La sonrisa de Valentina
La sonrisa de Valentina
Por: Lobo
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     Si te detienes solo un minuto a ver la vida, de lejos encontramos siempre lo mismo, en el etéreo marco de la realidad, la denigrante verdad del ser, y su belleza están inherentemente unidas, este axioma se aplica igual a una persona que una ciudad, donde solo parpadear vemos a al desconocido que dolido por las llagas del tiempo libera su asiento y con tozuda amabilidad prefiere sufrir en pie y ceder el lugar a la anciana en el transporte, que al petulante adolescente que en alarde empuja a al mendigo solo para anunciar con arrogancia su impunidad, mientras él resiste con heroica paciencia el insulto, donde estés, donde mires, incluso al espejo encontraras esta ambigua realidad, y por eso en un falso pero cómodo hábitat creamos zonas de confort, donde sentimos esa ficticia seguridad; somos las vergonzosas víctimas del mundo, y de nuevo, el efecto no es privativo, la regla se aplica igual a uno que miles o millones.

     En esta ciudad no es la excepción, en un estéril intento de tranquilidad se dividen las zonas de “tolerancia”, segregando en apariencia a los demonios a espacios ocultos a la vista, que por cotidiana familiaridad simplemente los ignoramos y viendo sin ver los sobrepasamos. Así nos deslindamos, creemos que, separando la corrupta vida del libertinaje, del correcto y limitado lineamiento moral, creyendo con fe religiosa que estaremos a salvo, por eso desdeñamos a un rincón invisible la pobreza y humildad, dejando expuesto solo aquello que necesitamos de ellos, desangrando la virtud, cubriendo la lóbrega totalidad del verdadero ser.

     Así llegamos a este hoy, donde escondido en la penumbra de las farolas, en esta noche lluviosa que llevó al termómetro a niveles alarmantemente bajos, encontramos este centro de anarquía, que alberga en él la miseria humana, cobijando a su adentro el ambiguo paradigma donde el “yin” no ha de sobrevivir sin el “yan”, y que por no tener mejor apelativo simplemente le llamamos “bar”. Ahí solo a unos metros, vemos estas parias que en el mejor de los casos nombramos con el indulgente peyorativo de prostitutas, que esperan en vano soportando bajo el escozor del frio que sobrellevan apenas vestidas, pues su mercancía siempre depende de la ansiosa mirada de lascivia, pero la gélida opacidad en la calle es suficiente para que los clientes prefieran dormir solos, que buscarse una aventura fácil, donde el límite de la felicidad esta solo definido por la cartera.

     Así ellas, se contonean en vulgares ademanes a todo transeúnte buscando al menos una mirada de interés, donde una leve sonrisa sea el detonante para que varias se acerquen enseñando en voluptuosos ademanes sus cuerpos, que con sutiles y románticas contorsiones prometían cumplir sumisas la más extravagante fantasía erótica, mientras el comprador engolosinado miraba seleccionando cuál de ellas podría satisfacerlo enteramente, como es para el comercio siempre el más necesitado por lograr una venta, se adelanta Perla con la sonrisa infantil abriendo el escote y permitiendo al cliente ver sus pechos, prometiendo un viaje celestial de placer.

     Pero de alguna manera y sin importar cuan bien lo oculte el usuario, siempre encuentra a la más débil y pasa de ella, si, Perla está enferma y el cliente prefirió a otra que, a pesar de ser evidente su madures estaba erguida y en plenitud de salud, dispuesta bajo cualquier circunstancia.

     Derrotada y avergonzada, Perla solo puede retirarse lentamente hacia atrás jadeando y cubriéndose tanto como puede, para no empeorar, mientras ve irse la oportunidad, cuando Dulce aborda el automóvil, que con una lejana mirada de tristeza por un segundo le implora perdón, porque ella también necesita con urgencia el trabajo, y que Perla responde tapándose la boca con una escueta bufanda, deseándole suerte, pues este cliente al parecer podría ser de aquellos que dan propina. Así agazapada en un rincón, regresa al acecho esperando el siguiente transeúnte, mientras escucha con atención rastreando el eco del siseó de los automóviles esperando que alguno redujera la velocidad, pues era la señal inequívoca de que se aproximaba un consumidor, medio dormida temblando por la calentura, de lejos apenas oía a sus compañeras como en medio de chanzas presumían sin pudor la satisfacción que algún cliente le habría dado y encima le pagó, en acopio en una apenas de pie escuchó como un automóvil disminuía la velocidad, y en un golpe de adrenalina levantó la vista en medio de una gran sonrisa, mientras se erguía descubría con eróticas contorsiones el pecho, avanzando sin miramientos al objetivo.

—¡Perla!

     Si era su nombre, pero lo que fuera sería menos importante que lograr afianzar su venta.

—¡Hola cariño!, ¿buscas amor…?

     En ese momento una mano gélida la tomó del antebrazo y oscamente le dio un tirón.

—¿Qué te pasa? —le recriminó una voz que por la atrofia en los sentidos no supo reconocer —si apenas y te sostienes en pie, te dije que me esperaras.

     Al verla de frente finalmente encontró sentido, y cubriéndose caminó a un lado buscando algo para afianzarse, pues su precario equilibrio no era suficiente para eludir la turba de mujeres, qué igual que ellas se abalanzaron al coche que frenaba lentamente, y que en medio de un balbuceo decidía si quedarse o refugiarse al calor de su solitaria almohada.

—¡Candy!

—Te dije que este cliente era de los rápidos.

—Necesito el dinero…, el dinero…, Candy.

     Ahora más centrada, pudo ver con claridad, a prácticamente su única amiga, la joven que la miraba con lástima, pero con la chispeante felicidad de siempre, la abrazó y rápidamente la cubrió con una gruesa chamarra; con una suave parsimonia lentamente la guio al bar, donde por descontado tenían acceso libre siempre que pagaran la cuota cuando salían acompañadas.

—¡Carajo! —reclamó Candy mientras sostenía a tropezones a su amiga —¡pesas mucho!, si no puedes ni sostenerte, ¿cómo piensas en trabajar?

—Beto está muy mal —reclamó mientras bajaba la cabeza con tristeza —necesito medicinas.

     Una sonrisa sorprendida y sarcástica explotó en Candy, que con alegría extrajo de la nada una pequeña bolsa de plástico y la sacudió frente a Perla.

—Si lo sé —respondió riendo —mira aquí están —reclamó a su amiga al tiempo que extraía de la bolsa varios frascos —además te traje también para ti el tratamiento para adultos —y con exacerbada alegría rebuscó con furia —y remedio para el dolor y calentura —remató señalando a su amiga con el índice mientras sostenía las cajas de medicamentos frente a Perla —para adulto y pediátrico.

     Perla que no podía creer lo que pasaba respiraba sofocada boquiabierta, tratando de discernir si era verdad o estaba a punto de despertar de un plácido sueño.

—Pero, ¿cómo? —respondió entre cortada arrebatando las pócimas —estas son medicinas muy caras.

—Bueno, si un poco —respondió Candy con indiferencia mientras se tomaba asiento aun lado de Perla —pero son los genéricos, así que, no es para tanto.

     Perla que no daba crédito lentamente bajó la cabeza en un largo sollozo, estirando la mano con pesadez contemplando en idolatría las cajas y frascos que Candy sostenía.

—No puedo —gimió sumisa mientras empuñaba lentamente la pequeña bolsa —no puedo pagártelo, ¡Candy!, a penas y atiendo un servicio cada noche —respondió a siseos mientras se acurruca abrazándose a sí misma en un lastimero llanto —como te lo voy a pagar.

—¡Eres una pendeja! —respondió mientras se erguía indignada —y, ¿quién carajos te lo está cobrando?

—Pero….

—¡Ya! —grito de nuevo encrespada, abrazándola con ternura—aquí tu eres lo más parecido a mi familia, y si algo le pasa a Beto no me lo voy a perdonar.

—Can…

—Cállate o me vas a hacer enojar.

     Interrumpió con la triste elocuencia de una madre mientras le apretaba un poco más, envueltas en un fino paño de femenina solidaridad ambas se dejaron ser, en ese pequeño instante encontraron la felicidad de una vida, y el valor de seguir.

—Bien —dijo Perla levantándose ligeramente —el medicamento no va a funcionar si me quedo.

     Y con el aire ufano del triunfo se incorporó rápidamente, mientras sujetaba la pequeña bolsa y buscaba la mirada de Candy, sin más aviso que una ligera palidez cerro los ojos dando un paso atrás, al verlo rápidamente Candy se apropió de ella tomándola del brazo y sujetándola, y así como empezó se fue; Perla asiéndose tan fuerte como podía de Candy sonrió.

—Perla, ¿estás bien?

    Pero ella envuelta en la bruma, ligeramente mareada todavía, daba tumbos en parpadeos rápidos.

—Si bien, no pasa nada.

—¿Segura?

—¡Si!, uf —exclamo mientras retomaba la vertical y el control de si —tengo que irme.

     En ese momento como si fuera una sorpresa Candy la soltó del brazo y en una chispeante mirada le sonrió, y en un acto reflejo tomó su pequeño bolso de mano.

—Espera —reclamó mientras con frenética pasión registraba el interior —no vas a poder sobrevivir así —insistió mientras extraía del interior una pequeña cartera en un estridente rosa —aquí está, te junté algo, no es mucho, pero si lo usas bien puedes descansar un par de días.

Remató mientras depositaba unos pocos billetes sobre la palma de Perla.

—¡No! —gritó Perla sujetando los billetes y tratando de devolverlos —en serio no puedo ya es demasiado.

—¡Con un carajo! —gritó Candy con desesperación —¡¿ya te viste?! —decía al tiempo que señalaba a Perla con ambas manos —¡apenas y te sostienes de pie!, ¿qué te piensas que le va a pasar a Beto si te hospitalizan?, ¿o peor si te mu…? —reclamó Candy apretando la mandíbula atragantando una lágrima —yo no soy su mamá no voy a saber cuidarlo.

     Perla asustada respiraba a jadeos, mientras lentamente y con vergüenza se estiraba para alcanzar los billetes, su mano amoratada, fría y temblorosa lentamente se sujetó entre dos dedos aquella fortuna, rápidamente los guardó mientras sin recato, dejaba caer una tupida lluvia de desconsoladas lágrimas, por un segundo en medio de la penumbra de sus ojos pudo contemplar a la pequeña Candy que la miraba feliz, después se abalanzó a ella y la abrazó con tanta fuerza que en medio de una carcajada estuvieron a punto de caerse.

—¡Gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!, ¡gracias!, ¡gracias! —se escuchó en un susurro lastimero gritar a Perla, que apretó a punto de sofocar —¡te lo voy a pagar te lo juro!, ¡te lo juro!, ¡te lo juro!

—Me vas a asfixiar —reclamó su amiga que en una potente exhalación le daba pequeños puñetazos a la espalda —suéltame, no exageres.

     Al comprender que en verdad era cierto, no tardo en percatarse que prácticamente la estaba cargando en el aire, Perla la soltó lentamente, apartándose y sin dejar de llorar la sujetó con ternura de la cara con ambas manos.

—¡Gracias!

     Su amiga que en realidad no esperaba tan efusiva reacción, la miró con alegría, respirando con prisa se detuvo en sus ojos y como ella lentamente la tomó de la cara con ambas manos y sonrió feliz.

—Estúpida me vas a hacer llorar.

     Perla lentamente la soltó al tiempo que en manso respeto bajaba la cabeza.

—No sé cómo, pero te lo juro que lo voy a pagar.

—Yo sé que sí.

     Sin palabras y con nada más que una mirada al interior de su alma fue suficiente, eso selló el contrato, sin importar que, en adelante Perla pensaría en auto sacrificio antes que traicionar a su amiga; sabiéndose la elegida por su única amiga, se irguió con adusta rectitud y tomó su bolso de mano y salió, dejando atrás a Candy que con una sonrisa la liberó.

     Ahora sola parada en el umbral del mugriento bar en la glacial noche, Candy mira a lo lejos la soledad del callejón por donde Perla se perdió, está realmente cansada, puede sentir el ardor del frio en las mejillas, y sin recriminación se recuerda que el poco dinero que tenía se lo acaba de dar a Perla. Así que al menos necesita atender un servicio más si quiere desayunar, y el momento llegó, ha de tomar una selección tan pequeña, que vista de cerca es insignificante, tan intrascendente que no la vemos, pero es una decisión de vida, donde ese instante lo cambia todo, y por un millonésimo de segundo a de preferir ir a descansar para reponerse acosta de su estómago.

     Oculto tras el estridente átono de la música al interior del bar, un rasposo, ligero sisear amorfo y sordo que en repique lejano le llama, y si, no lejos un hombre robusto lentamente barre sin afán la acera tras luz; el parpadeante anuncio de una tienda de conveniencia, en una brumosa reminiscencia Candy recuerda haber escondido un billete para su pasaje, que bien no le hace falta pues en realidad puede irse caminando, sin embargo a veces el cansancio y la soledad de la noche superaban por mucho la distancia, la retentiva imperturbable del acuerdo tácito entre la tienda de conveniencia y el contexto, donde ambos podían convivir mientras uno no atentara al otro; mantenían una relación simbiótica, donde la tienda era un oasis para reposta y el bar centro de perdición.

     Y no era raro que algún desdeñado amante o quizá un abrumado joven rebasado por el ambiente del bar, necesitaran de un tranquilo lugar para restablecerse y encontraran consuelo ahí, sobre todo, las chicas compañeras en profesión de Candy, buscaran alivio y descanso mientras tomaban cualquier aperitivo, que en incongruencia a la zona había pocos que solicitaran algún tipo de substancia lúdica más allá de un café o cigarrillos, con la ventaja adicional de contar hacia el interior con una pequeña zona con mesa bancos, y que como en el acuerdo al exterior no se usaba para negocios, era enteramente un sitio de reposo, la única condición para su uso era consumir en el local.

     Candy tenía apenas lo suficiente, decidió sin pensar y espontáneamente impulsada por la promesa de alivio para sus piernas, se aproximó a paso rápido rebasando con indolente indiferencia al robusto hombre que barría la acera, y sin más acudió a la barra donde en auto servicio los comensales se servían al gusto el café de su preferencia poniendo a su alcance un festín de fragantes aditivos, lo cual fue suficiente, el perfume del vapor para sentir la plácida sensación de confort, después y sin prisa de que la sentencia del alivio llegó rebuscó entre los pequeños bolsillos en su saco que a manera de corsé levantaba el busto haciendo su belleza erótica inocencia, que a la huraña dependiente no le impactaba más allá, pues a sus ojos no era más que otra mujerzuela que podría destruir una familia sin otra preocupación que recibir su pago completo.

     De sobra acostumbrada al escrutinio y desaprobación, Candy se limita pagar, agradeciendo en retórica costumbre, ya tranquila y otra preocupación que sentarse a disfrutar de la aromática infusión, buscó sin afán, encontrando una mesa limpia en colorido rojo y azul junto al gran vitral que daba a la calle, sin prisa puso la taza frente a ella, disolviendo lentamente los saborizantes que suavizaban el sabor fuerte y amargo. Así llego la catarsis, y con lenta parsimonia se dejó llevar, en una natural sensación de placidez, se recargó en la mesa descansando la mejilla sobré la mano permitiendo que la felicidad la llenara, perdiendo su mirada en un limbo, primero recordó a su amiga Perla y su pequeño, que al menos ese día estarían junto uno del otro.

     Después se recordó a sí misma, dejándose llevar a la fantasía donde ella saldría de aquella pútrida oscuridad, en una vida donde ella era una simple mujer que no necesitaba de la denigración para comer, perdida en la ensoñación y sin darse cuenta en un efímero instante, su mirada se cruzó a la del robusto hombre, que cansado y con fastidio se detuvo por un segundo, solo para inmediatamente regresar a lo suyo, para de nuevo fundirse al contexto, dejando a Candy libre en revivir la ilusión de una vida sencilla y limpia. Sin darse cuenta que eso ya lo tenía, cansada y casi al finalizar su pequeña taza de café miró el fondo casi vacío, y decidió alargar tanto como pudiera el placer de la muy dulce bebida, asiéndola a un lado y encorvándose hacia atrás se hizo a la quimera de prolongar por horas el fútil placer de ese momento.

—Candy.

     Se escuchó una voz varonil y profunda que la llamó, que en un primer instante no supo ubicar, pero que rápidamente se personalizó en un joven rollizo de facciones toscas, su mirada perdida y su vestimenta improvisada e indefinida, combinaba zapatos tenis, pantalón de mezclilla, con un formal saco y corbata, donde quizá de ser un poco más delgado hubiera sido menos grotesco, incluso si tan solo usara su talla podría llegar a ser estético, bien su bizarra apariencia deslucía, su mirada inocente que rayaba en lo infantil, causó en Candy una sonrisa empática.

—Te he dicho que esta zona es para descanso, aquí no hago negocios.

     El chico sobradamente apenado bajó la cabeza mientras a traspiés tartamudeo en un siseo algo similar a una respuesta.

—Perdón —se quejó —pero ya tengo esperando mucho tiempo allá —dijo mientras señalaba con la cabeza la puerta del bar —solo quería saber si todavía trabajarás esta noche.

     Candy levantó la cabeza negando con ligereza al tiempo que sonreía con indiferencia, después con aire ufano se dirigió al joven que inquieto se mecía sin moverse de su lugar en suave vaivén.

—En realidad ya me iba a descansar —mentira, ella en realidad deseaba un cliente rápido para tener lo menos algo para comida, pero la sonrisa impasible de fastidio, hicieron creíble la actuación —en realidad creo que ya me voy.

     El chico exaltado rápidamente se interpuso al paso de ella impidiendo que se levantara de la mesa, y con evidente desesperación saco de su bolso una pequeña cartera, que empezó a escudriñar con ansia.

—¡No! —dijo al tiempo que sacudía su mano frente a ella —mira hoy acabo de cobrar, te puedo dar una buena propina.

     Ella sentada viéndolo de perfil seria, sin demostrar mayor interés resistía una sonrisa de ambición y triunfo, mientras daba el sorbo al vaso de unicel que prácticamente ya estaba vacío, y con petulancia lo miró de reojo, negando de nuevo con la cabeza.

—Bien —respondió adusta —espérame allá —dijo señalando con el índice el bar —aquí no puedo hacer negocios.

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