presente. Ese mismo día le daré suficiente de “eso”, para que mantenga bajo control a su angelito. Ya le explicaron sobre la cicatrización y el tiempo que debe demorar, así que no queda mucho que explicar. Es como tener una mascota, una mascota mágica. Lo más importante es mantener sus alas amarradas con algo muy fuerte, aunque si se le olvida drogarlo, no habrá nada que las contenga, ¿entiende? Y mantenerlo vivo a toda costa, no deseará estar cerca si se muere.

— ¿Cuándo será?

—Eso lo decide usted, pero que sea lo más rápido posible, tengo otros asuntos que atender. ¡Ha, se me olvidaban dos cosas! Si consigue hacer que derrame sus lágrimas, cosa que dudo, trate de recolectarlas; son mucho más potentes que sus plumas, y por más que sean tentadoras jamás, bajo ningún concepto, trate de apoderarse de las plumas doradas. Tienen una en cada ala, pero si las tocan morirán al instante. Todos esos consejos son gratis, amigo mío; espero que sepa hacer buen uso de ellos.

Se puso de pie con una sonrisa fingida en el rostro, dando a entender que la reunión había terminado. Se dio la vuelta y se marchó con la misma actitud prepotente con la que llegó.

— ¿Cómo le hago saber el día que lo haremos?

 —Dejaré uno de mis hombres con ustedes; es humano, así que no se preocupen —respondió Gabriel sin voltearse ni detenerse.

Se alejaron por la misma calle por la que vinieron hasta que se perdieron entre las ruinas. Gibaros quedó contemplando la bolsa de oro en barras con una antigua inscripción federal en su superficie. Calculó mentalmente la cantidad que pagaría por la operación a sus hombres y lo que quedaría después de ésta y le gustó el resultado. Por fin podría tener acceso completo a la ciudad rodeada y estar con su hija todo el tiempo para cuidar de ella. Tenía poco tiempo para preparar las condiciones y el lugar donde se quedaría el ángel, así que tendría que comenzar ya.

—Reúne a nuestros mejores cincuenta hombres —le ordenó a su ayudante—, nos vamos de caza.

Los tres señores de la tierra que dominaban el área de la antigua California tenían en realidad otros señores a los que respondían, quienes vivían en el interior de la muralla, rodeados de lujo y dinero y que eran los verdaderos dueños de la tierra que dominaban. Con ese oro y el que había logrado acumular, Gibaros planeaba dejar de una vez esa vida de b****a e integrarse a la nueva élite destinada a dominar el nuevo mundo. Si no se subía ahora al carro de los vencedores era posible que nunca más pudiese hacerlo. Por el momento era capaz de mantener a su hija en la ciudad con la venia de su señor, quien la cuidaba como si fuera de su propia familia a cambio de la lealtad sin límites de Gibaros. Cinco años atrás comenzó un drama para el cual todo el oro del mundo no podría comprarle un final feliz; su hija enfermó y desde entonces solo había empeorado a pesar de recibir la mejor atención posible. Todo apuntaba a una enfermedad degenerativa del sistema inmunológico, sin poder precisar exactamente cuál era debido a la poca tecnología que se tenía. Aunque parezca contradictorio, al comenzar prácticamente desde cero una nueva civilización, la humanidad se centraba en lo más importante y vital para todos, la comida y el dominio, y dejaban más a la suerte cosas como la salud. Así que la tecnología existente se puso al servicio del poder y no se esforzaron mucho por alargar la vida de las personas. La raza humana había involucionado y con ella sus prioridades.

Con la esperanza perdida y con la determinación de dejar de existir el mismo día que su hija muriera, Gibaros se conformó con darle a su pequeña todas las comodidades de las que podía disponer hasta el fatídico día de su partida; pero todo cambió con la noticia de una fuente eterna de salud y juventud. Noticia que recibió con escepticismo, pero que fue ganando en claridad a medida que se confirmaba la veracidad de los hechos. Ahora que recibía la ayuda de estos extraños e increíbles seres, no podía dejar pasar la oportunidad de curarla y de paso ser un hombre rico. Se planeó todo meticulosamente; se compró la fidelidad de tres hombres de confianza dentro del campo de refugiados y se logró incluso que dos de sus subordinados de más confianza trabajaran directamente en la cocina. Estudiaron las costumbres de los cinco ángeles hasta tener la certeza del lugar y momento exacto en que se daría el golpe y procedieron a hacerlo. Enviaron al humano que dejaron de mensajero con la hora precisa en que debía de ocurrir el suceso y comenzó la cuenta regresiva.

Cada miércoles y domingo por la noche, después que el campamento quedaba en completo silencio, los jóvenes ángeles se bañaban en sendas tinas de agua caliente y cambiaban sus blancas vestimentas. Luego se reunían en la carpa personal del viejo al frente del campamento y junto con él debatían las acciones a tomar y las cosas que debían de hacer para el mejor funcionamiento del lugar y de su misión. Durante dicha reunión tomaban una mezcla de miel caliente, hierbas aromáticas y vino, que a los jóvenes parecía agradarles mucho, siendo el único líquido que tomaban aparte de agua.

La noche que eligieron para el asalto y aprensión de los seres celestiales parecía ser una especial, pues antes de la reunión se dieron cita en la carpa con varios hombres comunes del campo, al parecer para encargarles una misión o algo así. Después se encerraron como era su costumbre y hablaron animadamente hasta que se sirvió la bebida.

Un sueño profundo dominó a los jóvenes antes de terminar sus tarros de infusión, algunos hicieron el intento de ponerse de pie, pero la inusual sensación terminó por vencerlos antes de que se dieran cuenta que habían sido drogados. El viejo Nicolás Reed cerró los ojos al darse el segundo trago y luego murió de un paro del corazón estando dormido. Los demás quedaron donde estaban; sus alas se fueron desplegando poco a poco, rompiendo fácilmente la fina tela que les cubría. Ni siquiera sintieron cuando una docena de hombres armados y con guantes de cuero gruesos les ataban las alas con fuertes tiras de carbono y cadenas de acero. También les encadenaron de pies y manos con grilletes que soldaron para que nada ni nadie pudiese abrirlos. Al terminar con la operación, Gibaros en persona dispuso que se llevaran a uno de los ángeles a toda prisa a un lugar previamente escogido y secreto. A los pocos minutos de haber salido diez de sus mejores hombres con la valiosa carga llegaron los demonios. Eran solo cuatro, Galadiel y otros tres, todos altos, fuertes y de aspecto intimidante. Galadiel echó una mirada al rededor sin saludar y fijó su vista en Gibaros.

— ¡Aquí solo hay cuatro!

—Ya tomé el mío, como habíamos acordado.

—Habíamos acordado que nosotros escogeríamos el tuyo.

—Parece que lo interpreté mal, quizás un problema de semántica —respondió Gibaros fingiendo meditar sobre el asunto, pero sin tratar de ocultar su jugada.

El demonio se quedó mirándolo con una media sonrisa dibujada en el rostro que raramente parecía ser una amenaza.

—Eso es imposible.

— ¿Por qué; tus hombres apostados alrededor del campo lo hubiesen visto?

El rostro del demonio no cambió su expresión ni un ápice; pero en su interior se sentía ofendido por ser menos listo que un humano.

—Sé que no planeaban dejarnos vivos, así que tomé mis propias medidas.

En ese momento se desató un tiroteo proveniente del exterior que puso en alerta a los hombres de Gibaros que permanecían adentro. Los tres demonios que acompañaban a Galadiel desplegaron sus negras alas y se cubrieron con ellas al mismo tiempo que asumían posiciones de defensa alrededor de su jefe.

—No es necesario —dijo Gibaros— mis hombres tienen órdenes estrictas de no agredirlos pase lo que pase —dio unos pasos hasta que su rostro quedó a pocas pulgadas de la cara del demonio—. Así no podrán rebanarnos, ¿cierto?

— ¡Tomen a nuestros hermanos celestiales y vámonos! Hemos terminado aquí...por ahora.

Cada uno de los demonios cargó fácilmente un ángel. Galadiel se encargó del cuarto y desaparecieron por la entrada trasera de la tienda, haciendo un escudo en forma de sombrilla con sus alas, protegiéndose de las balas y cuidando su preciosa carga. A los pocos segundos se intensificó el combate, llenando de agujeros la carpa donde quedaron Gibaros y sus hombres e incendiándose en algunos lugares. El jefe sacó un fusil automático que llevaba a la espalda y se dirigió a todos.

—Que cada cual luche por su vida. Nos vemos en el cuartel general los que podamos salir de este infierno; el que lo logre recibirá la paga de los que mueran. ¡Adelante!

Media hora duró la lucha contra los hombres al servicio de los demonios. Cuando Gibaros se encontraba a punto de rebasar la zona de peligro, una ardentía tan inesperada como intensa en su espalda le hizo caer de bruces por la ladera de una elevación. Antes de llegar al fondo perdió el conocimiento y lo recuperó dos días después en el cuartel general. Lo primero que vio fueron los ojos tristes y amarillentos de su hija, que le miraban llenos de lágrimas al borde del precipicio de sus párpados. Los otrora hermosos y encantadores ojos grises no pudieron contener el llanto en cuanto vieron que su padre se despertaba.

— ¡Papá, estás vivo! —gritó y le abrazó todo lo fuerte que la condición de ambos permitía.

Enseguida el padre cayó en la realidad de la situación en que estaba y buscó a su alrededor a alguno de sus hombres. Encontró a su más leal seguidor, quien le había salvado de quedar abandonado allá, en territorio de nadie. Por encima de la cabeza de su hija le preguntó moviendo los labios por el ángel, pero sin emitir ningún sonido. El hombre le respondió con un gesto que todo estaba bien y respiró profundamente aliviado. La hija se despegó un poco y sin dejar de llorar habló con él.

—Dice el doctor que no podrás volver a caminar, que tienes la espalda rota en cien pedazos.

—El doctor no sabe de lo que habla. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Una semana, papá; pensé que te perdía —y volvió a abrazarlo renovando su llanto con más fuerza.

Así permanecieron un tiempo. Luego pudo convencerla de que los dejara solos con la promesa de reunirse con ella enseguida. La joven accedió de mala gana y los dos hombres comenzaron a hablar.

— ¿Quién me trajo hasta aquí?

—Yo, señor. Quedó herido y perdió el conocimiento. La herida es muy fea, señor; va a tomar varios meses solo para sentarse.

Una mueca en la cara de Gibaros expresaba su malestar con las nuevas noticias. Un dolor enorme le impedía incluso respirar bien.

—Dime sobre el ángel, ¿han tenido algún problema con él?

—No, señor. Hemos hecho todo tal y como usted nos dijo; el único problema es su fuerza. Ha roto tres veces las cadenas y tuvimos que inyectarle más droga de la que indicó.

—Para cuánto tiempo tenemos drogas.

—A ese ritmo para unos seis meses. Señor...tenemos una pluma.

— ¿Cómo...dónde?

—Aquí está, señor —dijo y sacó la reluciente pluma que traía envuelta en una tela gruesa de color negro.

Gibaros se encontraba entre dos aguas. Por un lado su hija enferma necesitaba curarse cuanto antes, porque no sabía lo avanzado de su enfermedad y en cualquier momento podría manifestarse una crisis. Y por otro lado estaba su propia salud;  sabía que aún tenía gente leal, pero si permanecía en cama no tardarían en ir por él para obligarlo a entregar el dinero.

— ¿La gente recibió su paga?

—No señor; solo usted sabe dónde está el oro y los hombres se están desesperando. Cuesta trabajo mantenerlos a raya por más tiempo.

—Muy bien. ¡Clávame la dichosa pluma en la pierna! ¡Ahora!

El soldado obedeció sin pensarlo mucho y se alejó de su jefe al verlo convulsionar y desmayarse. Después del susto inicial, se aproximó cautelosamente hasta llegar a su lado. La respiración indicaba que no estaba muerto, pero demoró bastante en abrir los ojos. Cuando lo hizo el dolor había desaparecido casi por completo. Gibaros decidió arriesgar la vida de su hija porque sin él al mando, lo más seguro era que ella tampoco sobreviviera mucho tiempo, ya que sus propios hombres o sus enemigos tomarían el  control del ángel y no le darían la más mínima oportunidad; por lo que se decidió a todo o nada. Con mucho trabajo trató de incorporarse, por lo que su guardia le ayudó.

— ¡El médico dijo que...!

— ¡Al diablo con el médico!

Gibaros se percató que al decir esa palabra tomaba para él un nuevo significado. Inconscientemente decidió no decirla más. Se sentó respirando fuerte y sonriendo.

—Trae un sillón con ruedas y llama a mi hija.

La joven volvió a llorar de alegría al ver a su padre sentado en contra de todo pronóstico. Se sentó en sus rodillas a petición de él y aún abrazada y sin mirarle a los ojos le dijo:

—Papá, ¿es verdad que te hirieron porque estabas buscando una cura para mí?

— ¿Dónde escuchaste semejante tontería? Me hirieron porque sabes lo que tu padre hace para vivir. Trabajo con gente mala y eso son gajes del oficio, ¿entiendes?

La joven asintió, asiéndose más fuerte al cuello robusto de su padre.

—Pero además, creo que sí conseguí una cura para tu enfermedad y en menos de un mes comienzas el tratamiento si todo sale bien.

— ¿Verdad papá? —esta vez se separó un poco para poder mirarlo a los ojos y al ver en ellos que no mentía, le besó en todo el rostro—. Pero dime que dejarás esta vida y nos iremos juntos muy lejos, ¡dímelo, dímelo!

— ¡Claro que sí, mi pequeña; claro que sí! Ahora necesito que vayas a descansar, tengo que hacer algunas cosas.

— ¡Pero papá! Dice el médico...

— ¿No me ves mejor, eh?

—Sí, pero...

—Pero nada; ese médico es un tonto. Ahora haz lo que te digo.

La muchacha puso cara de decepción y obedeció a su padre como de costumbre, despidiéndose con otro beso en la frente y haciendo muecas con la nariz, en señal de inconformidad con su orden. Inmediatamente que salió, Gibaros ordenó que le llevaran donde sus hombres. Su mano derecha le llevó a través de algunos túneles hasta llegar a lo que había sido un parqueo subterráneo de autos, donde esperaban unos sesenta de sus soldados que habían acudido tras la noticia de su despertar. Al penetrar en el lugar, un murmullo de aprobación se elevó por encima de las conversaciones y apuestas que hacían entre ellos para pasar el tiempo.

— ¡Escuchen todos! Mañana se pagará el triple de lo acordado a cada uno de ustedes.

Un grito de júbilo estremeció el lugar y entre tanta algarabía nadie pudo escuchar al jefe decirle a su ayudante:

—Llévame rápido de vuelta que me voy a desmayar. Necesito descansar un poco.

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