Capítulo 2

La mansión era encantadora, elegante y no tan lujosa como había esperado, pero eso está bien, se sentía como un verdadero hogar. Cálido. Y no algo para vender a los invitados.

Sanya era una mujer mayor vestida con un uniforme, bastante amable y muy dulce. Beatriz desapareció con la excusa de “yo-no-sé-qué” y lo agradecí. El español de Sanya no era tan fluido como el de los hermanos Galger, pero ella era tan educada y sonriente que eso dejó de importar. Nos llevó hasta nuestras habitaciones, ambas continuas, Marco ingresó acompañado por la mujer que quería mostrarle cómo funcionaba el termóstato de la habitación.

Yo fui hacia la otra puerta, el señor Galger me seguía.

—Espero que sea de su agrado.

La habitación era como para la realeza, tenía una cama que lucía hecha por los dioses, las paredes estaban pintadas de blanco con delicados diseños dorados que parecían oro, había muebles de madera condenadamente bellos y una gran ventana que te hacía sentir el corazón en la garganta.

Quería que esta fuera mi habitación por siempre.

—Sé cuán cuidada es la única hija de Frederick Robinson —dijo Tomas—, es por eso que me tomé la libertad de hacer que personalizaran esta habitación para ti, me gusta que mis invitados se sientan a gusto.

Cuando lo miré estaba observando la habitación también.

—Es la primera persona que se toma ese tipo de molestias —murmuré—. Me hacen parecer una caprichosa de lo peor.

Su rostro se contrajo en una mueca evidente.

—No quise ofenderla, señorita.

—Lo sé, no se preocupe —mis tacones hacían eco con cada paso que daba—. De todas formas, no me avergüenza tener todo lo que quiero con el chasquido de mis dedos. No cuando puedo utilizar ese tipo de poder de otras formas —sopesé, pensando en la atención que recibían mis campañas—. También me hace alguien difícil de complacer.

Cuando volví mi mirada hacia el señor Galger, asintió.

—Inalcanzable —concordó.

—Así es —sonreí.

Sanya apareció en la puerta un segundo después poniéndose a mi servicio.

—Discúlpeme otra vez si la ofendí de algún modo, créame cuando le digo que no era para nada mi propósito —aseguró suspirando—. Ahora la dejaré descansar un poco, nos vemos en la cena, señorita Robinson —se despidió dejándome a solas con Sanya.

Aproveché nuestra privacidad preguntándole si era normal que cenaran tan tarde en la casa de los Galger, Sanya lo negó con emoción, me dijo que solo atrasaron la cena por nuestra llegada, pero que generalmente cenaban a eso de las siete u ocho.

Me sentí un poco apenada, debían estar muriendo de hambre, ahora entendía un poco más el humor de Beatriz.

Lo primero que decidí hacer comenzar a alistar mis cosas fuera de la maleta, Jesús apareció poco después con ellas. El hombre pronto tomó un lugar dentro de la habitación mientras que Sanya junto con otra mujer del servicio acomodaban mi ropa en el gran closet siguiendo mis instrucciones.  Las dejé cuando pensé que lo manejarían bien solas y yo fui a prepararme un baño, sentía la piel pegajosa. El baño, como la habitación, me dejó sin respiración, me apresuré a cerrar la puerta para comenzar a hacer fotos, se las enviaría a mi asistente para que planificara la remodelación en Voutere.

El olor a manzana de los jabones de espuma era embriagador, me froté con ellos todo el cuerpo asegurándome de quedar tan limpia como podía. Revisaba algunos artículos que hablaban sobre mi publicación en contra de los maltratos que estaban sufriendo los animales en el parque local cuando golpes en la puerta me interrumpieron.

—Señorita, la cena será servida en pocos minutos —era Sanya—. Le daremos privacidad para vestirse, luego continuaremos con su closet.

—Gracias, Sanya —hablé alto saliéndome de la tina.

Había logrado relajarme lo suficiente para soportar una cena de negocios.

Salí y encontré la habitación vacía, fui hasta la ropa que ya estaba en ganchos e intenté decidir que era apropiado.

Tomé un enterizo color melón, apliqué un poco de maquillaje solo para no parecer descuidada. Sequé mi cabello con el secador, no tardé demasiado el lograr mi cometido, mi cabello apenas llega a mis hombros. Por ultimo me recoloqué los tacones color piel que había tenido puesto.

Afuera junto a la puerta encontré a Jesús, le sonreí mientras tocaba la puerta de mi hermano.

—El señor Robinson ya ha bajado, señorita —informó mi guardaespaldas.

—Gran caballero, ¿cierto? —el hombre sonrió por mi broma—. ¿Vamos?

—Por supuesto.

Jesús me ofreció su brazo y me guió a través de la gran mansión hasta que llegamos al comedor. Un realmente bello comedor.

Nota mental: Preguntar por el decorador.

—Buenas noches —carraspeé desde la entrada donde Jesús se había detenido. Me solté de su brazo con delicadeza agradeciendo su amabilidad antes de mirar hacia la mesa.

El señor Tomas se había puesto de pie —todo un caballero—, mi hermano al ver su acción lo imitó —sin dudas un caballero en todo su esplendor— y Beatriz —la detestable bruja— solo me miró.

—Buenas noches, señorita Verona —correspondió el señor Galger.

Caminé hasta el asiento junto a mi hermano, allí Tomas me esperaba con la intención de ayudarme con la silla, algo de lo que nunca había sido espectadora.

—Gracias —murmuré.

—Es un gusto.

Miré a mi hermano con la mejor expresión de: “Gracias por esperarme, inútil”.

Beatriz colocó su copa en la mesa ruidosamente, su expresión era amarga.

—¿Qué la trajo por acá, señorita Robinson? —preguntó con una sonrisa tan falsa como mis uñas.

Ella también se había cambiado para cenar, excesivamente elegante y repleta de diamantes.  Aún no descifraba qué era lo que quería demostrar.

Sonreí.

—Me sentía intrigada por este lugar —mentí.

—¿Ahora así le dicen cuando rompes con tu novio? —enarcó su ceja muy bien depilada.

Ahora ella sonreía. Me había puesto en evidencia.

—Beatriz —tosió su hermano, la veía molesto por su atrevimiento.

Perra.

—Las noticias corren rápido —me encogí de hombros—, o mejor dicho, los lloriqueos de un niño que no consiguió lo que quería.

Quienes servían la cena lo hicieron con experiencia y en silencio, mi hermano me miraba de reojo.

—¿Y qué quería es lo que quería el niño? —cuestionó con gracia.

Debía admitirlo, ella tenía la lengua afilada, pero yo también.

—Dígamelo usted, al parecer está más informada que yo.

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