II

 Córdoba y yo entrevistamos a los padres de la víctima, que estaban muy afectados, como era de esperarse. Lo que nos contaron confirmaba más o menos lo que decían los reportes; Melanie era una muchacha tranquila y estudiosa, cuadro de honor en el cole, no tenía novio que ellos supieran y no se les ocurría quien pudiera ser su enemigo.

 Melanie no consumía drogas, según nos dijeron todos y según confirmaba el examen toxicológico de la sangre. Al parecer fue asesinada en horas de la noche anterior en que fue encontrada cuando venía precisamente de una de las pocas ocasiones en que salía a actividades sociales, en ese caso el cumpleaños de una amiga. Los padres se preocuparon, como era de esperarse, al no verla llegar y alertaron a las autoridades sin que esto sirviera de nada.

 —Sí, efectivamente —nos dijo el orientador, Guido Loaiza, un hombre de casi cuarenta años, con bigote y cabello rizado negro. —Melanie era muy calmada, era inteligente y sensible, no consumía drogas ni alcohol, no le interesaban los novios aunque tenía muchos pretendientes porque era muy bonita. Quería ser doctora… es terrible lo que le pasó.

 —¿Tiene idea de por qué alguien querría matarla? —preguntó Córdoba.

 —No, no, en absoluto. Ella era un verdadero pan de Dios. Pero lastimosamente por acá hay muchas pandillas y ventas de drogas.

 —¿La familia tenía algún enemigo? —pregunté— ¿podría ser una venganza contra el papá o la mamá?

 —No sabría decirle, pero lo dudo, en general son gente muy tranquila que no se mete con nadie.

 —Gracias —dije y nos separamos del orientador quien asintió al lado de un “con mucho gusto” conforme nos dirigíamos fuera de su oficina. Entrevistamos a varios de los compañeros de Melanie, algunos de los cuales (en especial las chicas) tenían evidencia de haber llorado recientemente debido a sus ojos irritados y sus moqueras.

 —Sí, ella era muy relax, no tenía broncas —nos dijo una muchacha negra de cabellos rizados llamada Sharlene, que era atractiva como una modelo.

 —Y no tenía novio, aunque le sobraban los lagartos que andaban detrás de ella —explicó otra, llamada Nicole, de cabello castaño y que usaba maquillaje, tenía un cuerpo inusualmente voluptuoso para la edad, quizás porque tenía algunas libras de más. —Nunca le dio bolas a nadie —continuó— a lo mejor era… ya sabe… tortillita.

 Sharlene la miró como reprendiéndola, pero Nicole solo se encogió de hombros. Noté a otra muchacha, de cabello negro lacio y contextura delgada, que se mantenía silenciosa en un rincón al lado de sus compañeras, cabizbaja y mirando de reojo. Tenía un rostro alargado de barbilla partida y pómulos prominentes que encuadraban unos ojos claros.

 —¿Y vos? —le pregunté— ¿Qué podés decirnos de todo esto?

 —No sé nada —respondió como molesta por haber sido interpelada y se abrazó a si misma—, lo que ya le dijeron —añadió cuando la escruté con la mirada—, era calmada… no se metía con nadie.

 Tras entrevistar a unos cuantos docentes y colegiales más partimos del centro educativo montándonos a nuestro vehículo parqueado al lado de la acera. Cuando encendí el motor un par de dedos golpearon la ventanilla suavemente.

 —¿Sí? —pregunté bajándola, a las afueras estaba un hombre de contextura delgada de unos veinte años, de anteojos y que tenía el pelo largo castaño sostenido en una cola. Vestía una camisa de tipo polo y un pantalón de mezclilla.

 —Ustedes son agentes del OIJ ¿verdad?

 —Sí, señor.

 —No saben las cosas que pasan aquí… —agregó con tono entre preocupado e indignado.

 —¿Gusta ilustrarnos?

 Salimos del vehículo para hablar con él, se identificó como Alberto Corea, coordinador de la pastoral juvenil local y trabajador de una ONG centroamericana a favor de los niños de la calle.

 —Explotación sexual infantil —declaró. —He viajado por toda Centroamérica combatiendo ese flagelo. Acá hay una red de proxenetas y clientes que se acuestan con menores de esta comunidad y las enrolan para la prostitución. He luchado contra eso por años… incluso a costa de que me tengan amenazado de muerte.

 —Es lamentable escuchar eso —aseguró Córdoba—, pero ¿por qué no ha acudido a las autoridades?

 Corea se rió.

 —Ya lo hice. He puesto varias denuncias ante el PANI y el OIJ y no pasa nada. Creo que tienen compradas a las autoridades. Espero, por Dios que está en los cielos, que ustedes dos sean diferentes.

 —¿Cree que la reciente muerte de la joven está relacionada con eso? —preguntó Córdoba.

 —¡Por supuesto! Conocí a Melanie, asistía a mi iglesia. Estoy seguro que intentaron enrolarla. Seguro es el castigo por haberse negado.

 —¿Tiene idea de quien lidera esa red?

 —Un vendedor de droga apodado el “Coco” Segura, principal narco local.

 —Investigaremos, gracias por la información —dije estrechando la mano del sujeto y de inmediato Córdoba y yo nos introdujimos al vehículo.

—¿Sólo eso vas a comer? —le pregunté a Córdoba al tiempo que ambos almorzábamos juntos en una soda de las cercanías. Mientras yo me deleitaba con una grasosa hamburguesa acompañada de papas y coca-cola ella consumía una discreta ensalada y café sin azúcar.

 —Estoy a dieta.

 —Ah, comprendo. ¿Cuánto tenés de trabajar en el OIJ?

 —Año y medio. Justo entré unos meses después de que usted se fue. Se hablaba mucho de usted, tiene toda una reputación.

 —¿Qué clase de reputación?

 —Por un lado que cuando trabajó en la sección de Delitos Sexuales y luego en la de Homicidios tenías el mejor récord de resolución de casos de todo el Organismo. Por otro me dijeron que tenía fama de ligarse a todas las novatas que llegaban y que tuviera cuidado si lo conocía.

 —Si supieran que ya te había ligado…

 Córdoba sonrió y bajó la mirada, sorbió algo de café y dijo:

 —Fue un bonito fin de semana. Yo tenía como veinte años en ese entonces.

 —Estabas muy familiarizada con el sadomasoquismo para ser tan joven.

 —Empecé a los dieciséis con un novio que tuve que era como seis años mayor.

 —¡Ya veo! Te educó bien. Vos sos criminóloga ¿verdad?

 —Sí, y tengo estudios en Seguridad Informática y en Narcotráfico que tomé en Colombia (de donde es mi papá) y Estados Unidos.

 —Pues yo saqué las licenciaturas en psicología y criminología en la UCR, pero tengo una maestría en psicología criminal de la Universidad de Berlín.

 —¿Estudió en Alemania? ¡Osea que habla alemán!

 —Hablo cuatro idiomas.

 —¿Y qué aprendió en Alemania?

 —Aprendí a ser aún más freudiano de lo que ya era…

 —¿Y piensa sacar un doctorado?

 —Probablemente.

 —Escuché que el Poder Judicial está becando funcionarios judiciales para que estudien doctorados en la Universidad de Harvard. Sin duda, alguien con tus atestados calificaría.

 —Gracias, pero dudo que lo aprueben tratándose de mí…

 —¿¡Por qué!?

 —Digamos que nunca debí seducir a la hija de un magistrado…

 —¡Ay por Dios! —dijo golpeándose la frente con la palma de la mano. —¿Es por eso que nunca le han ascendido? Un tipo con sus títulos y su rendimiento debería tener algún rimbombante puesto en la jerarquía judicial.

 —De todas maneras me gusta mucho más el trabajo de campo.

 —Bueno, volvamos al caso, ¿cómo lo ve?

 —¡Complicado! Hubiera sospechado de motivaciones sexuales, pero fuera de que no fue violada, el ensañamiento con el cadáver denotan una ira dramática.

 —¿Qué piensa de lo que nos dijo el tipo de la pastoral? —me preguntó Córdoba.

 —Si lo de la prostitución infantil es cierto…

 —Explotación sexual infantil —me corrigió ella automáticamente.

 —…entonces es un posible móvil para el homicidio, pero deberemos confirmarlo. Quiero que investigues todo lo posible sobre el tal “Coco” Segura mañana —dije girándole la primera “orden”, ya que soy oficial de investigación y Córdoba es investigadora 2, así que en teoría es mi subalterna, aunque en la práctica he aprendido que entre compañeros esa jerarquía se difumina.

 —Así lo haré.

 —Yo por mi parte sondearé con el PANI y con las autoridades del MEP a ver si han escuchado algo sobre eso. También sondearé a la gente de Trata.

 —Me parece muy bien.

 Terminamos de comer y fuimos a pagar. La noche ya había caído en toda esa comunidad y mientras conducía el carro para ir a dejar a Córdoba a su casa y luego llegar a la mía casi atropellamos a una persona que cruzó la calle intempestivamente. Parecía ser una trabajadora sexual de largo cabello negro rizado, tacones altos, un bolso color baige y una falda naranja muy ajustada. Le toqué el pito como haciéndole un reclamo y ella nos miró por entre las hebras de grueso cabello que le nublaban el rostro con una intensidad que me recordó a un animal salvaje acorralado. Prosiguió su camino poco después y se ubicó en una esquina a esperar clientes.

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