Capítulo 3

Una vez más, la ira se apoderó de mí y las ganas de robarle su arrogancia con eficaces puñetazos en el rostro recorrió mis venas, pero si lo hacía tendría que explicarle a mi padre porqué hice sangrar a Noah y a qué se debía mi furia, preguntas que odiaría tener que contestar.

Caminé detrás de él, pisoteando fuerte el suelo con cada paso que daba, y sintiendo cómo la ira aumentaba con cada segundo que transcurría. Ese idiota me sacaba de mis casillas. Cuando llegamos a la planta baja, el visitante indeseable se dirigió hacia la cocina y abrió el refrigerador como si fuera suyo.

—¿Qué crees que haces?

—Lo que tu padre me pidió, muñeca—dijo en tono burlón mientras mantenía su cabeza metida en el refrigerador—. Aquí está —cerró la puerta y vi que sostenía en sus manos una bolsa hermética que contenía carne roja—. ¿Dónde están los condimentos?

—¿Vas a encargarte tú de la carne? —Fruncí el ceño y crucé mis brazos por debajo de mis pechos.

—Sí. ¿O es que crees que por ser hombre no sé cocinar? —inquirió con un gesto presuntuoso.

—¿Así como tú pensaste que por ser mujer no sabía de autos? —repliqué con la barbilla elevada. No iba a perder la oportunidad de echárselo en cara.

—Sí, me merecía esa respuesta —dijo con una sonrisa ladina—. Entonces… ¿los condimentos?

Bufé y liberé mis brazos para acercarle la sal, el adobo, el ajo y la salsa parrillera que tanto le encantaba a mi padre. Puse todo en la mesada, sin mirarlo, y me giré hacia el refrigerador para sacar las verduras que usaría para preparar la ensalada cruda.

—¿Qué? —espeté cuando cerré la puerta y encontré la mirada de Noah sobre mí.

—Haces que cocinar sea jodidamente sexy —murmuró con voz gutural y se mojó los labios lentamente con la lengua. En su mirada había lujuria y deseo, lo mismo que ardía en mi ser.

—Eres un enfermo —reproché y le di la espalda para lavar las verduras en el fregadero. No iba a admitir que me atraía, no le diría lo caliente que estaba por él.

Noah siguió con su tarea de adobar el solomillo y luego dejó la cocina sin decir nada más.

—¡Ven aquí, muñeca! —gritó papá desde el patio unos minutos después.

—¡Estoy haciendo la ensalada! —respondí. Era una muy buena excusa para mantenerme lejos de mi sexy y atractivo vecino, pero no funcionó, mi padre no tardó en entrar y darme un pequeño pero efectivo sermón de la hospitalidad y de las buenas costumbres.

Fue humillante, me sentí de nuevo como una niña de diez años.

Metí las verduras en un bol y llevé un cuchillo y una tabla al patio para cortar las verduras sobre la mesa de picnic, que era tan vieja como todo en casa pero que, por ser de roble, seguía siendo tan fuerte y funcional como siempre. Me senté al lado de papá y vi a Noah cerca de la parrilla, tratando de encender las brasas. El sudor comenzaba a mojar la camiseta blanca que cubría su torso, marcando manchas húmedas en su espalda y pecho, convirtiendo una simple barbacoa en un momento excitante. No sabía qué rayos me pasaba, mi mente estaba sobrecargada de pensamientos indecorosos que no debía alimentar.

—Nos sentarían muy bien un par de cervezas —comentó mi padre. Aparté mis ojos del objeto de mi deseo y sacudí la cabeza con un no rotundo—. Muñeca, la ocasión lo amerita.

—Pues podría visitarnos el mismísimo Obama y aun así no te daría cerveza. Sabes que, por los medicamentos que tomas, el alcohol está prohibido.

—Apoyo la moción —intervino el cretino sin filtro de Noah Cohen. Aunque esa era la única cosa sensata que había dicho hasta ese momento.

—Limonada por cerveza —dije poniéndome en pie.

—Esto apesta. —Se quejó papá como un niño malcriado, y así actuaba en algunas ocasiones. Sabía que eso era normal para alguien de su edad, pero jamás diría en voz alta la palabra “vejez” delante de él. Ya tenía suficiente con la maldita artritis –que le costó su trabajo– para añadirle demencia temprana a su ficha médica.

—Igual que mis vitaminas cuando tenía nueve —repliqué bromista.

Noah esbozó una sonrisa triste antes de ocuparse de nuevo de la parrilla. Imágenes de él solo en una celda cada noche, durante diez años, estremecieron mi corazón. No debió ser fácil para él estar ahí, y mucho menos después de la muerte de su madre, su única familia. Noah no tuvo oportunidad de decirle adiós ni de lanzarle un ramo de flores en su funeral, como yo lo hice con mamá, y eso me entristecía. Yo más que nadie sabía lo que era perder a una madre, es como si una parte de ti fuera arrancada y enterrada junto con ella.

Sequé rápidamente las lágrimas que se aventuraron a escaparse de mis ojos y me puse en pie para ir a la cocina y preparar la limonada. Una vez dentro, busqué varios limones y los corté por la mitad para ponerlos en el exprimidor. Cuando llevaba cinco, la puerta que llevaba al patio se abrió, develando la silueta varonil de Noah. Sus pesados pasos hicieron chillar la madera a medida que se acercaba. Él también usaba botas de montaña, aunque las suyas estaban muy gastadas.

—¿Estás bien? —preguntó en tono conciliador.

—¿Por qué lo preguntas? —repliqué de mala gana. Mi actitud era defensiva, debía mantenerla de esa forma para protegerme de lo que sentía cuando él estaba cerca.  

—Te vi llorar. —Mantuvo la misma inflexión en su voz.

Una risa nerviosa se escapó de mis labios cuando escuché su respuesta.

¿Me vio? ¿Cómo pudo? Pasó muy rápido y solo fueron un par de lágrimas.

—Fue la cebolla —mentí.

—No estabas cortando cebolla, muñeca —se acercó a mí lo suficiente para sentir el ardor de su cuerpo transfundiéndose con el mío. ¿Qué pretendía con eso? ¿Torturarme?— ¿Te asusté en mi garaje?

—No, pero eso querías —contesté con la misma actitud implacable. No iba a ceder, no iba a dejarle ver lo mal que me hacía tenerlo pegado a mí.

—Tú eres como una fiera indomable, Audrey, siempre lo fuiste; no le temías a nadie, y yo no seré la excepción. —Pronunció cada palabra cerca de mi oído, socavando mis barreras con el tono profundo de su voz.

—Tú no sabes nada de mí —dije arisca, apartándome de la zona roja de peligro. Abrí el refrigerador y saqué agua fría y unos cubos de hielo para preparar la limonada. Él se mantuvo en el mismo lugar, junto al fregadero.

—Sé lo suficiente como para advertir que tu actitud es una máscara, que estás tan interesada en mí como yo en ti —aseguró con su habitual prepotencia.

Puse la jarra con agua en la mesa junto con los cubos de hielo y caminé hacia él.

—Sí, Noah, me gustas —coloqué mis manos en sus hombros—. Eres atractivo, fornido y seguro de ti mismo, todo lo que me atrae de un hombre —me metí entre sus piernas separadas y pegué mi pelvis contra su bulto en aumento. Un gemido gutural se escapó de sus labios entrecerrados ante mi cercanía. Contuve un jadeo, su paquete era generoso, tal como imaginé, y lo quería dentro de mí, tanto. Pero eso no pasaría, tenía otros planes con él. Acerqué mis labios lo más que pude, y cuando sentí su aliento uniéndose con el mío, dije—: Pero hay algo que ignoras, Noah Cohen, existe un solo hombre que puede tenerme, y no eres tú.

Hasta ese momento, él estuvo inmóvil, pero en cuanto pronuncié la última letra, tomó mis muñecas, me giró contra su cuerpo y me empotró entre él y una de las paredes de la cocina, al lado de la puerta.  Ubicó mis manos por encima de mi cabeza y, con sus piernas, unió las mías, inmovilizándome.

—Te equivocas, muñeca. No solo puedo tenerte, lo haré, y será tan jodidamente bueno que volverás a mí suplicando para que lo haga una y otra vez. Y para cuando termine contigo, no recordarás qué se sentía estar con ese imbécil, olvidarás su nombre y hasta el color de sus ojos. —Después de tan impulsiva advertencia, deslizó su lengua por mis labios separados como un preámbulo del mejor beso que me dieron jamás. Sus labios se sentían suaves contra los míos y, a la vez, dominantes y codiciosos. Su lengua saboreó el interior de mi boca, la rozaba con la mía y la reclamaba para él como si fuera de su pertenencia. Mientras todo eso pasaba, su erección apretaba un punto sensible de mi pelvis, como si tuviera un GPS que lo dirigiera al lugar preciso.

Jodido Noah, está probado su engreído punto. No solo quiero más, lo quiero ahora mismo.

—¡Chicos! ¿Qué les toma tanto? ¡Aquí está haciendo un calor del infierno! —gritó papá desde el patio.

¡Ja! No tienes idea de las flamas que se encendieron aquí, contesté en mi cabeza.

—No he terminado contigo —indicó con arrogancia antes de liberarme de la prisión en la que me mantuvo cautiva a voluntad. Caminó hasta la puerta, y cuando la tuvo abierta, a punto de salir, objeté:

—Cualquier hombre puede excitar a una mujer, pero no todos son capaces de amarla.

Su mirada se tornó lúgubre y dolida, como si mis palabras hubieran tocado una herida sangrante. Sin embargo, respondió con su acostumbrada petulancia.

—Bien para mí entonces, porque quiero joder entre tus piernas, no ganarme tu corazón. —Después de su declaración, se fue, dejándome completamente aturdida.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo