La visión

Natalia caminaba por los pasillos abandonados de la cárcel de la Isla San Lucas. Las penumbras de la noche invadían lóbregamente el lugar generando un ambiente asfixiante y claustrofóbico. Un pánico creciente se fue apoderando de forma gradual de la mente de Natalia conforme se adentraba en las insondables brumas del lugar maldito.

 Sentía súbitos escalofríos, una sensación de ser observada le disparaba emociones paranoicas y provocaban que su corazón retumbara frenéticamente en el pecho.

 Frías gotas de sudor brotaron de los poros de Natalia, al tiempo que ahogaba un grito de desesperación en su garganta atormentada. Era una mujer hermosa, delgada y de largos cabellos negros. Pero su rostro estaba en ese momento poseído por una mueca de temor y su cuerpo compungido por el estrés y el miedo.

 Escuchó el sonido estridente de cadenas arrastrándose y de un portón metálico abriéndose y reaccionó con un salto tembloroso.

 —¿Ha... hay alguien allí...? —dijo con voz entrecortada por el pánico sin obtener respuesta.

 Escuchó pasos cercanos... caminando despacio... corriendo... deteniéndose... reanudando la carrera. La sudoración incrementó y casi no podía respirar por el miedo. Escuchó gemidos agónicos de una voz masculina desesperada. Los alaridos se acercaban de forma inminente.

 —¿Quién está allí? —gritó desesperada— ¿quién es? ¡Conteste!

 Sólo obtuvo una intensificación de los alaridos por respuesta. Temerosa de observar al autor de los horribles quejidos, corrió a la mayor velocidad que las oscuras brumas le permitían.

 Tropezó y calló sobre el húmedo piso. Se levantó como pudo y reemprendió la desesperada huida, a pesar de haberse golpeado gravemente el brazo derecho.

 En medio de la oscuridad, se perdió. Cuando logró vislumbrar algo de luz se encontró adentro de una antigua celda del penal. Era una habitación horrible, con un asfixiante aroma a muerte.

 Es entonces que Natalia escucha una respiración entrecortada en la misma celda. Camina lentamente hacia el rincón de donde proviene la respiración y observa el oscuro bulto generado por un cuerpo humano sentado en una esquina de la celda.

 —¿Q... quien es... usted? —pregunta al borde de enloquecer del terror.

 El bulto sale levemente a la luz inclinando la cabeza. Natalia observa la cara curtida y furiosa de un hombre rudo y de mirada asesina. Con la boca abierta en una mueca de ira, mostrando los amarillentos dientes podridos. Con un rostro poseído por la locura y por una intrincada red de arrugas y cicatrices. Los largos cabellos grises estaban enmarañados y caían sobre los hombros. Una espantosa herida abierta en la frente hacia que brotara un torrente de sangre que teñía de rojo el lado izquierdo de la cara.

 —No... ¡NO! —gritó Natalia y caminó hacia atrás hasta tocar los barrotes de la celda con la espalda. El recluso se levanto con una furia incontenible en sus ojos, extendió las manos con largas uñas sucias y mal cortadas para aferrar el cuerpo de Natalia y desgarrarlo. Abrió la boca para despedir un alarido de cólera incontenible y se abalanzó contra Natalia.

 Natalia corrió a toda velocidad fuera de la celda, perseguida por la aparición sintiendo el frío glacial de las manos de la entidad a punto de aferrarla por la espalda. Tropezó y calló en uno de los pabellones del presidio y se golpeó severamente la cara.

 En ese momento, un joven de unos 30 años, de barba de candado, cabello lacio y peinado meticulosamente, vestido con chaqueta de cuero, apareció al frente de ella y comenzó a tomar fotos con su cámara digital a la aparición.

 Con cada flash de la cámara Natalia era capaz de percibir las emociones y de observar imágenes de las atrocidades cometidas en la Isla San Lucas. Sentía las insoportables torturas infringidas a los reclusos. Sentía el odio, el rencor, la ira intolerable de los reos. La violencia con que estos se mataban unos a otros. Pudo sentir las golpizas, las vejaciones y los violentos asesinatos cometidos en el lugar. Y sintió la presencia de decenas de espíritus atrapados en el penal, repletos de un odio y una ira imposibles de aplacar. Atrapados por siempre en medio del dolor y el sufrimiento dentro del lugar maldito. Espíritus coléricos deseosos de descargar su ira y su sed de sangre y venganza en los visitantes.

 La aparición que perseguía a Natalia desapareció como por efecto de los flashes del fotógrafo.

 Natalia estaba al lado de su novio Roberto, el joven que había tomado las fotos, afuera del penal. Natalia vomitó en el boscoso piso de la isla en medio de escalofríos y un temblor que le invadía el cuerpo. Su novio la ayudó como pudo. Natalia estaba pálida y fría como un muerto.

 —¿Te sentís mejor? —le preguntó Roberto.

 —Sí... estoy... mejor...

 —Tenemos las fotos... —dijo complacido— fotos de un espectro casi completamente corpóreo tomadas en la Isla de San Lucas. Seremos ricos... Pero necesitamos más...

 —¡No! ¡No puedo más! ¡Por favor Roberto, no me hagás hacerlo de nuevo! ¡Ya tenemos suficientes fotos!

 —No, querida. Necesitamos más.

 —¡NO! ¡No puedo!

 —Natalia, vos tenés un don especial. No sólo sos capaz de ver a los espíritus de los muertos... aparentemente los atraés. Con las fotos que tomemos tendremos pruebas inequívocas de la existencia de la vida después de la muerte, y de la existencia de los fantasmas. Seremos millonarios y podremos vivir con todos los lujos. Mi amor, pensalo; los científicos quizás nos paguen una buena suma por examinar las fotos. Pero no será nada comparado con el dinero que nos pagarán los medios y los espectadores por observar imágenes escalofriantes de estos seres... Ganaremos mucho dinero. Estoy haciendo una fuerte inversión aquí, mi amor. No fue barato sobornar a los guardaparques de la Isla para que nos permitieran entrar en la noche.

 —No... no lo haré...

 —Natalia, te recuerdo que soy lo único que tenés en esta vida. Tu familia te abandonó y sólo yo estoy a tu lado. ¿Es así como agradeces que te cuide y te de techo, comida, y sobre todo, el único amor que hay en tu vida?

 —Pe... perdón...

 —Así me gusta, mi amor. Que seás comprensiva. Vamos, sólo tres más. Tres más y no tendrás que volverlo a hacer. Lo prometo.

 Tres días después, un guardaparques poseído por un espíritu enfurecido, asesinó de forma brutalmente violenta y maníaca a otro compañero...

 El Sanatorio Durán se erguía ominosa y lúgubremente sobre las estepas de Cartago. En medio de la fría y oscura noche, Natalia proseguía su maldición adentrándose en medio del edificio.

 La atraparon visiones de dolor y sufrimiento que se hundieron en su mente y retorcieron su espíritu. Por un momento supo del dolor insoportable de los leprosos cuyos cuerpos se podrían mientras estaban vivos. La carne descomponiéndose en los huesos y la piel que se desprendía gradualmente. Los dolores insoportables del cuerpo carcomido eran tan terribles como el dolor de ser repudiado por la sociedad, tratado como un monstruo, temido y marginado, hasta por la familia más cercana. Los rostros desfigurados de los demás leprosos mostraban esta agonía, esta incertidumbre eterna de desconocer la razón por la cual debía caer sobre ellos una maldición tan espantosa. En muchos de los leprosos la locura se apoderó de sus mentes torturadas.

 Otros parias que la sociedad despreciaba —locos, sifilíticos, tuberculosos— habían perecido en medio del dolor y el sufrimiento más horribles. Los espíritus acongojados aún rondaban en lugar en medio de un infernal ciclo de pesadilla.

 Atormentada por las visiones de espanto y dolor que tenía en su mente, Natalia comenzó a girar sobre su eje, llevándose las manos a la asolada cabeza, y cerró los ojos en medio de uno de los largos pasillos del Sanatorio, donde la luz de la luna penetraba los quebrados ventanales.

 Cuando logró dispersar las imágenes de horror, abrió los ojos y se encontró de frente con un ser espantoso. Su rostro estaba desfigurado y podrido, carente de nariz y labios, por lo que sólo los orificios nasales y los dientes hasta las encías eran visibles. Un ojo se había desprendido de la rótula y el otro clavó su mirada enloquecida de dolor en Natalia. Sin cabello, Natalia observó los jirones de piel que caían del rostro y observó la mejilla derecha carcomida hasta el punto de dejar visible el interior de la boca. La monstruosidad vestía harapos y sus manos, igual de carcomidas, se elevaron y aferraron a Natalia por los brazos.

 Un frío penetrante poseyó los brazos de Natalia hasta llegar al tuétano de los huesos como resultado de este roce. Natalia dispersó alaridos enloquecidos de desesperación y pavor.

 Nuevamente, Roberto apareció con su cámara y procedió a fotografiar al espectro espantoso. Este miró con curiosidad al fotógrafo, y desapareció.

 Natalia estaba temblando tanto que su cuerpo colapsó y cayó al suelo de rodillas poseída por un incontrolable temblor convulsivo. Roberto la abrazó para tranquilizarla. Natalia le dirigió una mirada de odio.

 Una semana después, tres jóvenes colegiales que penetraron al Sanatorio —dos hombres y una mujer— desaparecieron sin dejar rastro.

 —Esta será la última vez, Natalia, lo prometo —le dijo Roberto mientras esperaban en el carro durante la noche.

 —Has dicho eso antes, Roberto...

 —Decime algo, Natalia, cuando tenías 15 años sufriste una posesión demoniaca, ¿verdad?

 —Sí.

 —Te llevaron a una liberación en una iglesia evangélica, pero no funcionó. Te llevaron a un exorcismo por parte de un grupo Nueva Era llamado el Templo Gnóstico, y no funcionó. Finalmente te llevaron a la Iglesia Católica, y la tuya ha sido de las pocas veces en que la Conferencia Episcopal autoriza un exorcismo en Costa Rica. Noticia que se mantiene, como siempre, celosamente secreta.

 —Sí...

 —¿Sabés por qué no funcionaron los exorcismos evangélicos y gnósticos, a diferencia del exorcismo católico?

 —Supongo que la Iglesia Católica tiene más experiencia. Más dinero. Y logra utilizar métodos más profesionales y sofisticados.

 —En efecto. Con el dinero que recaudemos de esto podremos tratar tu mal, y ya no volverás a ver muertos.

 —Tengo esta maldición desde niña...

 —Te ayudaré, Natalia, pero necesito que vos me ayudés a mí.

 —No me hagás hacerlo de nuevo, por favor... No soporto más. Es demasiado aterrorizante para mí...

 —Esta será la última vez.

 —Has dicho eso tantas veces...

 —Escucha, Natalia. Hemos sido novios por seis años y hemos vivido juntos por dos. Te he alimentado, comprado ropa, llevado al médico, te he dado casa y refugio por todo este tiempo, sin esperar nada a cambio. Tu familia te abandonó precisamente porque detestaban tu condición. Hoy soy lo único que tenés. Sin mí, Natalia, no sos nada, ni tenés donde vivir. Así que, ¿lo harás?

 —Sí...

 —Este caso es similar al de la Casa Embrujada que visitamos en Barrio Amón, ¿recuerdas?

 —La casa donde el dueño había matado a puñaladas a su esposa e hijos pequeños en 1975... —dijo Natalia como repitiendo una letanía de su maldición— y luego se ahorcó. Aún recuerdo cuando vi los cuerpos ensangrentados y mutilados de los niños y la mujer... Pero esa mirada de furia en el hombre... oh, Dios... ¿Fue allí donde una semana después el nuevo dueño mató a su esposa y su bebé y luego se ahorcó?

 —Sí. Pero eso no nos incumbe ahora. A la orilla de este río quedan los restos de una vieja cabaña de 1904. Aquí vivió una pareja con dos hijos pequeños. Esta es la foto que conseguí... —le entregó la vieja foto, ya casi amarillenta. La foto mostraba a una típica pareja de principios de siglo, ataviados de trajes característicos. La mujer era una hermosa joven de largos cabellos negros y rasgos estilizados y elegantes. —Cuando el marido le fue infiel a la mujer, esta enloqueció y ahogó a sus hijos pequeños en el río, y luego se suicidó. Dramático caso, sin duda. Será el último espíritu que investiguemos, te lo prometo. —Roberto besó a Natalia en la boca.

 Natalia ya conocía la rutina. Debía ir sola al lugar donde se manifestaban presencias fantasmagóricas, mientras Roberto esperaba cerca. Cuando escuchara los gritos desaforados de Natalia, Roberto correría con su cámara y tomaría las imágenes de los espectros.

 Caminó en medio de la oscura noche por la ladera del río abrigada por un suéter negro. El río estaba ubicado a las afueras de una comunidad semirural en San José. Pronto se cansó de caminar y se sentó en una piedra, aliviada de no observar nada inusual, y esperanzada de que esta vez no funcionara.

 Pronto, una brumosa neblina invadió el rededor de forma repentina. Un frío viento comenzó a soplar siniestramente. La pesadilla, dio comienzo;

 Un estridente alarido se escuchó a lo lejos. Era un sonido de desesperación absoluta, desgarbado y afligido por un dolor insoportable. Parecía un gemido emitido directamente por un alma condenada al infierno.

 Un pánico incontrolable se apoderó de Natalia, quien comenzó a correr hacia el encuentro con Roberto. Los alaridos se intensificaron en volumen y cercanía. Natalia corrió frenética, hasta que tropezó y cayó, golpeándose la cabeza en una piedra. Perdió el sentido momentáneamente y sangraba por la frente. Se sentó tratando de recuperar la cordura en medio del dolor, y luego escuchó de nuevo el alarido. Volvió la cara y observó una imagen aterradora; la sombra de una mujer vestida con un camisón y con largas y enmarañadas greñas acercándosele lenta e inexorable.

 Natalia comenzó a temblar nuevamente. Sabía que gritando atraería a Roberto, pero no pudo emitir sonido alguno. Sólo gemidos secos y sordos en medio de un pánico que le nublaba la razón.

 Corrió a toda la velocidad que su cuerpo entumido por el terror le permitía. Pronto notó que estaba perdida. Que el carro de Roberto no se vislumbraba cerca y tampoco la salida de la ladera de ese maldito río.

 Natalia tropezó de nuevo y cayó boca abajo. En la ribera del río se alzaba una cruz hecha de troncos de madera, con algunas flores al pie de la misma, como si fuera una tumba. Intentó levantarse apoyándose sobre sus brazos.

 Del suelo brotó un brazo cadavérico y putrefacto que con largas uñas cortantes, le aferró el antebrazo derecho. El sentimiento congelante que penetraba hasta los huesos que resulta del tacto con una entidad muerta se repitió.

 Natalia levantó la cabeza hacia las estrellas clamando por ayuda desesperadamente y dispersó alaridos ensordecedores y repletos de incoherencias, poseída por una locura producto del terror.

 Cuando logró soltarse, cayó sentada a unos cuantos metros de la simbólica tumba. Del suelo brotó el cuerpo cadavérico de una mujer vestida con un camisón blanco, con largas greñas grises surgiendo como ramas de su cabeza. Su rostro de piel plegada al hueso y mejillas hundidas fijo los enloquecidos ojos saltones que sobresalían entre marcadas ojeras negras en ella. Extendió las huesudas manos con la intención de aferrarla y dispersó los estridentes alaridos que le helaron la sangre a Natalia.

 El terror hizo que Natalia se desmayara momentáneamente. Cuando recuperó la consciencia, el espectro de la mujer la aferraba de las solapas de su suéter y le introducía la cabeza al agua del río.

 Natalia hizo lo posible por forcejear contra el espíritu, pero tenía una fuerza sobrenatural. Sólo logró tragar mucha agua que entró por su boca y su nariz, al tiempo que observaba sobre la superficie del agua el rostro enfurecido del espectro que la mantenía fuertemente dentro de la helada agua del río.

 Incapaz de gritar, la falta de oxígeno comenzó a provocarle a Natalia la pérdida de la consciencia. Pensando que iba a morir, surgió en su corazón un pequeño alivio... la pesadilla terminaba.

 La cámara fotográfica de Roberto tomó imágenes de la mujer, la cual lo volvió a ver con una mirada de odio psicópata. El espectro desapareció. Roberto sacó a Natalia del agua, casi muerta, y le dio respiración artificial y masaje al corazón.

 Natalia revivió súbitamente, vomitando agua y poco después, comenzó a llorar desolada. Roberto la consoló abrazándola durante el largo lapso que tardó en recuperarse.

 Una semana pasó, y Natalia se encontraba en la casa de Roberto. Horripilantes pesadillas la asolaban cada noche, y el trauma de tanta experiencia aterrorizante la había convertido en una mujer nerviosa, paranoica e intranquila. Natalia sentía que una nueva aparición surgiría de pronto de cualquier lugar. No encontraba paz en ninguna circunstancia, no podía dormir, y estaba al borde del colapso nervioso.

 Roberto, por su parte, estaba feliz y comenzaba a preparar los planes para comercializar las fotos.

 Vivían en una espaciosa casa de dos pisos, de madera y de los años 60. Pertenecía a la madre de Roberto, una anciana muy molesta y amargada, que siempre trataba mal a Natalia. Ésta, con el tiempo, llegó a aprender que debía mantener el menor contacto con la anciana, que la despreciaba, probablemente por ser una madre celosa y posesiva. Después de que Natalia sufriera los coléricos embates de la anciana, y que cualquier cosa, por insignificante que fuera, despertaba las críticas, las iras, los regaños y los gritos de la odiosa suegra, decidió no generar nuevos conflictos y evitar, en lo posible, toparse con la detestable mujer.

 Roberto tenía un trabajo mediocre, pero bien pagado como fotógrafo. Manipulaba a su madre, como manipulaba a todos. Pero corría con parte de los gastos de la casa. El resto lo extraían de la pensión de la anciana. Desde que Natalia era abatida por el estado eterno de nerviosismo y paranoia, se intensificó el odio y el desprecio de su suegra, que ya la denominaba exclusivamente como “la loca”.

 —Acabo de pensar en algo —le decía Natalia, sentada sobre la cama a un Roberto que estaba escribiendo en la computadora sus planes de mercadeo del producto. La habitación era espaciosa, con una cama matrimonial, un escritorio, televisión, un ropero y un enorme espejo de cuerpo completo que pertenecía a Natalia. Una torrencial tormenta eléctrica asediaba afuera.

 —¿Qué? —preguntó Roberto.

 —El espíritu en el río... ¿era la Llorona?

 —Por supuesto.

 —¿Y vos lo sabías? ¿Me hiciste enfrentar a la Llorona misma?

 —¿Cómo no? La Llorona bien puede ser el más famoso fantasma de Costa Rica. ¿Cuánto crees que pagarán por ver su imagen? Voy a contactar a programas de televisión de todo el mundo, hasta de México...

 —Sabes... poco después de que visitamos San Lucas, el espíritu de un recluso poseyó a un guardaparques que mató a otro. Los colegiales que desaparecieron tras visitar el Sanatorio Durán deben haber sido asesinados por espíritus. Y poco después de visitar la casa embrujada de Barrio Amón el nuevo dueño cometió un asesinato casi idéntico al cometido por el dueño anterior... como si estuviera poseído... Creo que cada una de nuestras visitas alborotó a estos espíritus y las muertes de estas personas son nuestra culpa.

 —No pensés en eso...

 —¿Y si estos espíritus nos buscan? No tenés idea de lo que estos fantasmas sienten. Tuvieron vidas trágicas y horribles, y sufrieron muertes igual de espantosas. Sus almas torturadas ahora deambulan día y noche repletas de ese mismo dolor, llenas de ira, rencor y amargura. Repitiendo eternamente el infierno que vivieron en sus vidas. Son seres atormentados que serían capaces de cualquier cosa.

 —Deja de pensar esas cosas, por favor. No me agüevés más la vida.

 Natalia cayó. Roberto bajó a buscar algo de comer.

 A Natalia le pareció escuchar un leve, casi imperceptible gemido, que la llenó de temor a pesar de lo pequeño que era. Bajó corriendo las escaleras, pero al darse cuenta que Roberto hablaba con su madre, prefirió no interrumpir para no causar un problema.

 La conversación que escuchó le llenó el corazón de dolor.

 —Descuidá mamá —dijo Roberto— pronto terminaré con esa loca de Natalia. Y la echaré de la casa...

 Natalia subió las escaleras con destino a la habitación que compartía con Roberto, dispuesta a llorar. Cuando entró, se fue la luz y una cortina de sombras cubrió la enorme casona, la cual era interrumpida esporádicamente por la luz que emitían los relámpagos.

 Sintió un escalofrío y comenzó a temblar. Trató de dominarse y respiró profundamente. Observó su espejo, el espejo grande al lado del ropero. Gracias a la instantánea iluminación de un relámpago, vio reflejado en el espejo, detrás de su cuerpo, la silueta de una mujer greñuda y vestida con un batón.

 Natalia comenzó a temblar una vez más. Se dio la vuelta lentamente...

 No había nada detrás de ella. Volvió la mirada hacia el espejo... nada tampoco.

 Suspiró aliviada...

 —¿Dónde están mis hijos? ¡Tú los tienes! ¿Qué hiciste con ellos? ¡Devuélvemelos!

 La carrasposa voz de ultratumba procedía de la cama. De entre las cobijas se levantó un cuerpo fantasmal cubierto por la colcha. Invadida por el temblor incontrolable, Natalia contempló el cuerpo que poco a poco salía de entre el cobertor, y que se dirigía hacia ella.

 Era la Llorona.

 Natalia salió corriendo del cuarto, en medio de las tinieblas más absolutas. Tras de ella se escuchaba a la Llorona;

 —¡Mis hijos! ¡Tú los mataste! ¡Maldita! ¡Devuélvemelos!

 Volvió la cara, y gracias a la luz de nuevos relámpagos, observó sin lugar a dudas, a la monstruosa figura de la Llorona persiguiéndola.

 Natalia bajó las escaleras gritando por ayuda. Intentando alertar a Roberto y su madre.

 Cuando entró al cuarto de su suegra encontró todo anormalmente silencioso. Lentamente se acercó al sillón donde reposaba la anciana. Al ladear el mueble, ahogó un gritó de horror.

 La anciana mujer yacía muerta, con el cuello quebrado y el rostro congelado en una mueca de espanto y terror.

 —¡Devuélveme a mis hijos! ¿¡Donde están mis hijos!? ¡Dímelo! —fue lo que dijo la Llorona bajando las escaleras.

 Natalia prosiguió su desesperado escape. Tropezó, como le era usual, y se golpeó estruendosamente la cara en el piso de cerámica. Se levantó sangrando por la nariz... y observó con una mirada aterrorizada el objeto con el cual había tropezado.

 Era el cadáver asesinado horriblemente de Roberto. Parecía que la Llorona lo había estrangulado.

 Antes de que Natalia pudiera levantarse, la Llorona se sentó a horcajadas sobre ella, diversos relámpagos y truenos iluminaban y retumbaban siniestramente. La Llorona contempló a Natalia con una mirada enloquecida por la ira.

 Natalia dispersó un alarido que generó un escandaloso eco en toda la casa...

 Recluyeron a Natalia en un Hospital Psiquiátrico, sospechosa de haber asesinado a su compañero sentimental y a su suegra, aunque ella lo negó una vez hubo recuperado el dominio sobre su cuerpo. Se le diagnosticó un caso severo de psicosis. La policía la encontró deambulando por la calle, gimiendo incoherente bajo la torrencial lluvia, y exclamando repetitivamente;

 —¿¡Donde están mis hijos...!?

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