CAPÍTULO II LAS LÁGRIMAS DEL GUERRERO (I)

Germania Magna, provincia del Imperio Romano, año 15 D.C., siglo I.

 El joven Dr. Tony Edwards jamás, ni en sus más salvajes sueños, imaginó el giro que daría su vida algún día. Era un científico y, como tal, se había abocado siempre a la vida académica, intelectual y consagrada a la ciencia.

 Pero ahora se encontraba en una situación realmente insólita: reducido a la esclavitud en un campamento romano antiguo. Había sido capturado unos días antes gracias a la máquina del tiempo que ahora se arrepentía de haber inventado, y tras una tremenda paliza que lo dejó lleno de hematomas fue torturado para extraerle información. Los romanos se cansaron de que no pudiera contestar a ninguna de sus preguntas coherentemente ni en un latín bien pronunciado. De todas formas no le hubieran creído de haberles dicho la verdad (que era un visitante del futuro) así que solo lo azotaron y lo enviaron con los demás esclavos.

 Y allí estaba, dos días después; vestido con harapos y con un insoportable dolor en la espalda producto de los azotes. Un dolor que jamás había experimentado en su vida, pero similar a las magulladuras que le habían dejado los puñetazos y patadas de los romanos días antes. Trabajaba bajo el látigo de un capataz junto a otros esclavos construyendo lo que parecía ser una torre vigía en el campamento romano, mientras maldecía su existencia pensando que le esperaba una amarga vida de esclavo.

 El cónsul Publio Quintilio Varo, gobernador romano de Germania Magna, era un militar y político de carrera. Un hombre alto y de edad madura, que había comenzado a perder el cabello. Caminaba con ropas abrigadas pero sin descuidar el uniforme al lado de algunos de sus oficiales mientras giraba indicaciones.

 —Este territorio debe ser romanizado cuanto antes —decía Varo— como hicimos con los primos de estos bárbaros, los galos.

 —Pero señor —le decía su oficial Casio— nuestro control sobre esta tierra es casi nominal. Estamos rodeados de tribus rebeldes y aliados inseguros. A su predecesor le costó muy caro reprimir la revuelta de los marcómanos liderados por su rey Marbod.

  —Ah sí, Marbod… maldito cacique engreído, recibirá su merecido algún día. Pero por ahora debemos enfocarnos en convertir a estas gentes primitivas en súbditos apropiados de Roma con mucha más razón. Envía de inmediato colectores de impuestos a todas las aldeas y comiencen a imponer el culto al Emperador y a los dioses romanos.

 —Mi señor —trató de insistir Casio con rostro preocupado— esas acciones no son las más prudentes en este momento tan delicado. La región no está bien apaciguada y estos pueblos son más feroces que los galos…

 —Tengo un as bajo la manga; mi viejo amigo Arminio.

 —¿Arminio?

 —Es un germano de la tribu de los queruscos, enemigo del rebelde Marbod y aliado de Roma. Es ciudadano romano y fue soldado auxiliar en la caballería romana. Un equite.

 —¿Es de confianza?

 —Por supuesto. De mi entera confianza. Luché a su lado en la guerra de Panonia. Es como un hijo para mí. Ahora vaya a cumplir mis órdenes.

 —Sí, señor.

 Tras esto Varo ordenó que le llevaran a su tienda una atractiva y joven esclava bárbara que servía agua a las tropas, y se retiró en el interior de la misma.

 Tony y los demás esclavos terminaron labores y los capataces les suministraron agua y comida. No era la mejor pero estaba tan cansado que la saboreaba. Tras su agotadora jornada solo deseaba dormir, aunque tuviera que hacerlo sobre el duro suelo.

 Ya avanzada la tarde llegó en su caballo Arminio acompañado de dos hombres de confianza. Era un germano imponente de gran altura y notable musculatura. Tenía el cabello rubio y una larga barba, así como penetrantes ojos azules.

 Los subalternos informaron a Varo de la llegada. El cónsul romano salió de su tienda en paños menores y poco después la joven esclava bárbara fue expulsada bruscamente y semidesnuda. Arminio pareció ignorar esto manteniendo la cordialidad y la sonrisa frente a Varo. Lo saludó efusivamente y aunque Tony no podía escuchar lo que decían parecía que conversaban como amigos. Sin embargo, cuando Varo se dio media vuelta para entrar a la tienda seguido de Arminio y sus hombres, Tony pareció notar una mirada de ira e indignación en los ojos del guerrero nórdico cuando Varo no lo miraba.

 Tras conferenciar algunas horas los bárbaros partieron tras despedirse con la misma cordialidad de los romanos. La noche llegó al campamento y Tony, el ahora esclavo, se acomodó como pudo en el frío y enlodado suelo y se cobijo con los andrajos que le habían dado para tal efecto pensando si sus colegas la estarían pasando igual de mal.

 En realidad los colegas de Tony, Saki Takamura y el Dr. Krass, la estaban pasando muy bien.

 En la aldea de la tribu querusca se realizaba una gran fiesta. Regordetas germanas asaban enormes jabalíes salvajes ensebados en gigantescas fogatas que adosaban sabrosamente. Los niños jugaban a que eran guerreros combatiendo romanos, un alegre grupo de hombres y mujeres de todas las edades bailaban en círculo y se repartía licorosa hidromiel y cerveza entre todos los participantes. Saki misma participaba de la danza en círculo y se veía muy feliz. El Dr. Krass era mucho más mesurado y se mantenía sentado en un viejo tronco raído que yacía sobre el suelo. Ambos vestían ropas propias de la época que les habían sido regaladas por sus anfitriones.

 —¿Se siente mal, mi señor Arthur? —le preguntó Astrid acercándosele. Ella tenía una copa de cerveza en la mano derecha y una pierna de cerdo en la izquierda que consumía sin reparos.

 —Es sólo que estoy preocupado por la situación.

 —Su amiga parece estar disfrutando —dijo señalando a Saki que en efecto estaba muy contenta. En cuanto la danza terminó Saki se convirtió en receptora de las atenciones de varios germanos con claras intenciones de cortejo, atenciones que lejos de molestarle parecían alegrarle.

 —La Srta. Takamura no es mi amiga. Además es mi deber mantener la compostura. Es irresponsable celebrar estando en una crisis como la que estamos pasando y con nuestro colega Tony sufriendo quien sabe que cosas.

 —Bueno, como usted diga, Maestre Arthur, pero ya que están aquí podrían disfrutar de nuestra hospitalidad.

 —No me malentienda. Les estamos muy agradecidos por todo lo que han hecho, en especial a usted, Astrid.

 —En mi cultura uno agradece siendo feliz. No podemos saber que destino nos deparen los dioses, sólo podemos afrontarlo con entereza y buen ánimo —le dijo y le entregó un enorme pedazo de carne. Ella se limpió la grasa de los dedos chupándoselos, se limpió la boca con el antebrazo y bebió la cerveza hasta acabar, luego eructó y regresó al festejo uniéndose en los bailes, las declamaciones de poesía que relataban eventos heroicos y las conversaciones entre bárbaros repletas de anécdotas de exploración y batalla normalmente exageradas.

 Al lugar llegó Arminio y sus hombres de confianza que estaban visitando el campamento romano.

 —Traemos noticias, vamos a conferenciar —declaró. Todos los guerreros de confianza, incluyendo a Astrid, dejaron la fiesta y se introdujeron a la tienda de Arminio. El regreso de Arminio no pasó inadvertido ni para Saki ni para el Dr. Krass y cuando Astrid salió de la conferencia en la tienda se le acercaron. Astrid sabía lo qué le iban a preguntar y se les adelantó.

 —Mi señor Arminio dice haber visto a un esclavo negro entre los romanos. Dice que estaba algo lastimado pero vivo.

 —¿Qué harán ahora? —preguntó el Dr. Krass.

 —¿Hacer? ¡Historia! ¡Eso haremos! Pero por ahora… ¡a festejar!

 Tony había pasado una semana como esclavo de los romanos. Éstos habían decidido mover el campamento hacia un nuevo territorio que les había ofrecido Arminio y que, según decían, era más fértil, estratégico y amplio. Casio se opuso pero Varo estaba convencido.

 Así que esa semana fue particularmente pesada para los esclavos pues tuvieron que trabajar en desarmar las tiendas y demás estructuras del campamento, empacarlas, subirlas a los caballos y carruajes, preparar los equipajes, etc. Finalmente los romanos y sus aliados germanos iniciaron el trayecto que implicaba atravesar las cenagosas tierras del oscuro Bosque Teutoburgo.

 Arminio y sus hombres le contaban a Varo toda clase de maravillas sobre aquel nuevo territorio donde los romanos se asentarían. Incluso que los envidaban un poco porque eran tierras hermosas. Casio seguía desconfiado. Una germana rubia llegó hasta las inmediaciones sorpresivamente y galopando a caballo. Los legionarios se pusieron alertas pero Arminio dijo:

 —Descuiden, la conozco, es de mi tribu.

 La mujer se llamaba Thusnelda y era una joven muy hermosa. Intercambió algunas palabras con Arminio en nórdico y éste anunció:

 —Ese traidor de Morbed está atacando una de mis aldeas. Mi señor Varo, te pido permiso para retirarme con mis guerreros e ir en defensa de mi patria.

 —Faltaba más. Permiso concedido, mi hermano. ¿Necesitas ayuda? ¿Te presto algunos de mis soldados?

 —Agradezco tu gentileza, mi señor, pero esto podemos resolverlo fácilmente. Son unos cuantos bravucones solamente, nada que amerite la intervención del magno ejército romano.

 —Que tengas suerte, Arminio —le deseó Varo y éste se alejó junto a sus hombres dejando a los romanos sólo en medio del bosque.

 Los esclavos, como Tony, caminaban a la par de los caballos y las mulas. Iban en la cola de la caravana fuertemente encadenados y en ocasiones fustigados por capataces en caso de que no caminaran suficientemente rápido. Al lado de Tony estaba la joven bárbara que repartía agua y que había sido por un tiempo enviada a satisfacer a Varo. Como siempre mostraba un rostro apesadumbrado, Tony trató de animarla.

 —¡Caminen! —ordenó un capataz y Tony miró a la muchacha e imitó la voz del sujeto pero haciendo una mueca en la que hacia ojos bizcos, inflaba los cachetes y pronunciaba las palabras con una voz estúpida. La joven bárbara se rió. —¡Silencio sucios bárbaros! —regañó el aludido látigo en mano y comenzó a fustigarlos— ¡y caminen si no desean que los…!

 Pero su amenaza no la pudo finalizar porque una flecha se le clavó en la frente. Había sido disparada por la experta arquera Astrid quien, con el rostro embadurnado de lodo para camuflarse y toda vestida de negro, había lanzado la flecha desde la copa de un árbol. Y a esa flecha le siguió una lluvia emitida por incontables arqueros colocados en puntos estratégicos.

 El pánico cundió entre los civiles, mayormente esclavos y familiares de los legionarios y se escucharon gritos de mujeres. Varios hombres y animales murieron por efecto de las flechas.

 —¡Lo sabía! —maldijo Casio y Varo llamó a las armas.

 La caravana romana estaba justo en medio de dos colinas y los germanos empujaron troncos a medio cortar que habían aserrado la noche anterior y que necesitaban sólo un pequeño empujón para desplomarse y rodar cuesta abajo. Los pesados troncos destruyeron las carretas y muchas de las máquinas de guerra romanas, así como mataron por igual a combatientes y civiles. Luego vino lo peor…

 El sonido del cuerno germánico llamando a la guerra y el rugido de los feroces guerreros bárbaros lanzándose contra sus enemigos helaba la sangre a cualquiera. Aún así los legionarios eran disciplinados y se aprestaron a la batalla. En pocos momentos los germanos bajaron la colina (que era una ventaja) y chocaron contra los escudos romanos. En el limitado espacio que les proporcionaba aquel sendero, las formaciones de guerra que eran una de las principales fortalezas estratégicas de los romanos resultaban imposibles y debían enfrentar cuerpo a cuerpo a las tribus bárbaras que los superaban en número.

 El entrechocar de espadas y escudos resonó por todo el bosque al lado de los alaridos agónicos de los heridos que desfallecían usualmente antes de tocar el pantanoso suelo. El hedor a sangre y muerte impregnaba el ambiente.

 Tony estaba al lado de otros esclavos escondiéndose debajo de una carreta. A su lado estaba la joven bárbara. Podía ver los pies de los combatientes y los múltiples muertos de ambos bandos que colapsaban sobre el piso junto a miembros cercenados; dedos, manos, brazos, cabezas…

 Asomándose por entre las ruedas llegó un rostro familiar para ambos: Astrid.

 —¡Salgan! —les dijo y todos los esclavos allí obedecieron. Astrid rompió las cadenas con su espada haciendo que salieran chispazos del choque entre metales y los esclavos (al menos los de origen bárbaro) escaparon. Los esclavos romanos perecieron junto a sus amos.

 La batalla había terminado y sólo restaba perseguir a los pocos soldados que habían escapado y que probablemente se acuartelarían en algún sitio que consideraran seguro. Sobre el terreno propiamente yacían cientos de muertos, mayormente romanos. No había quedado uno vivo en ese lugar.

 Tras esto los germanos separaron a sus propios muertos y les proporcionarían un digno funeral donde serían cremados y sus almas encomendadas al Valhalla. A los cadáveres romanos los dejaron pudriéndose en la intemperie y al cuerpo de Varo Arminio mismo le cortó la cabeza y la mostró triunfal a sus guerreros que celebraron puño en alto…

 El festejo de una semana antes palidecía ahora con la celebración que realizaban los queruscos.

 Claro que los crononautas tenían también por qué celebrar. Tony había regresado sano y salvo… bueno algo golpeado, pero vivo.

 —¡Que bueno que estés bien, Tony! —celebró Saki dándole un abrazo— me alegra mucho verte de nuevo.

 —Gracias, Saki —respondió él.

 —Un gusto tenerlo de nuevo con nosotros, Dr. Edwards —dijo el Dr. Krass, menos efusivo pues se limitó a estrecharle la mano.

 —Gracias, Dr. Krass. ¿Cómo la han pasado ustedes acá?

 —¿Cómo crees? —le dijo Saki sonriente sin dejar de aferrarle el brazo en un gesto amistoso— ¡Estoy feliz de estar rodeada de este montón de vikingos rudos y guapos!

 El Dr. Krass miró el cielo como pidiendo paciencia a la providencia.

 Tony se cambió los harapos de esclavo por ropa que le suministró Astrid y además descubrió que la joven bárbara esclava que estaba encadenada a su lado era, ni más ni menos, la propia hermana de Astrid y su único familiar vivo. Se llamaba Veveka y cuando ambas se abrazaron Tony se sintió muy feliz y tras esto se sumaron a la fiesta y ahora incluso el Dr. Krass estaba más ameno.

 La algarabía era tal que el ruido de sus festejos podía escucharse resonar por toda la zona y el eco llegaba a las montañas. ¡Habían derrotado a Roma! Aunque fuera sólo una batalla.

 Pero Arminio no era nada ingenuo. Sabía que la emboscada había sido una victoria pero que pronto Roma enviaría fuerzas de represalia y el apoyo de otras tribus resultaba crucial.

 —¡Inviomerus! —dijo mientras se sentaba en su rústico trono y observaba celebrar a su gente. Inviomerus era un veterano y curtido guerrero de edad madura, y su tío de sangre que en ese momento orinaba sobre el Águila Imperial, el símbolo más sagrado del poder romano, que había sido profanado de diversas formas similares por los queruscos. Respondió de inmediato al llamado de su jefe y sobrino.

 —Dime, Arminio.

 —Toma la cabeza al cadáver de Varo —la cual reposaba en una pica y le había lanzado fruta y estiércol— y envíasela al rey de los marcomanos, Morbed. Que vea de lo que somos capaces y que escoja bando pronto, porque el que sea amigo de Roma será enemigo nuestro y sufrirá las mismas consecuencias.

 —Sí, mi señor.

 En el campamento celebraba también Thusnelda, la joven querusca de un clan diferente al de Arminio.

 —Agradezco tu ayuda —le dijo Arminio— fue invaluable. Sé bien que tu padre Segestes es simpatizante de Roma y no aprueba nuestra guerra.

 —Mi padre es un estúpido —dijo con honestidad— y un ser despreciable. Pretende casarme con mi primo que sirve en el ejército romano y es ciudadano de Roma. Pero yo antes prefiero morir que servir a un romano. Tú, mi señor Arminio, eres mi verdadero líder. No el traidor de mi padre que traiciona la memoria y el honor de nuestros ancestros entregando las tierras que han pertenecido a nuestro pueblo por generaciones. Es mejor morir que ser un siervo romano y deberíamos enseñarles que nunca tendrán esta tierra por el honor de nuestros ancestros que la conquistaron a menos que nos maten a todos y cada uno. Pero antes, habremos matado a muchos de ellos en el proceso. Y estoy segura que los dioses están con nosotros y que el poder de nuestra sangre prevalecerá y derrotará al enemigo romano expulsándolo hasta más allá del Gran Río.

 Arminio estaba fascinado con la bravura y el coraje de esta mujer. Su mirada centelleó de pasión. La tomó de la cintura y la besó. Ella correspondió y Arminio la aferró en brazos y bruscamente la introdujo a su tienda.

 La mañana llegó y con ella la luz del alba. Saki, como de costumbre, presa de los excesos de la noche anterior, amaneció inconsciente debido a la ebriedad que le había producido el hidromiel. Estaba entre viejas pieles de animales y despertó despeinada y con un severo dolor de cabeza.

 —¿No tiene algo de dignidad, Srta. Takamura? —le preguntó el Dr. Krass mirándola con reprobación y ambas manos en la cintura. —No era necesario importar a esta época su promiscuidad y alcoholismo.

 Saki se incorporó un poco casi sentándose mientras se sujetaba la frente para aliviar el dolor.

 —No me moleste, vegete amargado. No soy menos digna por no seguir sus malditos ideales machistas…

 —Basta ya —pidió Tony que no estaba muy lejos y se servía algo de agua de un pozo. —No peleen. Vamos a estar juntos por mucho tiempo. Por cierto, Saki ¿ya podemos viajar a otro tiempo? Nos están tratando muy bien acá y no tengo nada contra nuestros anfitriones… pero están por empezar una guerra y, créanme, no quieren quedar prisioneros de los romanos.

 —Según me dice Prometeo —dijo extrayendo de entre sus ropas la pantalla portátil y táctil en donde se contenía el software de inteligencia artificial que controlaba la máquina del tiempo. El aparato contrastaba notablemente con lo rústico y prosaico del ambiente— aún no se han recargado completamente los motores de la Esfera. Tendremos que esperar más.

 Tony extrajo de entre su ropa la foto de su novia Heidy que había traído junto al resto de su billetera al siglo I. La había conservado todo este tiempo en sus bolsillos y ya estaba algo arrugada y deteriorada.

 —¿La extrañas? —le preguntó Saki,

 —Sí, la verdad un poco. ¿Qué hay de ustedes? ¿Tienen a alguien esperándolos en el siglo XXI?

 —Soy viudo —explicó el Dr. Krass y no dio más detalles.

 —Yo no tengo a nadie —afirmó Saki, luego extrajo de entre sus cosas un cigarrillo y un encendedor, miró hacia ambos lados para cerciorarse que nadie de esa época la miraba, y lo encendió. Aspiró la nicotina con rostro de inmenso placer.

 Por su parte el reencuentro de Astrid con su hermana Veveka había sido un evento muy auspicioso y ambas estaban muy felices. Pasaban la mayor parte de su tiempo libre conversando y recuperando el tiempo que perdieron estando separadas aún cuando sus profesiones eran muy distintas siendo Astrid guerrera de Arminio y Veveka fue nombrada sierva de Thusnelda. Astrid le regaló a su hermana un fino broche engarzado que había sido hecho por el herrero local y la joven Veveka al verlo se le humedecieron los ojos y abrazó a su hermana. ¡Había sufrido tanto y la había extrañado mucho! Pero ahora estaban a salvo y en casa…

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