CLAROSCURO

Londres, mediados del siglo XIX.

 —¿Conoce usted a un hombre denominado Edward Hyde, señorita? —me preguntó el inspector Bradshaw de Scotland Yard, un sujeto tosco y frío, quien me interpelaba en una lóbrega y asfixiante sala de interrogatorios.

 —Sí... sí señor, lo conozco.

 —¿Qué sabe de él?

 —No mucho, señor. Sólo que mi amo, el Dr. Jekyll, dio órdenes a todo el personal de la Mansión de obedecerlo como si fuera a él mismo.

 —¿Y lo ha hecho?

 —¿Qué, señor?

 —Obedecerlo.

 —¡Por supuesto! Por órdenes del Dr. Jekyll... yo...

 —Señorita —dijo inclinándose sobre la mesa, provocándome una ruborización— ¿tiene idea de los crímenes cometidos por Mr. Hyde?

 —Yo... algo...

 —¿Sabe que Hyde atacó a una niña de ocho años hace algunos meses? ¿Y que, de no ser porque un generoso cheque con cien libras le fue entregado a la familia de la niña ofendida, Hyde abría ido a prisión?

 —No tenía idea... señor...

 —El cheque fue firmado por el Dr. Jekyll y fue cobrado de la cuenta de éste.

 —Pe... pero...

 —Y ésta nota firmada por Edward Hyde donde asegura que escapa para siempre de Inglaterra, el grafólogo asegura que es la letra de Jekyll salvo por pequeñas variantes. Su amo, el Dr. Jekyll, está encubriendo a un criminal peligroso. La agresión a la niña es sólo una parte de su carrera delictiva, Mary. Hyde es sospechoso del asesinato de sir Danver Carew, un miembro del Parlamento muy querido y popular por su fama de ser muy bondadoso y justo...

 —¡El Dr. Jekyll tiene la misma fama! —repliqué enfurecida. —Es uno de los mejores médicos de Inglaterra. Sus clientes son algunos de los más ricos aristócratas... además, es conocido por su generosidad, atendiendo gente pobre en las clínicas públicas... es el mejor jefe que un sirviente puede tener...

 —¡Sí! ¡Sí! Miembro de la Sociedad Filantrópica de Londres, de la Sociedad Protectora de Animales, de la Sociedad Humanitaria de Inglaterra, del Grupo de Estudios Bíblicos de la iglesia local, etc. El tipo es un santo. Pero se encuentra aliado a un criminal...

 —Yo... yo... jamás traicionaría a mi amo...

 —Admiro su lealtad. Pero Jekyll es un tipo muy adinerado, y usted es una mujer humilde. No merece ir a prisión por complicidad con él...

 —No se nada, inspector Bradshaw, por favor déjeme en paz...

 —¿Sabe como fue que Hyde mató a sir Danvers? —dijo mostrándome unas fotos espantosas, que erizaron mi piel. Exponían el rostro desfigurado a golpes de sir Danvers, con el cráneo quebrado y derramando sesos en el suelo encharcado de sangre. —Hyde apaleó frenéticamente el rostro del pobre Danvers quien, según los testigos, lo único que hizo fue preguntarle una dirección. Hyde es un psicópata violento, Mary, que podría herirla a usted... como hirió a aquella pequeña niña...

 —¡Basta! No diré nada... enciérreme o libéreme por favor...

 —Puede irse...

Atravesé los sinuosos callejones londinenses, en medio de lúbricos ladrillos humedecidos por la espesa neblina, con mis pasos resonando ecosamente en las oscuras paredes, aquella noche tenebrosa. Y llegué hasta la gigantesca Mansión Jekyll donde me abrió la puerta el leal mayordomo, el señor Poole, un anciano calvo y con bigote tupido.

 —Pasa... —dijo secamente— el amo pidió verte en cuanto llegaras.

 Entré a la oficina del Dr. Jekyll situada en una exuberante biblioteca, con una cálida chimenea y un juego de sillones de cuero rojo.

 —Bienvenida, Mary —dijo el amable Doctor cuyo rostro mostraba una severa tensión y un agotamiento emocional. —¿Te encuentras bien? ¿Quieres tomar algo? ¿Necesitas cambiarte la ropa mojada?

 —Estoy bien, amo.

 El Dr. Harry Jekyll era un hombre que siempre vestía de traje, con anteojos, bigote y calvicie incipiente, su gentileza se expresaba aún sobre el rostro cansado.

 —Te he dicho que me llames Harry cuando estemos solos... después de lo acontecido aquella vez...

 —Comprendo señor... es decir... Harry.

 —Sobre tu interrogatorio con la policía...

 —No dije nada. Sería incapaz de traicionarlo...

 —Lo sé... lamento que tengas que pasar por esto...

 —Harry, ¿puedo preguntarle algo?

 —Adelante.

 —¿Quién es Edward Hyde y por qué lo protege?

 Jekyll dudó notoriamente y reflexionó algunos instantes observando el crepitar de la chimenea.

 —La verdad es tan terrible, querida Mary, que no puedo contestarte, por tu bien. Te estaría involucrando en una pesadilla terrible, y no mereces tal cosa, mi dulce Mary —dijo acariciándome la mejilla derecha, de tal manera, que me estremecí por un impropio sentimiento de amor hacia él.

Lloré mucho aquella noche en mi viejo y rechinante catre, bajo las tupidas cobijas, en el humilde aposento con paredes de ladrillo que era mi habitación. Amaba secretamente al Dr. Jekyll, pero era imposible que un hombre tan honorable y justo como él, y de una clase social tan alta, correspondiera los sentimientos de una humilde sirvienta nacida en los barrios marginales de White Chapel.

 Hacía ya dos semanas que Harry Jekyll y yo habíamos hecho el amor. Todo pasó muy rápido y totalmente en contra de la razón, pues era definitivamente impropio que un amo honorable se involucrara de tal forma con su sirvienta. Jekyll estaba renuente en un principio, pero mis sentimientos por él eran profundos, y fueron creciendo y creciendo, incrementándose desde el primer día en que trabajé en la Mansión Jekyll. Tenía tanta suerte de trabajar en una hermosa casa, pero especialmente, tenía suerte de trabajar para un hombre tan bueno. Me enamoré de su gentileza y su trato amable que casi nadie en mi vida me había proporcionado, mucho menos, un jefe. Acostumbrada como estaba a los maltratos y las humillaciones desde muy pequeña, la calidez del corazón de Harry Jekyll fue un néctar que llenó mi alma atormentada.

 —Hola Mary —me dijo una voz ronca y gutural quien había forzado la entrada a mi aposento y penetrado furtivamente, provocándome un terror espantoso.

 Frente a mí se encontraba la grotesca persona de Edward Hyde. Era un sujeto espantoso, encorvado, de largos y grasosos cabellos, barba larga, nariz alargada, piel macilenta y ojos de mirada siniestra. Vestía siempre un sombrero de copa viejo y carcomido, y ropajes negros, con una larga capa. En esos momentos consumía licor directamente de la botella.

 Lo conocía bien, pues durante muchas ocasiones me lo topé en sus frecuentes visitas, generalmente nocturnas, al laboratorio de Jekyll. Generalmente me hablaba con rudeza y con una evidente lascivia, por lo cual, traté de evitarlo en todas las formas posibles.

 —¡No me lastime, por favor! —dije al borde de la histeria, consciente como estaba de que mis gritos difícilmente llegarían a oídos del resto del personal por la lejanía de mi cuarto.

 —No temas, preciosa, no pienso hacerte daño —dijo sonriendo y mostrando una dentadura muy grande. —Eres tan leal a Harry... ¡que admirable! Estás enamorada de él, ¿no es así?

 —Eso no le importa.

 —Si vinieras conmigo podría mostrarte tantas cosas —dijo interrumpiéndose para beber de su botella. —Tantas cosas que una pobre niña reprimida como tú nunca conocería de otra forma. Experiencias increíbles que esta odiosa y enfermiza sociedad rechaza y esconde...

 —No gracias... Sé muy bien sus.... costumbres. Lo han observado salir de prostíbulos y antros de opio en todo Londres...

 —¡Maldita sea! —dijo lanzando la botella contra la pared, quebrándola en mil pedazos y forzándome a cubrirme el rostro como reacción. —Odio a ésta sociedad hipócrita y melindrosa. ¿Me tienes miedo, estúpida? ¿Me tienes miedo? —dijo aproximándoseme. —¿Le temes a un sujeto libre de las trabas represivas y esclavizantes de ésta sociedad? ¿A que le temes? ¿Dime? —dijo rozándome la mejilla en el mismo lugar donde Jekyll— ¿A unas cuantas orgías que he realizado? ¿A inyectarme buenas dosis de opio? —dijo mostrándome su brazo derecho repleto de marcas de inyecciones— ¿Al hecho de que soy presa de las más absoluta indulgencia y satisfago todos mis deseos?

 —¡SÍ! —dije sintiendo una extraña atracción por ésta criatura monstruosa y repulsiva a la que envidiaba. Un ser capaz de dar rienda suelta a sus más bajas y bestiales pasiones.

 —Lo sabía —dijo Hyde adivinando mis pensamientos y chasqueando repugnantemente. Procedió luego a poseerme carnalmente con brutalidad pasional.

Aunque dudo realmente de mi condición mental, debo admitir que me dejé seducir por ese tosco sujeto, ese agresor en potencia, ese salvaje hombre salido de las tinieblas.

 Toda mi vida fui la mujer más recatada que pude ser. Toda mi vida reprimí cualquier deseo o anhelo inadecuado y censurable. La relación con Jekyll fue la primera de mi vida, y fue tan diferente de la que tuve con Hyde. Con Jekyll había una trémula timidez, bastante pueril, pero repleta de ternura y romance. Con Hyde, era una pasión animal, brutal y sádica. La relación con Jekyll llenó mi corazón de un cálido sentimiento muy alejado del meollo sexual del asunto, mientras que con Hyde, experimente licorosos orgasmos y realicé prácticas eróticas que jamás me hubiera atrevido siquiera a imaginar.

 Hyde desapareció en la mañana aún antes de que yo despertara. Me asomé por la ventana de mi aposento y contemplé la puerta del laboratorio del Dr. Jekyll abierta, así que me vestí de prisa y atravesé la húmeda bruma mañanera hasta penetrar en el laboratorio.

 El lugar estaba hecho un desastre. Alguien, probablemente Hyde, había realizado varios destrozos en el normalmente ordenado sitio. Un lugar repleto de frascos, tubos de ensayo, botellas, libros de ciencias, un esqueleto anatómico, y un sinfín de mesas de experimentación donde el Dr. Jekyll pasaba muchas horas, días enteros.

 Comencé a organizarlo todo, y encontré entre los papeles dispersos el libro de oraciones favorito de Jekyll, el cual estaba repleto de blasfemias escritas a mano, supuse que por obra de Hyde. Poco después, descubrí el título de graduación del Dr. Jekyll como médico general. El título decía “Certificado de Doctorado en Medicina de la Universidad de Londres emitido para Harry Edward Jekyll”.

 —¡Edward es el segundo nombre de Harry! —dije para mí misma— Y... y Hyde significa “Escondido” en inglés. ¿Será acaso que Edward Hyde es un acrónimo...? No puede ser... son dos personas tan diferentes...

 —Somos el mismo hombre —dijo el Dr. Jekyll penetrando en la habitación, mostrando grave daño en su salud física y emocional.

 —¿Pero... como?

 —Toda mi vida la he dedicado al Bien, Mary. Siempre he sido un hombre bueno, respetuoso de las leyes divinas y de las humanas. He sido generoso y bondadoso con los demás, y he intentado ayudar al prójimo. Pero, siempre tuve en el interior de mi alma ese sentimiento de deseo prohibido que me carcomía. Esos impulsos bestiales, pasionales, pulsátiles, que atormentaban mi psique. Deseos insaciados y anhelos morbosos que se retorcían en el interior de mi alma. Y que reprimí con frenesí cada noche antes de hacer mis oraciones.

 —Todos tenemos esos sentimientos...

 —Decidí entonces utilizar una fórmula química que me liberara de tales deseos. Una fórmula que separa el lado oscuro de mi ser y le da una naturaleza consubstancial. Una fórmula que me permitiría saciar mis tendencias violentas, viciosas y lujuriosas. Una fórmula que me transformaría en un ser nuevo, y diferente, en una polarización de mi otro ser. En una concentración de todo lo malo que hay en mí.

 —Pero... tal ser sería maldad pura...

 —Es Mr. Hyde. Hyde es el extremo absoluto de todo lo malo. Su corazón está lleno de odio y rencor irrefrenables. Es capaz de cualquier cosa y no conoce límites. Disfruta asesinando con ansia feroz. El asesinato de sir Danvers tuvo la característica de ser un homicidio de una víctima famosa y reconocida, pero nadie le importó la gran cantidad de indigentes y prostitutas que Hyde despedazó horripilantemente.

 —¿Está usted consciente de todo cuanto Hyde hace?

 —¡Por supuesto! Como él lo está de todo cuanto yo hago.

 —Pero... ¿por qué sigue manifestándose Hyde?

 —Al principio aparecía sólo cuando yo tomaba la fórmula. Pero, con el tiempo, Hyde comenzó a tomar substancia propia y pudo provocar la metamorfosis a voluntad. De tal forma, que me transformaba en él sin previo aviso. Hyde es parte de mí, y siempre estuvo reprimido en mi subconsciente, pero ahora, Hyde es un ser real, una pesadilla viviente, con mente propia, capaz de razonar y de tener consciencia de su propia existencia. Él desea vivir y desea ser el dueño absoluto del cuerpo. —Súbitamente, Jekyll se vio estremecido por dolorosos espasmos. Cayó de rodillas al suelo mientras me gritaba —¡Vete!

 Frente a mis atónitos ojos, Jekyll sufrió una dolorosa transfiguración en medio del sonido de huesos quebrándose y músculos modificándose. Su cabello creció volviéndose grasoso, su barba se tupió, sus rasgos mutaron transformándose en una mirada sádica de sonrisa sarcástica, su espalda se encorvó y sus manos se volvieron huesudas y nervudas.

 —Hola, preciosa —dijo Hyde con tono zalamero. —Jekyll y yo somos dos caras de una misma moneda. Somos el Bien y el Mal en su máxima dicotomía. La Luz y la Oscuridad, el Orden y el Caos, el Superego y el Ello de los psiquiatras. Pero, ésta vez, por fin seré capaz de liberarme de mi eterna prisión y convertirme en algo real para deleitarme por siempre en la satisfacción de mis deseos en éste pútrido y detestable mundo.

 —La policía lo está buscando, Hyde —dije— y le espera el cadalso por sus crímenes abominables...

 —Entonces uno más no importará —dijo acercándoseme con saña asesina en sus ojos horrendos. Traté de gritar y de huir, pero Hyde me aferró por el cuello y comenzó a estrangularme.

 Entonces escuchamos los pasos apresurados y las voces del inspector Bradshaw y del mayordomo de Jekill, el Sr. Poole. Hyde se detuvo y me soltó en medio de mis naturales arqueos, y luego cerró la puerta metálica del laboratorio.

 —¡Abra la puerta, Hyde! —ordenaron los dos sujetos golpeándola tan fuerte que estaban a punto de derribarla.

 —No permitiré que me envíen a la horca —dijo Hyde preparando la fórmula química que le dio vida. —Y tampoco permitiré que ese estúpido de Jekyll regrese a su vida pulcra y santa y me aprisione de nuevo en su mente. Ésta dosis será fatal —dijo inyectándose el suero en sus venas de opiómano para luego caer al suelo convulsionándose espasmódicamente hasta morir.

Ocho meses después...

 —¿Su bebé es hijo del Dr. Jekyll o de Mr. Hyde? —me preguntó Bradshaw.

 —No lo sé.

 —¿Conoce a una mujer que llaman Calisto?

 —No.

 —Es una mujer que describen de nariz ganchuda, mirada sarcástica, cabellera greñuda, que siempre viste ropa negra ceñida y con largas uñas negras. Muy diferente a usted, por cierto. Se supone que es alcohólica, promiscua, grosera y que ha protagonizado diferentes escándalos. Ha sido amante de hombres casados muy adinerados, traficante de opio, algunos dicen que es una prostituta, otros que es una asesina, o ambas cosas.

 —No la conozco.

 —Se le ha visto siempre cerca de donde usted vive. Dicen que sale por las noches de su mismo apartamento. Y casualmente, está embarazada también.

 —Le repito, que no la conozco, ahora si me disculpa —le dije levantándome de la silla en el salón de interrogatorios en un avanzado estado de gravidez— debo ir al médico. Debo tener muchos cuidados porque muy probablemente, voy a tener gemelos...

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