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Aburrido, aburrido, y… ¿y esto? Ah, sí, aburrido.

No podía pensar en otra cosa, sencillamente. ¿Era necesario que algo tan simple como un discurso se prolongara tanto? A veces me parecía que él lo hacía a propósito. ¿Qué, estaba tratando de romper un récord o algo parecido?

Aburrido, aburrido, mucho más que aburrido.

Digo, cualquiera se siente orgulloso de sus logros, ¿pero por qué repasarlos de la misma manera año tras año? ¿Y por qué hacerlo en la ceremonia de inauguración? Cualquier día con mucho gusto nosotros los estudiantes podíamos reunirnos en el coliseo en vez de ir a clases y oírlo hablar de todas sus proezas por horas y horas, bien provistos de té y galletas. Repito: ¿Eso de verdad era necesario?

Tengo sueño…

A propósito de eso, no había algo que provocara más el sueño que la inspiradora rutina de oratoria de Samuel Anderson, el ilustrísimo, nobilísimo (y todo lo que termine en "ísimo") director del instituto. Anderson era un hombre de unos cincuenta años, calvo y regordete, con una barba incipiente y canosa que por alguna razón nunca afeitaba. Tampoco era como si le fuera a crecer, porque al parecer la había adiestrado a punta de disciplina estricta para quedarse en donde estaba.

Todo el tiempo vestía formal y al posar su par de ojos marrones coronados por el eternamente fruncido entrecejo hacía que cualquiera se derritiese de miedo. Era de esas personas adictas a la disciplina. Bueno, creo que no se puede esperar otra cosa de un ex militar.

Samuel Anderson parecía estar casado con su amado reglamento y serle fiel de por vida. Él mismo había escrito a puño y letra la mayoría de las reglas que eran insignia del internado, así que no había otra cosa de la que se sintiera más orgulloso.

—Y, por último, estudiantes, ¡solo diviértanse!

Eso no podía ser en serio.

¿Qué pensaba, que alguien se creía que estaba deseándoles diversión y buena suerte a sus adorados estudiantes como si viviéramos en un mundo rosa de ponys brillantes y saltarines que dejan rastros de escarcha por donde pasan? Si alguien se creía ese cuento, entonces no conocía Anderson.

Volteé la mirada hacia mis padres, quienes parecían igual de aliviados que yo de que el enciclopédico discurso del director hubiera por fin concluido. Yo trataba de no olvidar que tenía algo qué decirles.

Ellos se encontraban del otro lado del coliseo, en la sección de padres de familia que iban a despedir a sus hijos para un nuevo año escolar. Yo ya llevaba dos años estudiando en ese internado, así que ya conocía cómo era la rutina. Luego de la última frase del discurso, todos dieron por sentado que la ceremonia de inauguración había llegado a su fin, así que padres e hijos se reunieron para la última despedida creando un tumulto no demasiado escandaloso.

Mi madre, como yo ya esperaba, tenía los ojos cristalizados y contenía las lágrimas. No obstante, sonreía. Me gustaba mucho su sonrisa.

—Cuídate mucho, cariño —me dijo, mientras mi padre me alcanzaba mi maleta.

—Mucha suerte, hijo —mi padre estrechó mi hombro con firmeza.

—Estaré bien, no se preocupen —acaricié la mejilla de mi madre como ella solía hacer conmigo cuando yo era pequeño y le regalé una sonrisa reconfortante.

—Sé que estarás bien —me sonrió.

—Pero no hagas drama, mujer, solo estaré estudiando en un internado —bromeé.

—Da igual —respondió—. Hasta ahora no me resigno a tener lejos a mi pequeño.

Su pequeño.

No me molestaba como a otros que mi madre aún me considerara como tal. Supongo que yo ya me había hecho la idea de que, aunque me casara, cumpliera los cuarenta y tuviera veinte hijos, yo seguiría siendo "su pequeño".

—¡Ethan Ashburn! —llamó una voz automática.

Ya estaban llamando lista para ingresar a la ajetreada vida en el internado por un año más. Se me había pasado la hora, pero todavía tenía tiempo.

Vamos, Ethan. Ya es hora, es el momento. Díselos.

—No olvides cuidarte mucho de Anderson, muchacho —mi padre me dedicó un guiño cómplice que me derritió la valentía.

¿Qué pasa? El tiempo se acaba, ¡tienes que decírselos! Has querido decirlo desde hace tiempo, ya te has estado preparando, ahora, ahora, ¡ahora!

—Ya debo irme —les dije, por el contrario.

Ethan, eres un maldito cobarde.

—Adiós, mi niño —susurró mi madre por última vez atrayéndome hacia sí misma.

—Adiós, mamá —dije.

Cinco minutos después estaba sumergido en la marea de adolescentes que ingresaban al edificio reencontrándose luego de todo un verano sin verse. Por doquier se oían murmullos discordes de gente emocionada, o anécdotas que se entremezclaban unas con otras.

No lo hiciste.

No había sido capaz de confesárselo a mis padres. Luego de todo un verano debatiéndome, luego de haber ensayado lo que diría, luego de recibir ánimos y motivaciones… simplemente no me había atrevido.

Ni modo. Tendría que cargar con ello durante un año más. A ver si el año entrante me volvía un poco menos cobarde.

—¡Ethan! —un par de brazos rodearon mi cuello desde mi espalda.

No necesité voltear para saber de quién se trataba.

—Hola, Johanna —sonreí.

Johanna se colgó en mi espalda y yo me arqueé hacia adelante para levantarla del suelo. Ella adoraba que hiciera eso. Algunos comenzaron a mirarnos de reojo, pero no nos dieron mucha importancia, a fin de cuentas.

Luego de haber recorrido unos cuantos pasos, por fin la solté y la deposité de nuevo en el suelo con cuidado. Me di la vuelta para verla.

Johanna lucía tal y como la última vez que la había visto el último día de clases del año anterior. Era una chica muy bajita de piel oscura y fuerte, cabello ondulado de un marrón tan oscuro que parecía negro y ojos pardos que todo el tiempo me miraban como si tuviera un chiste en la cara. Debido a su corta estatura, su contextura era algo gruesa. Era de verdad adorable, siempre me había parecido que ella era como un pequeño hobbit.

Ese día llevaba una camisa jean sobre una camiseta blanca, unos pantalones negros y zapatillas del mismo color.

—¿Y? ¿Se los dijiste? —preguntó sutilmente, desvaneciendo por un momento la sonrisa de su rostro.

Bajé la mirada antes de negar con la cabeza.

—No supe cómo —murmuré.

—Pero dijiste que lo harías, que querías hacerlo…

—Sí, quería hacerlo —confesé, esta vez mirándola a los ojos mientras caminábamos hacia los dormitorios—, pero no… no encontré las palabras.

En serio, no podía. No sabía cómo. No sabía cómo hacer que esa decepción no apareciera en su rostro después de todo lo que había pasado. ¿Cómo podía decirles a mis padres que era gay?

—Descuida —Johanna colocó una mano en mi hombro, estrechándolo con calidez—. Ya lo harás después.

—De verdad quería hacerlo ya, Johanna —me lamenté.

—Podrás hacerlo en cualquier momento, Ethan —sonrió dándome ánimos—. No te preocupes. Yo te ayudaré.

Sonreí.

Mi mirada se posó por unos momentos en el lunar oscuro que tenía en la punta de la nariz.

¿Qué haría sin ella?

—Gracias —le dije.

Yo había conocido a mi pequeña amiga durante mi primer día en el instituto, dos años atrás. Yo era nuevo, ella no lo era. Yo estaba asustado y ella no. Yo necesitaba un amigo… y ella lo fue. Habíamos sido inseparables desde entonces.

Caminamos juntos arrastrando con nosotros nuestras maletas de ruedas, comprobando que todo en el instituto aún seguía como lo habíamos dejado.

—¿Ya averiguaste quién será tu próximo compañero de habitación? —me preguntó Johanna al llegar a los dormitorios de chicos, a donde siempre me acompañaba los primeros días de clases.

—No, y no creo querer averiguarlo —respondí, mirando nerviosamente el pequeño papelito blanco en donde había anotado el número de habitación que nos habían asignado.

—¿Por qué no puedes ser más optimista? —rio ella.

—No lo sé, tal vez no quiero —temblé, desarreglando un poco el cabello azabache de mi nuca.

—Pues tienes que querer. Inténtalo, ¿sí? —sacudió mi cabello, como siempre lo hacía—. Te veo luego, debo ir con las demás chicas antes de que me echen de la manada por convivir tanto contigo.

—Bueno, suerte con tu manada.

—Igual —me sonrió.

Luego dio media vuelta y se alejó.

Tal vez un primer día de clases no fuera lo peor del mundo, pero no podía evitar ponerme muy nervioso cada vez que vivía uno. No era bueno haciendo amigos, era muy retraído, tímido, nervioso, rozando el punto de lo hiperactivo. Y físicamente tampoco me veía como la persona más segura y desafiante del mundo, ya que apenas medía un escaso metro setenta, era bastante delgado (apenas tenía músculos que evidenciaban que era hombre), y andaba todo el tiempo con un tic en la rodilla, que no dejaba de temblar como si no hubiera un mañana.

Ocultaba los ojos azules heredados por mi madre con el lacio cabello negro que me caía sobre la frente. No lo cubría todo, pero varios mechones hacían la función de cortinas que me permitían ocultarme cuando yo quisiera.

O… bueno, por lo menos eso sentía yo.

Ingresé al edificio, dividido como yo ya sabía, por pabellones con respectivas letras y números. Me adentré con toda la firmeza posible en el pabellón "F", tal y como decía el papel. El pabellón estaba vacío por alguna razón, o la gente no había llegado aún, o yo había llegado muy tarde. Yo no solía ser impuntual, pero a veces sí que podía perder la noción del tiempo.

¿Mi nuevo compañero ya estaría en nuestra habitación? ¿Cómo sería él? ¿Sería agradable? ¿Me golpearía? ¿Sería mi amigo? ¿O tan solo me ignoraría por el resto del año?

Ni el hecho de haber cumplido recientemente los diecisiete años me armaba de la madurez suficiente como para afrontar esos pequeños y superfluos problemas como un adulto y no como un pequeño niño tonto.

Mi corazón se detuvo cuando por fin llegué a la habitación número 1, la que estaba al final del pasillo. Esa iba a ser mi habitación por el resto del año.

¿Qué se suponía que debía decir?

"Hola, soy tu nuevo compañero…"

No, muy cliché.

"Hey, soy Ethan y…"

Patético, no sirve.

"Uhm… eh…"

¿En serio?

¿De verdad era tan subnormal como para hacer un drama del simple hecho de presentarme con alguien? ¡Vamos, no podía ser tan difícil! Solo tenía que entrar y ser yo mismo. Listo.

Y así fue como tomé firmemente el picaporte para abrir la puerta, siendo consciente de que, si actuaba como yo mismo, lo arruinaría todo.

Por fin me adentré a mi nuevo destino… topándome con una habitación por completo vacía. Al parecer el nuevo compañero todavía no había llegado.

Suspiré de alivio, y acto seguido recorrí la habitación con la mirada. En realidad, era idéntica a las habitaciones que antes me habían asignado: un cuarto con una sola ventana que daba al jardín, dos closets, y dos camas, separadas por un velador de madera oscura. Había también un pequeño cuarto de baño cerca de la puerta.

Las paredes estaban pintadas de color beige, al igual que casi todas las instalaciones del internado. La verdad es que la primera vez que yo había recorrido el lugar, el beige me había mareado un poco, pero con el pasar del tiempo había llegado a acostumbrarme.

Elegí de inmediato la cama que se ubicaba justo junto a la ventana. Puse mi maleta a los pies de mi cama y me dejé caer de espaldas sobre el blanco colchón. Cerré los ojos, dormitando. Después de todo había sido un largo día y aún faltaba mucho por hacer.

No recuerdo cuánto tiempo estuve así, pero estuve a punto de quedarme dormido. Sin embargo, algo me lo impidió. Fue el sonido de la puerta abriéndose con cuidado, y de una voz que no era la mía invadiendo la habitación.

—¿Hola?

Abrí los ojos de golpe y divisé una figura cerca de la puerta, con una maleta de color azul marino a su lado.

—Ho… hola —titubeé incorporándome torpemente.

—Somos compañeros de habitación, creo —dijo, encogiéndose de hombros y colocando su maleta sobre la cama que estaba más cerca de la puerta.

—S… sí…

Ya que acababa de abrir los ojos, al principio no pude distinguir más que la silueta de aquel personaje, ya que todo lo notaba medio borroso y difuso. Pero no pasó mucho antes de que lograra verlo bien.

Era un chico bastante alto (o por lo menos más alto que yo), de piel clara y figura tonificada, la cual se podría decir que contrastaba mucho con la mía. Tenía una desordenada melena rubia que no parecía haber sido recortada en bastante tiempo y unos profundos ojos color esmeralda. Su manzana de Adán se movía con cada respiración, parecía que hubiera llegado corriendo, aunque se veía bastante calmado. Confuso.

Tenía el aspecto atlético de los típicos chicos populares de las escuelas de niños ricos. Había un aura rodeándolo que advertía a cualquiera que estaba frente a una persona de esa clase, de hecho. Sin embargo, no poseía en la mirada esa arrogancia nata en ese tipo de personas. Se veía bastante agradable, y hasta me atrevería a decir que me parecía algo familiar…

—¿Eres Ashburn? —me preguntó de repente el chico, elevando ligeramente una ceja mientras repasaba una y otra vez lo que debía ser mi nombre escrito en el papelito que sostenía frente a sus ojos.

—¿Ash… Ashburn? Oh, sí, Ashburn, yo… yo soy Ashburn.

—Perfecto. Entonces no me equivoqué de habitación. Llegué, un gusto.

Llegué, un gusto.

Eso no era la primera vez que lo escuchaba. De hecho, había varios detalles en ese chico que me parecía haber visto antes. El lunar de su mandíbula, por ejemplo. Tenía un vago recuerdo de él. Y esa manera de arrugar la nariz… o en la que movía sus dedos en torno a su cinturón…

¿Pero dónde? ¿En dónde podía haber sido?

Después de unos segundos de cavilación, de repente, todo llegó a mi mente, tan de pronto como el chico había entrado a la habitación.

La imagen vívida y clara de un pequeño niño sonriente de bonitos ojos verdes y cabello dorado cual versión masculina de Ricitos de Oro apareció en mi mente. El niño me miraba con complicidad, mostrando esa infantil y blanca dentadura a la que le faltaban los incisivos.

Pero claro, ¿cómo había tardado tanto en darme cuenta? Después de tanto tiempo era…

—¿Will?

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