AMOR DE VAMPIRO
AMOR DE VAMPIRO
Por: Demian Faust
PRÓLOGO

PRÓLOGO

La primera vez que vi a Helen Orleans estaba en sus tardíos veinte. Es difícil de describirla realmente; heredó de su sangre europea una piel de una blancura casi translúcida, que con poca iluminación le proporcionaba un aura fantasmagórica, y contrastaba con un lacio cabello de color negro brillante, principal característica de su sangre latina, que resplandecía con la luz directa, aunque tras cierta experiencia preternatural se encaneciera completamente volviéndose blanco como la nieve. Pero ella lo tiñó para que su aspecto fuera más normal. Sus ojos verdes parecían dos esmeraldas brillantes y refulgentes, cuya mirada era imposible de soportar, y exudaba una melancolía marcada y profunda, casi deprimente. Sus rasgos tersos y suaves heredaron de su padre un aspecto lobuno y luciferino, pero con los pómulos indígenas maternos que resaltaban ese aire que habría sido diabólico de no ser por la sempiterna tristeza reflejada en su mirada.

 Sin duda era una mujer hermosa de aspecto grácil, fino, sofisticado, como extraído de épocas ancestrales. Su cuerpo escultural y firme siempre producía en los hombres que giraran su mirada conforme caminaba por áreas concurridas, aunque su profesión científica y su desempeño como académica provocaran que vistiera frecuentemente de forma recatada y formal, cuyos ropajes no podían disimular su esbelta figura.

 Su presencia siempre fue extraterrena, casi elemental. Parecía más una especie de espíritu encarnado momentáneamente, que un ser humano puro, como si por sus venas corriera sangre que no pertenecía a la raza humana. Casualmente, y después de ciertos eventos misteriosos, su aspecto se vampirizó cada vez más. Tenía treinta y tres años entonces, pero parecía de veintisiete en todo excepto su mirada de anciana octogenaria. El proceso de vampirización fue notorio, y a partir de ese momento pareció no envejecer más, su piel se volvió espectralmente pálida y sus rasgos se agudizaron sólo un poco. La razón era que un torrente de sangre infectada con el vampirismo se mezcló con la de ella convirtiéndola en una portadora, aunque de eso hablaremos luego.

 Pero su origen realmente era muy, muy pretérito como podía verse en sus vidas pasadas…

 Fue en la antigua Mesopotamia de hace 6000 años donde comenzó la maldición, aunque realmente es arbitrario darle un origen en el tiempo, pero es el vértice tradicional en la cronología de una pesadilla sin fin. Un acadio viejo y curtido que desde temprana edad se interesó por los cultos infernales que pululaban en esa remota y salvaje era, indagó más profundamente en abismales secretos perdidos en el paso de los eones, sobre civilizaciones y cultos desaparecidos cientos de miles de años en el pasado, mucho, mucho antes de que los seres humanos existieran. Fue en la profundidad de los desiertos malditos de Arabia, rodeado de demonios y espíritus malignos que acechaban en las frívolas noches al lado de su campamento susurrando blasfemias a su oído, donde encontró la Ciudad de los Pilares, Irem, construida cuando abominables deidades gobernaban la Tierra y el reinado de éstas maldades cósmicas era absoluto, antes de ser interrumpidos por dioses desidiosos, y donde su descendiente (o quizás su nueva encarnación) el poeta árabe loco Abdul Alhazzred redactaría el Necronomicón.

 El acadio, al borde de una muerte agónica por la sed, con la mente turbada de visiones espantosas y el alma envenenada de odio y maldad, pactó esa oscura noche con una maléfica entidad denominada Pazuzu, uno de los grandes demonios infernales, temido en tierras mesopotámicas desde que el mundo es mundo, regente demoníaco del viento siendo así una de las peores y más siniestras fuerzas de la Tierra. Pazuzu, cuyos ojos parecían dos fulgurantes luces verdosas de gran malevolencia, gravó sobre la frente del acadio un sello perverso y le abrió una dolorosa herida supurante y cáustica en su mano izquierda, donde introdujo su propia sangre de demonio. Nunca más el acadio volvería a ser igual, pues su ya de por sí mente enloquecida y psicópata se tornaría más sádica, con la sangre infernal que le carcomía el interior.

 La transmutación fue terriblemente dolorosa. El acadio gritó y se retorcía de dolor con el ácido sanguíneo de Pazuzu recorriéndole cada vena y arteria, convulsionándole el cuerpo en una metamorfosis horripilante. Quebrándole huesos para luego soldarlos en segundos y retorciéndoles músculos para un reacomodo grotesco. Sus alaridos estertóreos retumbaron entre las ruinas ancestrales produciendo un efecto de ecos cavernosos incrementando su lobreguez.

 Cuando el sol emergió de entre las colinas áridas y quemó el ambiente como una braza diabólica, el acadio había terminado su mutación, aunque lucía humano, era ahora una criatura execrable, mitad demonio, con una maldad feroz que le recorría cada poro y le carcomía en odio y violencia y lujuria, y sus pupilas se volvieron de color verde. Pazuzu volvió a sus avernos, complacido, esperando que su obra fructificara. Tardaría milenios pero ¿Qué son miles de años para una entidad eterna?

 El acadio regresó por las extensas tierras desérticas sin necesidad de agua, comida o descanso, casi como un muerto viviente, hasta la ciudad de Acad donde era originario, y donde vivían sus dos hijas sumisas, como toda mujer de ésta época y locación. A ambas las llevó luego a las montañas alejadas y rurales donde sólo el aullido lastimero de lobos hambrientos interrumpía la lóbrega noche. Dentro de una sórdida cueva, las sometió a toda clase de perversiones, humillaciones y vejaciones repulsivas, hasta que ambas quedaron locas. De ellas nacieron bebés sanos y fuertes, de mirada siniestra y cuya sangre demoníaca estaba a flor de piel. Partieron a Acad con sus madres y su padre—abuelo y allí se casaron, continuando la tradicional unión endogámica con sus propias hijas una vez que alcanzaban la pubertad, y repitiendo el patrón generación tras generación, haciéndose acreedores de distintas enfermedades consanguíneas, que en algunos casos produjo deformaciones monstruosas, pero en otros produjo psicosis y neurastenia. No obstante, la sangre de Pazuzu hacía que los más fuertes retoños fueran inmunes en cierta medida a los efectos genéticos del incesto, creando y recreando una estirpe enferma y malévola.

 Ésta tribu fue conocida como los Orkaham, que habitaron todos los centros urbanos importantes de la Mesopotamia, luego emigraron a Egipto donde lideraron cultos al demonio serpentino Set, y con los hebreos partieron de tierras egipcias y se asentaron en Israel, continuando su prácticas satánicas, sumiéndose en los secretos de la Cábala más negra y demoníaca. Se vanagloriaron con el caos perverso y la destrucción cometida por los romanos en el siglo II, cuando hoyaron Jerusalén hasta sus cimientos, destrozaron el Templo y cometieron un genocidio sangriento, y la diáspora judía fue también la de ellos. Durante la Edad Media, modificaron su apellido hebreo convirtiéndolo en Orleans, y pocos sobrevivieron la Inquisición.

 Diferentes notas historiográficas se narran sobre la Familia Maldita. Un infame clan escocés medieval, los McOrkham, dominaban ciertas tierras costeras en las frívolas Tierras Altas de Escocia, donde según se dice, pactaron con una tribu de salvajes pictos con quienes intercambiaron mujeres. De tal forma, que la sangre McOrkham estaba repleta del salvajismo primitivo de los pictos caledonios, y sus ritos heréticos con sacrificios humanos se combinaron perfectamente en un tórrido sincretismo con los cultos satánicos de los McOrkham. El clan entró en conflicto con los McLand, su clan vecino y principal rival comercial. La guerra duró aproximadamente cinco generaciones de sangre y muerte, y muchos McLand se pudrieron en los escabrosos calabozos McOrkham que luego serían utilizados por un descendiente como veremos luego. Las torturas de los McOrkham eran tan funestas y aterradoras que los McLand decidieron finalmente pactar la paz a pesar de que gozaban de la simpatía y ocasional apoyo de los clanes vecinos y la lejana venia del Rey de Escocia cuya mano no se sentía en las zonas rurales.

 En éste periodo de tiempo se da el matrimonio entre la hermosa Wendolyn McOrkham, una de las hijas más importantes del viejo jefe del clan, Thirius, con el hijo menor del clan McLand, Julius. Wendolyn era una hermosa mujer de cabellos rojos como las flamas infernales, rizadas y alborotadas que cuando el viento los movía parecía tener la cabeza incendiada, de ojos verdes y un rostro pícaro poco común en las mujeres de la época. La sangre picta era innegable en sus venas y rasgos. Julius McLand, sin embargo, un joven tosco y lerdo, de poca inteligencia, que fue cedido en matrimonio a los McOrkham precisamente por ser el más prescindible de los hijos McLand encontró en la joven híbrida de picto y sajón una belleza exótica que fácilmente nubló su retardada mente, y cubrió con un velo de lascivia sus reticencias iniciales.

 La boda se realizó mediante el rito cristiano clásico en las tierras McOrkham —aunque según se dice el verdadero rito herético lo realizaron los McOrkham solos en un sótano siniestro— y a la partida, para asegurarse de que los McOrkham no traicionarían a los McLand, los sobrinos del viejo Thirius McOrkham; Jonathan y Silas fueron en los barcos de la familia McLand.

 Pero los McOrkham eran como víboras y una vez que los tres barcos McLand se alejaron, los McOrkham dispararon cañones contra ellos hundiéndolos dentro de las profundas aguas heladas del nortes escocés, asesinándolos a sangre fría junto a los dos primos Jonathan y Silas que no sirvieron de garantía. Los McOrkham fácilmente prescindieron de ellos como parte de su cruenta venganza. Solo dos McLand sobrevivieron; Julius que debía quedarse en tierras de su esposa como garantía, y su hermano mayor Charles que era un valiente guerrero combatiendo a los vikingos en el éste y no se encontraba para la ceremonia funesta.

 Se dice que Wendolyn lloró profundamente la traición, no por simpatía con los McLand a quienes odiaba, sino porque era amante de su primo Jonathan a quien amaba profundamente. Jamás perdonó a su padre Thirius por eso, y el rencor la enconó tornándola en una bruja aún más oscura. Con los McLand muertos, Wendolyn heredaba sus tierras y fortuna como legítima esposa de Julius quien, asombrosamente, parecía no dimensionar la traición contra su familia y parecía hechizado.

 Wendolyn y Julius regresaron a las tierras McLand ahora todas suyas y tuvieron muchos hijos que, afortunadamente, heredaban las características intelectuales de su madre y sus mismos ojos verdes. Wendolyn era vista invocando espíritus y fuerzas tenebrosas en las atalayas del Castillo McLand, y se cree que se comunicaba con el fantasma de su amado primo Jonathan. Supusieron a Charles muerto en batalla y reinaron con señorío.

 Charles regresó, pero Julius no le dijo que toda su familia había muerto a manos de los McOrkham y le aseguró que una tormenta fue la responsable. Como primogénito, era Charles el legítimo heredero de las tierras McOrkham. Julius pensó en retarlo o asesinarlo, pero Wendolyn era más inteligente y apaciguó sus fuegos, diciéndole que debían reconocerlo como Señor y servirlo, por un tiempo. Julius no comprendió pero siempre sabía que pensar no era su fuerte y confió en la mente serpentina de su mujer.

 Con el paso de los años, y tras que Charlas McLand se hubiese casado con una hermosa sajona de cabellos rubios, seguía soñándose con Wendolyn en eróticos viajes oníricos que le infundían un deseo incontrolable. Se imaginaba a la pelirroja ojiverde cuando yacía con su rubia esposa, y a veces murmuraba su nombre. Finalmente, le fue imposible contenerse y una brillante noche de luna llena poseyó a Wendolyn en la atalaya más alta del lugar donde ella invocaba apariciones fantasmales.

 Cuando su rubia sajona se enteró de lo acontecido, se lanzó de la ventana de la misma atalaya hasta destrozarse en el desfiladero de piedras costeras donde repicaban las olas. Nunca encontraron sus restos mortales, pero en las noches de neblina tan comunes en el clima británico, se escuchaban sus lamentos lastimeros y helaban la sangre.

 Julius, deshonrado, combatió a muerte a su hermano y murió atravesado por la espada de Charles que lo superaba en toda proeza física y mental, siendo su bruto hermano un rival sin importancia. Desde entonces Charles y Wendolyn vivieron juntos como esposos aunque nunca se casaron formalmente, y engendraron muchos hijos. Pero el remordimiento que sentía Charles por el suicidio de su esposa y la muerte de su hermano le carcomió el alma y la cordura. Pronto surgió un odio profundo hacia Wendolyn y una demencia particularmente amarga. Ordenó a sus siervos darle muerte a Wendolyn pero ésta con sus capacidades mágicas escapó maldiciéndolo. Charles no duró un año con vida, porque la lepra le destrozó el cuerpo que contenía su ya de por enloquecida mente. Los siervos lo dejaron solo a morir podrido en vida, y su castillo languideció convirtiéndose en uno de los más famosos lugares encantados de Escocia.

 Wendolyn McLand —o Wendolyn McOrkham— emigró a Alemania donde fue acogida por sus primos germanos los van Orchemheim. Estaba embarazada de Charles y dio a luz un bebé fuerte y robusto llamado Jack, que sería adoptado como hijo por Adolf van Orchemheim, el primo lejano y tercer esposo de Wendolyn con quien vivió toda la vida. Por supuesto que Wendolyn van Orchemheim no tuvo un final feliz, y las autoridades alemanas la arrestaron a ella y su familia por prácticas como la sodomía y la brujería. La Iglesia los quemó a todos en la hoguera excepto a su hijo Jack van Orchemheim que escapó de la purga en una caravana gitana.

 Jack van Orchemheim recorrió Europa con los gitanos hasta llegar a las islas helénicas.

 Es en ésta época salvaje medieval que Jack van Orchemheim se cambia el apellido por Orkamios en un esfuerzo por helenizarlo pero conserva su nombre británico. Jack Orkamios se casó con una hermosa noble griega en un matrimonio que pocos se explican, y para el que quizás utilizó artilugios macabros, dando origen a la Casa Orkamios que pronto sería una de las más influyentes en Grecia.

 La rama Orleans en Grecia prosperó vertiginosamente, y pronto se convirtió en una sombra poderosa detrás de las cortes gobernantes.

 De entre todos los Orkamios uno tendría una importancia trascendental para todas las generaciones venideras, su nombre cuando estaba vivo era Drakenios Orkamios, pero cuando murió y resucitó de entre los muertos como un ser de las tinieblas fue conocido como Draken…

Corsonos Orkamios, bisnieto de Jack van Orchemheim, era el lord feudal de un viejo principado helénico en la frontera con los turcos. Tenía tres hijos; su hijo mayor Augusto, su hijo del centro Drakenios, y su hija menor Atena. Su esposa no sobrevivió el cuarto parto y murió con la criatura torcida entre las piernas. Corsonos educó a sus hijos con todos los lujos cultivándolos con los mejores profesores en todas las disciplinas importantes; gramática, matemática, historia, música, pintura, filosofía, etc., así como les inculcó una devoción religiosa fanática, cuya fe cristiana era inquebrantable y preferían la muerte a la herejía. Llevó a sus hijos desde niños a ver las ejecuciones de brujos, judíos y sodomitas como parte de su formación. Corsonos fue siempre un hombre severo pero recto, amoroso y justo, que jamás castigaba a sus hijos hasta estar convencido de su culpabilidad con evidencias fehacientes. Les enseñó un sentido de la justicia tan estricto que jamás lo desafiaron en toda su vida, y muchas veces confesaron sus faltas. Drakenios creció criado por nanas y nodrizas, con su hermano mayor leyéndole cuentos de caballeros en las noches, enseñándole a usar la espada y el arco, y a montar caballos y mujeres. Drakenios perdió la virginidad salvajemente a los doce años con una sirvienta diez años mayor, como su hermano y su padre antes que él, y desde entonces no pudo llevar el cálculo de todas las mujeres que había desflorado. Su hermana menor, en cambio, como buena mujer sumisa y cristiana en la Edad Media, se mantuvo intacta hasta el Solsticio de Invierno de diez años en el futuro.

 En ésta época resultó que el Papa de Roma se declaró superior al Emperador de Constantinopla y la cristiandad se dividió. Pero el surgimiento de un enemigo común y feroz que amenazaba con destruir el Universo cristiano, el Islam, las unió en las sangrientas Cruzadas. Nunca la Tierra había visto un conflicto tan grande y violento. Ejércitos enardecidos por las prédicas papales emigraron de toda Europa para recuperar las tierras santas de las garras musulmanas que las habían conquistado. Cuando los bárbaros occidentales llegaron a la gloriosa Constantinopla, provenientes de países con lodazales en vez de las pavimentadas calles bizantinas iluminadas por faroles, y se adentraron por los exuberantes palacios constantinopolitanos de belleza asombrosa, todos sucios y pestilentes pues nunca se bañaban a diferencia de los sofisticados y perfumados bizantinos, a éstos se les retorcía el estómago por ver a sus hermanos cristianos europeos en un estado tan repugnante de suciedad y barbarie. Más impresión causaron estos europeos cuando, sin motivo real, arrasaron las ciudades aliadas de cristianos bizantinos. Y cuando llegaron a Medio Oriente, los refinados musulmanes que sabían casi todos leer y escribir, estudiaron filosofía griega y se bañaban todos los días, se convencieron más de que combatían, no a seres humanos, sino a monstruos sucios y retorcidos de asquerosidad nauseabunda.

 La familia Orkamios no fue la excepción a la regla en cuanto al drama sangriento de las Cruzadas salvajes. Cuando Corsonos Orkamios fue asignado como regente de un principado limítrofe, los turcos conquistaron el territorio y lo despellejaron en vida. Su cuerpo destazado fue colocado como un trofeo en las puertas de la ciudad devastada. Drakenios supo la noticia con dolor, aunque la relación con su padre jamás fue cercana como era costumbre en la época. Aún así la rabia lo embargó pues su padre era ya anciano y su muerte fue espantosa.

 —Nuestro Padre descansa con Nuestro Señor Jesucristo en el Reino de los Cielos —dijo Augusto en forma de consuelo mientras se colocaba el uniforme de caballero templario. Se había unido a los templarios desde temprana edad y su uniforme rojo con blanco y su insignia de cruz cuadrada resaltaba frente a los ropajes de luto de sus dos hermanos. Atena lloraba desconsolada, mientras Drakenios reprimía el dolor. —Su sufrimiento purificó su alma de pecado. Ahora nos corresponde impedir que los herejes mahometanos conquisten el mundo cristiano.

 —Debemos vengar su afrenta —declaró Drakenios cerrando los puños.

 —Si escapan a nuestra justicia no lo harán de la Divina. En el infierno padecerán de suplicios que no podremos proporcionarles jamás.

 —Pues planeo enviarlos pronto… —predijo el muchacho, pero Drakenios no pudo enrolarse inmediatamente en el Ejército Cruzado porque antes debía encargarse de los asuntos familiares. Casar a su hermana y asegurarse que la Casa Drakenios persistiría. Su hermano era un Caballero Templario por lo que hizo voto de celibato y jamás se casaría ni tendría hijos. Partió a las cálidas tierras meso—orientales a combatir infieles, quienes eventualmente lo aprisionarían y le extraerían las entrañas vivo. Su cadáver sería otro trofeo y el corazón de Drakenios se endurecería aún más tras esto.

 Drakenios maldijo la vida. La muerte de su hermano le dolió más que la de su madre que casi no conoció y la de su padre sentimentalmente lejano. Aún el tercer drama de su familia no le afectó tanto. Y cuando su hermana adolescente y doncella aún, fue interceptada en el carruaje que viajaba por una tribu de gitanos que mataron al conductor y los guardias, y su cuerpo desnudo y violado hasta el cansancio fue encontrado muerto en las afueras del bosque, Drakenios tampoco se sintió tan desolado. La relación con su hermana menor nunca fue muy próxima, aunque la quería y la protegía, pero se sentía más culpable e indignado por el hecho y por no haberla resguardado mejor. Organizó una turba de soldados y sirvientes y penetró con caballos, armas y antorchas el bosque. No había evidencias de que fueran los gitanos los perpetradores, pero su hermana fue encontrada muerta en sus territorios por lo que hoyaron la foresta, encontraron la caravana y los masacraron.

 Drakenios perdonó a las mujeres y los niños, pero tras torturar a los hombres y hacerlos confesar, los hirvió en aceite hasta volverlos locos, les cortó la lengua y se las hizo tragar.

 Era ahora el último de la Casa Orkamios, marcada por la desgracia. Ya estaba viejo para casarse con unos 26 años, pero aunque era buen partido por ser apuesto y de muy buena posición social, las mujeres le reuían porque se dice que su familia estaba maldita. En una de las fiestas de aquella época, celebrando el matrimonio de la princesa Bernadette III, hija del Emperador, conoció la criatura más hermosa que había divisado. Se trataba de la bella Helena SOrkasias, hija de una noble familia y prima lejana de los Orkamios. Una mujer de cabellos rojos rizados que caían sedosamente sobre su fina espalda, de piel blanca como la leche y brillante como rayos solares, y unos rasgos finos y sofisticados propios de raíz mediterránea inconfundible. Su cuerpo gracioso se repintaba hermosamente en su fino vestido.

 Drakenios quedó prendado de ella desde que la vio. Bajo la tenue luz de las antorchas y la música de los trovadores se le acercó para cortejarla emocionado. Recatada por las condiciones de la época, Helena reprimió la atracción que aquél guapo hombre alto, robusto, de barba corta y cabello largo y mirada profunda le provocaba. El cortejo duró poco porque ambos estaban destinados a estar juntos, y pronto se confesaron mutuamente su afecto en los jardines constantinopolitanos ante la mirada vacía de las estatuas olímpicas.

 Drakenios y Helena se casaron en el verano en las tierras de los Orkamios. Los padres de Helena fueron reticentes al principio, pero cedieron finalmente ya que era poco común que una pareja enamorada mutuamente se casara en una era de matrimonios arreglados. Drakenios y Helena hicieron el amor con dulzura y se amaron profundamente.

 Drakenios jamás se hubiera atrevido a tocarle un cabello bruscamente a aquél ángel celestial que había bajado al mundo para darle amor y cariño. Nunca podría decirle una palabra hiriente o propinarle una mirada tosca, aún viviendo en tiempos salvajemente machistas, pues la amaba y su corazón se lo impedía. Drakenios y Helena se amaban calurosamente y no deseaban estar separados nunca. Se querían de manera tan profunda, que parecían una sola persona, y cuando se alejaban mucho tiempo, siempre estaba él de mal humor y ella con una nostalgia descorazonadora.

 Finalmente, Drakenios tuvo que ir a la Guerra. Se unió al Ejército Cruzado impelido por las derrotas recientes, y viajó a las calurosas tierras de Medio Oriente a padecer hambre, calor calcinante en el día y frío congelante en la noche, sed, dolor, enfermedad, y a rebanar cabezas de turcos a diestra y siniestra, ensangrentando las arenas áridas del desierto hasta que se encharcaban a la altura de las rodillas. Pilas de cuerpos muertos provocaban montañas espantosas con buitres satisfechos. Durante éste periodo amargo de muchos años, separado de su amada Helena a quien anhelaba como un niño abandonado, jamás tocó a otra mujer, aunque hubiera prostitutas para los soldados, esclavas y prisioneras musulmanas innumerables a su disposición.

 Regresó a Grecia algunos años después, todavía con los traumáticos recuerdos de los horrores de esa Infierno llamado Tierra Santa que llegó a odiar con fervor. Le sorprendió que ninguno de los sirvientes le diera la cara. Todos esquivos y preocupados, temblaban cuando el amo les preguntaba por su amada esposa. Deseaba abrazarla, besarla, hacer el amor, estar con ella ahora que pasó una larga temporada sin su amada. Pero no la encontró en todo el Castillo Orkamios.

 Desesperado abofeteó a las sirvientas hasta que le dijeron la verdad. Le señalaron hacia la atalaya más lejano del edificio donde la mujer hizo su habitación. Cuando abrió la puerta percibió el aroma a podredumbre que expedía causándole náuseas desagradables y arqueos repulsivos. Se introdujo con antorcha en mano por los oscuros interiores del sitio, donde una mujer sollozaba enloquecida de dolor y sufrimiento. Se removía de un lado para otro como animal balbuceando incoherencias. Su silueta siniestra hizo palidecer a Drakenios que temió afrontar la verdad…

 Titubeó, pero finalmente la iluminó con la antorcha, y se arrepintió toda la vida de haberlo hecho…

 Su hermosa y amada Helena era un monstruo putrefacto, corroído y muerto en vida. Sus largos rizos rojizos habían caído y sólo unas cuantas mechas remanecían. Su ojo derecho se había caído, y su piel estaba carcomida, devorándole la mitad del rostro la enfermedad espantosa. Caminaba cojeando, sus labios estaban desaparecidos mostrándose así su dentadura amarillenta, y su brazo derecho encogido y reseco como una rama retorcida. Vestía harapos y había perdido la cordura a raíz de la espantosa lepra que le había provocado un estado paupérrimo y repulsivo.

 Los leprosos eran marginados y convertidos en parias sociales aislados de la Humanidad. Quizás el ostracismo era un daño emocional peor y más doloroso que el daño corporal, ya que la lepra, paradójicamente, no produce dolor físico. Por eso, Drakenios no temió en extraer la espada de su funda y atravesar el pecho de su esposa para darle una compasiva muerte. Su amor por ella lo hizo aplicar una merecida eutanasia, y le consoló saber —como hombre culto que era— que la espada se introdujo indolora por el pecho leproso, ergo, insensible, de su mujer.

En nuestra historia familiar, la segunda transición más importante después de aquella que dio origen al germen Orleans en la Humanidad, fue la de Drakenios Orkamios. Si bien quizás tuvo consecuencias más radicales, y algunos siglos después sería responsable de cumplir las expectativas de Pazuzu, el patrón de la familia.

 Drakenios estaba decepcionado de la vida. Todo aquél al que amó experimentó una muerte horrible. Consideraba al mundo un lugar podrido, vertedero de porquería. Años de sacrificio por su fe cristiana combatiendo sarracenos en Medio Oriente para gloria de su Señor Jesucristo, defendiendo la fe de Dios de los herejes, ensangrentándose las manos cegando herejes, palideciendo de hambre, sed y dolor en una guerra espantosa contra otro montón de enajenados fanáticos, etc., y resultaba que Dios le pagaba sus sacrificios con una maldición horripilante en su esposa, matándola de lepra. Su corazón se llenó de odio y rencor hacia ese Dios cruel, malvado, sucio, traidor… esa entidad malévola, demoníaca, salvaje, sangrienta, que ponía a sus hijos a pelear entre sí.

 Lleno de ira y dolor, Drakenios comenzó a adorar al Diablo, a seguir las doctrinas heréticas y estudiar el ocultismo. Invocó demonios y espíritus que respondían gustosos reconociendo la sangre Orleans en sus venas griegas. Drakenios escuchó entonces la llegada de una figura oscura y siniestra que se aproximó una brumosa noche de del invierno seco y sin nieve de Grecia, subiendo por las escaleras hasta la vieja atalaya donde realizaba sus rituales. Extrajo su espada, alerta, y contempló a la hermosa mujer de rasgos orientales y cabellos negro y lacio que se adentró. Vestía una túnica negra y sonreía gustosamente.

 —¿Quién eres? —le preguntó apuntándole con la espada y preguntándose mentalmente si se trataría de un demonio encarnado.

 —Me llamo Lai y no soy un demonio encarnado…—dijo leyéndole la mente— soy un wamphiri…

 Drakenios había escuchado hablar de los vampiros. En aquellos tiempos eran parte de la sociedad y la fauna. En épocas medievales era común toparse con vampiros en las noches y morir desangrado. La Iglesia y los gobiernos los combatían con fiereza y organizaban expediciones de purga. Siendo niño pudo ver a vampiros ser quemados vivos o empalados por soldados al servicio de la Iglesia, y sabía cuando un cuerpo apareció muerto desangrado que era obra de ellos. En Medio Oriente los enfrentó también porque gustaban de llegar a los campamentos y matar a los más descuidados, por lo que los centinelas debían estar preparados para combatirlos también. Se ocultaban en cuevas y edificios abandonados y eran fáciles de asesinar en el día. Siempre los había considerado una plaga como los judíos, los gitanos y los sodomitas…

 —Lárgate de aquí antes de que te decapité, perra…

 —He sido enviada por los designios de entidades oscuras más antiguas que el mundo, Drakenios Orkamios. Hiciste pacto con el Diablo, y ahora te enviaron tu respuesta. Vida eterna…

 —Muerte en vida…

 —Poder absoluto...

 —Debilidad ante el Sol…

 —Secretos insondables del Universo…

 —Dependencia de la sangre humana…

 —Placer sin límites.

 —No me interesa.

 —Escúchame, Drakenios, he vivido por miles de años. He visto imperios enteros nacer y colapsar, religiones ser reemplazadas por otras, reyes prepotentes y poderosos morir y ser olvidados… Puedes vivir como yo, por miles y miles de años, hasta que la Humanidad desaparezca.

 Drakenios no quería la inmortalidad, porque odiaba al mundo. Pero una idea le asaltó la mente; quizás algún día encontraría el alma de Helena reencarnada en una nueva mujer. Después de todo, ya había renegado de las doctrinas cristianas y confiaba más en los saberes esotéricos. Acarició su barba de tres días  pensando en la posibilidad de vengarse de ese dios maldito y cruel, consumiendo la sangre de sus criaturas y sirviendo a su eterno enemigo.

 —Acepto —dijo solemnemente, como sellando su destino y consciente de que jamás volvería a ser humano. Nunca se arrepintió de su decisión, pero extrañó un poco aquellas épocas donde podía sentir el sol cálido y dorado sobre su piel. Lai y él se unieron en un acto sexual ese día, apasionada pero frívolamente, tan diferente de su unión tierna y benévola con Helena como la noche del día. La mujer le extrajo la sangre del cuello y luego se abrió el pecho izquierdo amamantándolo con sangre en medio de un rito sexual. Drakenios absorbió la sangre con furor mientras el vampirismo penetraba en su cuerpo y su alma devorándolo y transmutándolo en un ser muerto y vivo al mismo tiempo.

 Así nació el vampiro Draken, porque todo vampiro cambia su nombre una vez transformado. Volveremos a verlo muchas veces más en el futuro de ésta historia sin acabar, pero por lo pronto, podríamos decir que una nueva maldad nació esa noche, producto del odio blasfemo y vernáculo que sentía un espíritu atormentado por una deidad verduga. Sin embargo, las motivaciones de Draken, a pesar de toda su maldad, eran impulsadas por un amor interminable que recorrió un océano de tiempo y que nunca fue posible aplacar…

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