La Bestia que acecha en San Ramón

 No recuerdo bien lo que pasa cuando estoy transformado en la bestia. Todos mis recuerdos son brumosos, confusos, perturbados, imposibles de dilucidar. Son emociones puras, difíciles de describir con palabras. Sentimientos de hambre, sed de sangre, pasión. Correr por los potreros ramonenses de noche, iluminado por la luz de mi eterna compañera, la luna. No puedo describirlo como no puedo describir el ver a un ciego de nacimiento.

 No siempre fue así. Todo comenzó aquella noche de 1925, en San Ramón. Mi nombre es Rómulo Lemos del Valle, nací en una familia de clase media alta, en 1896, hijo de una pareja de exiliados liberales que se vieron forzados a dejar la capital por presiones políticas. Aunque su acomodada situación económica les permitió comprar unas fincas ganaderas y dar educación profesional a sus hijos.

 Estudié medicina en Chile, y regresé a Costa Rica a fungir como médico en San Ramón, con un humilde consultorio en Piedades. Ganaba bastante bien como para subsidiar con mis clientes adinerados el servicio barato o gratuito que daba a los clientes pobres.

 Estaba casado con una mujer muy hermosa llamada María de los Ángeles, un ángel encarnado que me recordaba las hermosas diosas de los antiguos cuadros renacentistas con piel blanca y cabello negro. Y teníamos un único hijo llamado Ramón, como el cantón que amaba.

 Mi situación económica y la herencia de algunas tierras y cabezas de ganado me permitían vivir holgadamente. Estudié los textos filosóficos de los diversos pensadores occidentales, en 1922 me tomé todo un año para dar un viaje por Europa.

 Fue en 1925 cuando, saliendo de misa, un domingo a las 7 de la noche, me encontré con mi fatídico destino.

 Dirigiéndonos hacia nuestros caballos, con mi esposa aferrada de mi brazo, ambos vestidos de gala, y yo utilizando mi sombrero favorito, notamos que los caballos se ponían inquietos y nerviosos súbitamente. Una mano tosca y sucia aferró mi otro brazo sobresaltando a mi esposa.

 —Doctor Lemos, ayúdeme por favor... se lo suplico...

 El hombre que me tocaba era un indigente vestido con unos viejos harapos y un sombrero deshilachado. Era un sujeto de rostro abrumadoramente grosero, con una larga barba, las cejas se unían en el centro, tenía ojos perturbados y gruesas arrugas. Exudaba un olor repulsivo a alcohol, pero su mirada desesperada me produjo una profunda compasión por él.

 —Vámonos mi amor —dijo mi esposa— alejate de ese hombre...

 —Vamos, mi vida, no debemos ser clasistas, no puedo discriminar a un pobre indigente. Dígame, buen hombre —dije hablando con el sujeto— ¿en que le puedo ayudar?

 —Sólo... sólo usted puede curarme... sufro de una terrible enfermedad... de un mal horrible... Por favor...

 —Esta es mi tarjeta, puede usted acudir a mi consultorio cuando guste. Hasta luego.

 El sujeto se alejó, y por donde caminaba, los caballos, bueyes, perros y otros animales reaccionaban con temor.

 Llegó a mi consultorio aquel hombre una noche de luna llena. Mi peón me avisaba de tres vacas asesinadas la noche anterior por algún animal, probablemente un coyote. Y que los vecinos de la localidad habían sufrido ataques similares a su ganado. Don Fernando Espinoza, dueño de una gran finca en la parte sur, había logrado divisar al animal en la noche, y aunque le disparó justo en el costado, los ataques a ganado continuaron lo que hacía suponer que había toda una manada de estos animales peligrosos.

 Finalmente, mi peón se fue y atendí al indigente.

 —¿Cuál es su nombre?

 —No lo recuerdo ya, ha pasado tanto tiempo.

 —¿Su edad?

 —No me creería?

 —No podré ayudarlo si no me suministra la información suficiente, señor.

 —75 años.

 —¡Por favor! ¡Hombre! Imposible, usted no parece de más de 40, y por su... olor, deduzco que bebe en exceso. El alcohol tiene la tendencia de hacer a las personas más viejas de su edad, no a la inversa.

 —Pues esa es mi edad, perdone usté.

 —Bien, señor. ¿En que consiste su enfermedad?

 —Es... difícil de esplicar. Sufro de un mal que me agarra en las noches. Me convierto... en un monstro, en una bestia. Nadie ha podido curarme. He asistido a brujas, a padres, a los indios, hasta visité un curandero chino. Pero ninguno ha podido curarme. Me siento muy mal. Cuando me agarra el mal... me vuelvo peligroso como un animal. Es una cosa del Pisuicas mismo...

 —Lamento no poder ayudarlo, lo que usted sufre es un mal de la cabeza, hay una rama de la medicina encargada específicamente de ese tipo de padecimientos, se llama psiquiatría. Hay pocos psiquiatras en Costa Rica, pero le conseguiré uno.

 —Pero... pensé que usté, ñor Rómulo, podía sanarme de este mal... ayúdeme por favor, usté es el mejor doctor de San Ramón, de Costa Rica. Usté puede librarme. Ayúdeme por Dios Santísimo.

 —Lo haré, tranquilícese, confíe en mí...

 —No... no puedo...

 El sujeto salió despavorido del consultorio y se perdió en la inmensidad del bosque aledaño.

 De noche, salí del consultorio en mi caballo, rumbo a mi hogar. Caminaba por las oscuras veredas boscosas en medio de monte, cafetales y potreros. Sólo la luz de la enorme luna llena iluminaba mi paso.

 En medio del absoluto silencio retumbó entre la impenetrable oscuridad  el aullido del que supuse era un coyote. Apresuré el paso del caballo. Sin embargo, a mi espalda parecía escuchar el trepidar de los matorrales y los pedregales alrededor, movidos por un animal cuadrúpedo de gran tamaño.

 Más ansioso y preocupado, reanudo con más insistencia el galope. Pronto, los sonidos de pasos dan pie al sonido de un gruñido sordo y gutural que exalta a mi caballo y lo hace relinchar furibundo.

 Ya bastante nervioso ordeno al caballo que galope camino a la casa. Nuestro camino por la oscura vereda se ve interceptado por una visión monstruosa, espantosa, terrible...

 Frente a mí se situó saliendo de la oscuridad, un escabroso perro, con un hocico repleto de filosos colmillos exudantes de baba. El perro era totalmente negro, de gruesos cabellos, orejas puntiagudas, ojos rojos como tizones, una enorme lomo encorvado engrandecido por una colección de cadenas alrededor del cuello.

 El animal bestial gruñía observándome, emitió un aullido al espacio, y se lanzó en nuestra persecución. Mi caballo corrió desesperado a toda velocidad por la oscura vereda. Me esforzaba por apresurar al ya despavorido caballo, mientras observaba hacia atrás al monstruoso animal que nos perseguía en un frenética carrera, abriendo sus fauces aterradoras.

 Corriendo a esa tremenda velocidad en medio de la oscuridad no vi una rama de un árbol que me golpeó en la cabeza de una forma tan súbita que caí al suelo lastimándome la espalda. Me brotaba sangre de la boca y la nariz producto del impacto.

 Perdí la consciencia levemente, y cuando comencé a recuperarme recordé el monstruo que me seguía y me encontré con el perro encima mío. Grité de pavor y me cubrí la cara y el cuello con mis brazos. El perro me mordió en el brazo derecho y entre mis alaridos comenzó a desgarrarme los tendones de antebrazo.

 En ese momento, un hombre se aproximó a la escena. Se trataba de uno de los borrachos más conocidos del pueblo. Don Efraín Salas, quien estaba en un profundo estado de ebriedad —al punto de no comprender bien la situación. Me observó en el suelo siendo mordido por un perro y apenas abrió la boca asombrado sin poder reaccionar con la mente obnubilada por el alcohol.

 El perro, al observarlo, se calmó repentinamente y soltó mi brazo ensangrentado. Huyó en la profundidad de la noche hacia un cafetal cercano.

 Como pude me trasladé hasta la casa más cercana donde me atendieron lo mejor que pudieron. A la mañana siguiente fui a la clínica más cercana y se me curó lo mejor posible.

 El incidente se mencionó en casi todas las casas de la localidad, pero a la semana siguiente ya no generó más substancia para la conversación local.

 Una tormentosa noche, tres semanas después del incidente, hacía el amor con mi esposa, cuando tocaron a mi puerta a las 2 de la madrugada.

 Algo molesto, bajé las escaleras y abrí la puerta. Al hacerlo me encontré al indigente que había atendido hace algún tiempo, totalmente empapado. Algo alarmado miré hacia donde estaba el rifle que guardaba al lado de la repisa de los libros en caso de que fuera necesario utilizarlo.

 —Lamento mucho lo que le ocurrió Doctor... —Supuse que se refería a mi herida. Casi la había olvidado pues había sanado de forma inusualmente rápida. —Ahora usté está maldito como yo...

 —¿A que se refiere?

 —¿Puedo pasar?

 Volví la vista hacia arriba, en lo alto de las escaleras mi esposa, cubierta con un camisón, negó rotundamente con la cabeza.

 —No... yo saldré. —De prisa me coloqué mi sobretodo y mi sombrero y salí al corredor bajo el techo de madera que lo cubría. Furibundos truenos retumbaban en la tormenta de esa noche. El indigente me contó su historia:

 —Nací en 1850, en San José. Era de una familia muy pobre y humilde. En 1867 cuando tenía yo 17 años vino a una finca cafetalera un rico italiano que se llamaba Remo Lupercus. El tipo era muy adinerao. Había viajao por todo el mundo. Recuerdo los nombres de algunos países... toda Europa, India, Estados Unidos... En fin, llegó a Costa Rica desesperado, buscando una cura para su enfermedá.

 >>En esa época me dedicaba a las fiestas y las borracheras, a pesar de los regaños de mi mamá. El italiano me contrató para trabajar de vaquiano y llevarlo a conocer toda la zona. Tenía interés en conocer a los indios que vivían en ese entonces camino a Puriscal. Le habían dicho que ellos tenían la cura de su enfermedá. Fui ambicioso y por las ganas de ganar plata lo acompañé a todo lado que me pidió.

 >>El tipo se volvió como loco cuando los indios le dijeron que no lo podían curar. Me pidió que lo llevara a todas los pueblos donde viven los indios, y así lo hice. Pero le cobré... le cobré mucho. Donde quiera que íbamos, cada cierto tiempo, aparecían animales y gentes muertas. Comidas por animales salvajes. Cuando por fin se cansó de que los indios le dijeran que no lo podían ayudar, me contó su mal.

 >>Me dijo que en Europa lo mordió una mujer gitana que se convertía en lobo cada luna llena, así como el día antes y el día después. Que desde entonces se convierte en lobo en esas mismas fechas. Y que cuando se convierte no puede controlarse y mata a la gente que esté cerca. Por que le da hambre... mucha hambre... Eso desde que lo mordieron en 1673...

 >>No le creí nada, al principio. Pero esa misma noche se convirtió frente a mis propios ojos... y casi me mata. Aunque hubiera preferido que lo hiciera. No me mató porque los indios cercanos llegaron y lo ahuyentaron con lanzas afiladas. Pero desde entonces, yo también me convierto en ese animal... el animal que lo mordió el mes pasado... ¡Perdóneme ñor doctor!

 “Sin duda este pobre hombre sufre de una seria enfermedad mental” pensé.

 —¿Ha oído hablar del Cadejos? —me preguntó al ver que yo no decía nada.

 —Sí... un perro negro, con ojos rojos y cadenas alrededor del cuello que se aparece a los alcohólicos para asustarlos por las noches. Se supone era un joven desobediente que fue maldecido por sus padres. No creo en su existencia. Evidentemente es una leyenda folclórica cuyo fin es evitar que los alcohólicos beban.

 —Yo soy ese animal. Yo soy el Cadejos.

 —Pero se supone que el Cadejos no mata a los borrachos...

 —Es extraño... aunque no puedo recordar con claridá lo que pasa cuando soy ese animal, si recuerdo sensaciones. Cuando güelo el olor a guaro en la sangre de los borrachos... me calmo. Se me quitan las ganas de matar. Yo mismo soy borracho... tal vez sea eso...

 —Bien, señor... Cadejos... ¿y las cadenas?

 —Intento encadenarme todas las noches para evitar salir a matar gente. Sacó las cadenas de una estación de ferrocarriles abandonada. Pero hasta ahora no he encontrado una lo suficientemente fuerte que me tenga amarrao. Así que las rompo y me quedan guindando del pescuezo.

 —Será mejor que se vaya a dormir, don Cadejos.

 —Ñor doctor... usted es ahora un hombre lobo como yo y como Remo Lupercus. En una semana se convertirá en un animal, como yo. Y matará a quien tenga cerca de usté. Le recomiendo que en esa fecha se aleje de su esposa. Adiós.

 El Cadejos se adentró en la intermitente lluvia y se perdió en la oscuridad.

  Ojalá lo hubiera escuchado.

 Recuerdo que cuando niño, en San Ramón centro, mi abuela me contaba la leyenda del lobo humano que deambulaba la zona. Una noche, cuando fui a la letrina a orinar, escuché al aullido estridente de un cánido, seguido del sonido de pesados pasos aproximándose. Recordando la advertencia de mi abuela, cerré la puerta de la letrina por dentro. Un gruñido ronco comenzó a rondar la letrina, al lado del sonido de una respiración entrecortada. Pronto, el aullido estridente se repitió de nuevo justo frente a la puerta, donde unas garras filosas comenzaron a raspar la puerta de lata con la intención de abrirla.

 Aterrado me hinqué a orar mientras brotaban lágrimas de mis infantiles ojos. Por un momento, pude ver el ojo lobuno de la bestia observándome hambriento por la rendija de la puerta. Temblando del pánico y sudando frío, intensifiqué mis súplicas y podía sentir al animal a punto de adentrarse en la letrina y devorarme lentamente.

 Sin embargo, el animal pareció cansarse de esperar y se fue. Pasé la noche en la letrina, aterrado de salir, hasta que mis padres me encontraron a la mañana siguiente. Encontraron las huellas de lo que dijeron era un coyote. Sólo mi abuela insistía en asegurar que había sido el lobo humano.

 Fue para la época en que efectivamente, un rico hacendado italiano acababa de llegar al lugar... si... un tal Remo Lupercus...

 Recuerdo que mi propia prima murió asesinada por un animal salvaje dos meses después. Y que poco tiempo transcurrió tras el lamentable incidente antes de que Lupercus se alejara a vivir a otro lugar.

 Me olvidé de todo esto, y me fui a dormir con mi esposa.

 La semana siguiente, la noche previa a la luna llena, tuve lo que pensé fue un extraño sueño.

 Primero sentí una fiebre terrible que aterró a mi esposa. Sudando copiosamente comencé a convulsionar en medio de los estentóreos gritos de mi aterrada compañera. Mis huesos se contraían de forma horrible y mis músculos comenzaban a moverse de forma dolorosamente espasmódica. Sentí un fuerza animal misteriosa y ancestral que surgía de entre los recónditos abismos de mi alma. Entre alaridos inhumanos comencé a sentir el paso hacia los salvajes instintos que yacían en el profundo interior de mi corazón. Mi mente se cegó por completo de todo razonamiento humano, al tiempo que me perdía en las profundidades del espíritu salvaje y demoniaco que todos los humanos poseemos.

 Recuerdo un hambre y una sed insaciables. Recuerdo el olor a adrenalina que enfurecía todavía más mis ansías de alimento. Recuerdo el placer orgásmico de clavar mis colmillos sobre carne fresca y beber la sangre caliente. Recuerdos borrosos de un rostro femenino aterrorizado y de gritos estridentes.

 Luego, los gritos infantiles de una presa humana más pequeña.

 A la mañana siguiente, desperté desnudo en mi cama destendida. Un apestoso hedor a sangre y muerte inundaba la habitación. Observé la nuca de mi esposa y sus largos cabellos negros sobre la almohada.

 —Mi... amor... ¿qué es ese olor? Tuve la peor de las pesadillas... —toqué su hombro para despertarla. No reaccionó. La volví de golpe. La visión que tuve frente a mí me heló la sangre. Mi esposa tenía el cuello totalmente rebanado por colmillos filosos. La cara petrificada en una mueca de dolor y horror. Su cuerpo desvicerado había sido consumido por unas fauces implacables.

 Salté de la cama, aterrorizado. Corrí escaleras abajo y tropecé con el cuerpo de mi hijo de 9 años, muerto en idénticas circunstancias.

 Enloquecido de dolor y sufrimiento, lloré desesperado por horas. Grité al cielo amargos reclamos. Y rogué a Dios que fuera todo una pesadilla.

 Cuando comencé a calmarme, decidí buscar ayuda. ¿Había sido yo el asesino de mi esposa e hijo? Me vestí con las primeras prendas y en un estado mental profundamente alterado, llegué a la parroquia donde me atendió el anciano padre Samuel.

 —Ojalá hubieras escuchado al Cadejos, hijo. Y hubieras acudido a mí.

 —¿Qué es esto, Padre? ¿Qué tengo?

 —La ciencia lo llama licantropía, el síndrome del hombre lobo. Un licántropo es un hombre que se convierte en lobo cada noche de luna llena, la noche previa y la posterior. Carece de todo raciocinio y se comporta como cualquier fiera salvaje. La Iglesia sabe de la existencia de este tipo de padecimientos sobrenaturales desde hace siglos, pero lo mantiene en secreto como otras muchas cosas, hijo.

 —¿Cómo puedo curarme?

 —No hay cura, hijo mío. La Iglesia aún no encuentra la forma de exorcizar al demonio que posee el cuerpo y causa la licantropía.

 —Pero... debe haber alguna forma... yo...

 —La hay. Los europeos descubrieron que los hombres lobo son exclusivamente vulnerables a la plata. De hecho, un hombre lobo goza de una salud y una longevidad enormes. Son invulnerables a casi cualquier arma o dolencia que no sea causada por la plata.

 —Pues... en ese caso... pondré fin a mi vida. No puedo vivir con el peso de haber matado a mi esposa e hijo...

 —La Iglesia no puede recomendar el suicidio, hijo. Pero si conocí a Remo Lupercus, al Cadejos y ahora a ti, Rómulo. Lupercus murió asesinado por una bala de plata en Heredia hace 10 años.

 —¿Dónde puedo conseguir una bala de plata, Padre?

 —Yo tengo varias. Fui yo el que las suministró al cazador herediano que dio muerte a Lupercus. Te dispararé yo mismo...

 —De acuerdo... gracias padre...

 El padre Samuel estaba preparado para dispararme y poner fin a la maldición. Me había dado la hostia, la extremaunción y toda la parafernalia religiosa de rutina. Sin embargo, en el momento en que estaba a punto de dispararme, un primitivo instinto de supervivencia se apoderó de mí. Salté sobre el infortunado padre y le quité la pistola de las manos...

 —Pero hijo... que haces...

 —Disculpe Padre... es una reacción natural... Lo siento. Tome, adelante...

 —¡Que haces impertinente! ¡¿No sabes que hora es?! ¡La LUNA!

 Habíamos estado conversando largo rato. Había anochecido y la luna llena comenzó a salir de entre las nubes. Solté la pistola, que al caer al suelo se disparó sola expulsando la única bala de plata que el Padre tenía.

 Me transformé de nuevo mientras observaba al padre Samuel orando y poniéndose en paz con Dios antes morir descuartizado por mí.

 Y ahora, mi amiga, esta historia que te he relatado, es para que comprendas lo que te espera. Eres una muchacha muy linda y joven. Lamento haberte mordido hace dos noches. Me alegra que hayas sobrevivido. Estas playas de Puntarenas son muy solitarias. Suerte que esos policías llegaron y evitaron que te matara.

 Han pasado 80 años, y sigo convirtiéndome en lobo. Y también Cadejos. Y ahora tú, querida niña. Este año 2006 será el primero de muchos años por venir. Años de dolor, miseria, sangre y muerte interminables para ti. Deberás decir adiós a toda tu familia y amigos. Y deberás vivir ocultándote por siempre en las sombras. Huyendo, de un lado a otro. No, no, no me mires con esa cara burlona. Cometí el mismo error hace décadas. Será mejor que me escuches, ¿cuál era tu nombre...? o sí, Luna.

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