CAPÍTULO II: LA ESPADA DEL BÁRBARO

  1. Alerta esté quien vaya a convite, afine el oído y calle, con la oreja escuche, con el ojo observe; ¡En guardia el sabio se protege!

  1. Dichoso el hombre que sabe ganarse el elogio y la estima de todos; mal consejo a menudo es dado, por aquellos de perverso corazón.

  1. Dichoso el hombre que en tanto vive de estima y cordura goza; perverso consejo se obtiene a menudo por aquellos de perverso corazón.

Havamal

Tanto Ataúlf como Brilde estaban muy agradecidos conmigo por salvarles la vida así que me adoptaron como uno más de los suyos. Atravesamos la montaña y llegamos a un asentamiento gótico en Moesia donde este pueblo vivía como una nación federada del Imperio Romano. Una vez allí los tres nos alimentamos, aseamos y cambiamos de ropa. A mí me proporcionaron vestimentas de la época, casco, espada, escudo, un hacha, un arco con flechas y me enseñaron a utilizarlos. Brilde no tenía más familia que la que perdió ante los hunos, en cambio Ataúlf tenía seis hijos que, por fortuna para él, se encontraban viviendo en Moesia, aún cuando la madre de ellos murió acribillada por flechas hunas en el saqueo del campamento detrás de la montaña.

 Gracias a mis conversaciones pude determinar que estaba en el 395 después de Cristo.

 El asedio de los hunos había provocado una migración multitudinaria de refugiados godos escapando de sus monstruosos enemigos y el campamento al que llegamos estaba saturado de desplazados. Grandes familias temerosas atiborraban los parajes y su hacinamiento amenazaba con provocar plagas y hambrunas.

 Pude observar como la aristocracia enlutada y la respetuosa plebe gótica se reunía alrededor del cadáver de su recién fallecido rey, Atanarico, a quien habían colocado en una serie de picas y cuyo cuerpo se disponían a incinerar. Aunque ya muchos godos pertenecían a la herética iglesia arriana, Atanarico fue pagano toda la vida y murió sin renegar de las antiguas creencias germanas, por lo que un sacerdote pagano encomendó su espíritu a los dioses y prendió la pira funeraria.

 Poco después los más poderosos guerreros, entre quienes estaba mi amigo Ataúlf, se congregaron para debatir su situación. Gracias a que le había salvado la vida a Ataúlf este me permitió ser testigo de tan importante evento.

 —Cuando los ostrogodos aceptaron reconocer a los hunos como sus amos y señores muchos se escandalizaron —dijo un hombre de mirada aguerrida y gran corpulencia, que hablaba ante la asamblea— pero ¿no hicimos algo parecido nosotros los visigodos? ¿No nos llevó el antecesor de Atanarico, y su jurado enemigo, el Rey Fritigerno, a pactar con Roma y convertirnos en sus vasallos a cambio de tierras miserables? ¿Y no nos trataron los romanos como a esclavos sometiéndonos a altos impuestos, humillaciones denigrantes y distintos abusos que nos provocaron hambrunas ante las cuales se rieron obscenamente?

 Los diferentes aristócratas coincidieron.

 —Hablas con la verdad, Alarico —reconoció Ataúlf— pero también fue bajo el gobierno de Fritigerno que nos rebelamos contra Roma y la derrotamos en la Batalla de Adrianópolis e incluso provocamos la muerte del emperador Valente.

 —Eso fue porque Fritigerno no tuvo más remedio que la revuelta ó la hambruna —argumentó Alarico— fue el valeroso Atanarico quien realmente nos llevó a exitosas campañas militares que forzaron a Roma a firmar un tratado de paz beneficioso. No obstante… los tiempos han cambiado.

 —¿Y qué sugieres, Alarico? —preguntó Sigérico, un tipo greñudo y musculoso de barba roja y frente voluminosa.

 —El Imperio Romano es un monstruo moribundo y decadente. Gradualmente se desmorona pedazo a pedazo. Los pictos, los escoceses y los sajones invaden Britania, los alanos, los suevos y los vándalos cruzan el Rin. Debemos temerles mucho más a los hunos que a los romanos cuyo imperio es más simbólico que real. Mi propuesta es, si me eligen rey, rebelarnos contra Roma y tomar la mayor cantidad de territorio posible para conformar un verdadero Imperio Gótico.

 La propuesta pareció convencer a los aristócratas godos que aclamaron a Alarico como rey con ruidosos vítores.

 No pudiendo hacer otra cosa que adaptarme a la nueva vida a la que me habían destinado, decidí esforzarme por encajar y entrené junto a Ataúlf lo más posible mientras lo acampanaba en las campañas militares para volverme diestro como guerrero. Junto a los visigodos acaudillados por Alarico participé de las feroces campañas militares que llevaron a cabo por toda Dacia, Grecia, Iliria e Italia destrozando asentamientos y ciudades romanos.

 Es difícil explicar como se siente participar en el fragor de la batalla. Ya me había manchado las manos con sangre antes de mi primera contienda cuando había ultimado a aquellos hunos, pero ahora combatía soldados romanos en una campaña militar organizada y no era presa de un súbito impulso homicida. El sentimiento de espera poco antes de la batalla cuando se siente el gélido viento escalofriante en la piel, a sabiendas de que uno puede morir en cualquier momento… la sensación de que pronto se enfrentará al enemigo en el calor de la batalla… el observar la masiva llegada de adversarios fuertemente armados aproximándose… ¡en fin! Es difícil de explicar esa extraña emoción de ansiedad mezclada con determinación. No sentí miedo, realmente, sólo sentí un torrente de aprehensión y el deseo de sobrevivir a toda costa.

 Matar en batalla es una experiencia obnubilante, especialmente en las contiendas cuerpo a cuerpo. Me sentí poseído por un ardor incontenible y febril, por una locura frenética que me controlaba y mediante ella cegaba vidas humanas con una sanguinolencia que me hubiera horrorizado en otra época. Junto a mis camaradas godos invadimos y saqueamos Macedonia, Tracia, Beocia, Fócida, Esparta, Corinto, Argos y Megara. Las bellas ciudades helénicas con sus columnas dóricas y sus majestuosos palacios eran pilladas salvajemente, algunos de estos bellos edificios eran despedazados ó incendiados aunque generalmente de forma accidental pues nuestro interés nunca fue la destrucción sino la conquista y el saqueo. Una vez dentro la población romana escapaba aterrada a toda velocidad presa del pánico más terrible a los bárbaros que invadían sus hogares. A pesar de esto, nuestros ataques eran mucho menos crueles que los de los hunos y los de los mismos romanos de antaño.

 Brilde descubrió que estaba embarazada, de un huno sin duda. Esto la afectó mucho así que intenté consolarla de la mejor forma que pude y esto provocó el amor entre ambos. Me era indiferente lo que le había sucedido, así como el origen del bebé de ojos achinados que cargaba en brazos y nos casamos en el 396 después de año y medio de noviazgo. Ella me acompañaba en algunas de las campañas y curaba mis heridas con gran ternura. Pero, cuando quedó embarazada de mi primer hijo preferí que se quedara en tierras más seguras, en nuestra Dacia gótica. Transcurría el año 402 y nos disponíamos a invadir Italia, así que atravesamos el norte de la Península Itálica encaminándonos como un dardo gigantesco hacia el corazón del Imperio. Nuestra meta era Roma…

 No obstante un ejército bien equipado de romanos y mercenarios bárbaros nos frenó el paso justo en la ciudad de Pollentia. Lo más irónico del asunto es que quien comandaba la armada enemiga era un bárbaro de nacimiento, pero ciudadano romano, el general Estilicón…

 Siempre me pregunté porque un hombre hábil, inteligente y valiente como Estilicón trabajaba para los romanos. Hijo de un vándalo, Estilicón se ganó una posición en el aparato gubernamental romano a punta de destreza y eficiencia. Fue enviado como embajador de Roma para negociar con los persas obteniendo un tratado ventajoso y fue ascendido a general y, entre otras exitosas campañas militares, libró una victoriosa guerra contra su propio pueblo, los vándalos. El emperador Teodosio lo casó con su sobrina haciéndolo parte de la familia imperial a pesar del escándalo que representó para la aristocracia romana que un bárbaro formara parte de ese círculo tan privilegiado.

 Estalló el marasmo de violencia. Combatimos bajo el sol mediterráneo italiano de agosto con ferocidad y valentía. No obstante Estilicón era un estratega espectacular y sus bien entrenadas y organizadas tropas al servicio de un general experimentado y sencillamente brillante nos comenzaron a hacer menguar. Como oleadas de fuego incandescente llegaban los soldados romanos uno tras otro tras otro obligándonos a retroceder. Los arqueros de ambos bandos se atacaban provocando el oscurecimiento del cielo por las saetas mortales que lo cruzaban y que al incrustarse en los cuerpos de los infortunados producían un sonido seco. La caballería romana lanzó sus asaltos y los diestros equites nos obligaron a retroceder rompiendo nuestras filas. Finalmente, el suelo empantanado por la sangre de las víctimas estaba más lleno de cadáveres godos que de romanos así que Atarico llamó a la retirada y escapamos a Verona. Estilicón nos persiguió hasta allá y continuamos los enfrentamientos unos días después con una nueva derrota de nuestra parte ante las imparables abatidas de los romanos bajo Estilicón quien, finalmente, fue a conferenciar con Atarico durante una tregua.

 —No esperaba menos de ti, Estilicón —le dijo Atarico cuando el general romano entró a su tienda. Atarico era un hombre de mirada adusta y sobria, temperamento templado y buenos modales. Su rostro estaba perfectamente rasurado a la usanza romana pero su cabello rubio y su piel muy blanca denotaban su origen germano.

 —Aún recuerdas cuando peleábamos hombro con hombro allá en Aquilea durante la guerra civil romana.

 —Sí, lo recuerdo bien. Fue para mí un verdadero honor pelear a tu lado y sé de tu valor, Estilicón. Por eso me indigna tanto que sirvas a los perros de Roma cuando podrías ser un valioso aliado. Tú mismo podrías convertirte en un rey bárbaro como yo y liberar al mundo del yugo romano de una vez por todas…

 —No, Atarico, Roma es la luz que ilumina al mundo. Puedo tener sangre germana pero mi corazón es romano y mi lealtad es con el Emperador. Roma es la madre de la más sublime civilización y cultura que ha existido y prefiero la muerte que vivir en un mundo sin Roma.

 Atarico se rió.

 —Tu amor por Roma no es recíproco. Los romanos te odian y te denigran cada día, Estilicón y jamás te consideraran uno de los suyos. Para ellos siempre serás un bárbaro sucio y bruto. Y cuando dejes de tener el patrocinio del Emperador ten por seguro que se desharán de ti sin miramientos.

 —Si ese día llega al menos sé que fui leal. Y es por esa misma lealtad que te dejaré ir, Atarico. En este momento te encuentras derrotado. Esta tregua es una formalidad, si quisiera podría ordenar un nuevo ataque y tomarte prisionero. Pero no es mi intención hacerlo, Atarico, porque el enemigo de mi enemigo, es mi amigo…

 —Los hunos…

 —Exacto. Comparados con ellos ustedes son como inofensivos conejos (sin ofender) y esas bestias cada vez amenazan más a Roma. Y nadie, salvo tú, podría unir de nuevo a los visigodos con Roma para combatir a nuestro enemigo común. Así que, lárgate lejos de Roma, no vuelvas a poner un pie en Italia, Atarico, porque la próxima vez no seré tan generoso.

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