Las Estrellas de Rose
Las Estrellas de Rose
Por: Kathe P.
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Sinopsis

Desde muy pequeña ha tenido que hacerle frente a situaciones que destrozan e inundan el corazón de un humano en un mundo de oscuridad. Ella sabe que la vida no es rosa y su mera existencia no refleja nada de ese tono dulce e inocente, pues hace mucho tiempo la vida la obligó a crecer rápido.   

En su lucha por alcanzar el sueño de su vida unos ojos verdes frívolos convertirán de sus días un tormento, obligándola a lidiar batallas personales y rebasar límites que nunca pensó que existirían. Decepciones, odios, envidias, engaños y amor le harán perder la cabeza y entenderá que no todo lo que se ve a luz de los ojos es lo mismo que habita en las profundidades del alma. 

--*--

Inicio.  

12 de julio de 2008 

El camino, el camino de la vida es duro y difícil. Como quisiera que mi camino fuera como una autopista. Para ser más precisos como la autopista del puente de la bahía de Qingdao en China. Una recta impecable, con un suelo sin obstáculos, lineal, casi perfecto. Un recorrido tan tranquilo que te genera paz, armonía, seguridad y mucha alegría. Pero claramente no. La vida no podía ser tan sencilla.  

La vida tenía que estar hecha de piedras picudas, charcos de barro, arena gravilla, ríos y montañas por cruzar. La vida era y es una sendero bárbaro y tormentoso. Un paso a paso, agobiante, perturbador y amargo. Un seguir lleno de rodillas raspadas, pies cansados, manos magulladas, lágrimas por doquier e innumerables noches de llanto.  

Pero... aun así la vida es extraordinaria.  

Sin importar la cantidad de tropezones que te des y las caídas de culo al suelo con las que te topes, no puedes permitir que tanta oscuridad te ciegue. Porque si no fuera por esos tramos dolorosos, no entenderías ni apreciarías esos otros de descanso y de alegría.  

Y la felicidad no tendría el mismo significado.  

Imagina que te propones escalar una montaña rocosa y luego de horas y horas, de piernas y brazos agotados, de músculos tensos, de articulaciones adoloridas y corazones agitados, por fin alcanzas la ansiada cima, y al verte ahí arriba, alcanzando la meta y visualizando el éxito de tu sacrificio, es cuando entiendes lo que es felicidad.  

En ese momento el cuerpo te explota en miles de emociones. La magnitud de tu satisfacción te consume y por cada extremidad te recorre un sentimiento maravilloso, como si fuera la misma vida cobrando su sentido intangible en tus células. Te sientes dichoso, el mejor del planeta, lo mejor de ti mismo.  

Pero si la vida no tuviera sus esfuerzos, sus dolores, sus pesares, entonces llegar a esa cima se sentiría igual que todo lo que hacemos a diario; sin sentido y sin vibración.  

¿Te has puesto a pensar en lo maravilloso que son actos tan insignificantes como respirar?  

No lo sé, puede que sí o puede que no.  

Sin embargo, apuesto a que, si te sumergen en agua y te imposibilitan inhalar por varios minutos, al punto que sientes que tus pulmones se retuercen dentro de ti y que tu corazón va a estallar dentro de tu pecho, entonces si entenderías lo maravilloso que es respirar y lo agradecido que debes estar.  

Así es como veo mi vida, con varios respiros gratos y muy significantes que me llenan de gozo y me permiten comprender la esencia del existir y la esperanza. Pues los días malos, no son eternos y eso solo lo aprendí con la experiencia. Cuando menos te lo esperes aparecen días de luz, momentos de arcoíris que te permiten reponerte y seguir adelante.  

Miro al cielo el cual se halla despejado, de un color azul claro iluminado, con varias nubes merodeando por los alrededores. Estas dan la apariencia de estar formadas por algodones suaves y cálidos. ¿Qué se sentirá volar? ¿Qué se sentirá ser un ave y sentir la brisa sobre tu rostro? ¿Volar en medio de esas bolas de algodón blanco?   

Estos son los instantes que más me gusta aprovechar.  

—¡Rose!  

Salgo de mi letargo y desvío la vista al llamado. Oscar, mi jefe se encuentra en la entrada de su establecimiento y me hace señas con la mano para que vaya a él.  

Me pongo en pie y de inmediato llego a su lado. Entramos al mini supermercado y lo sigo hasta la caja registradora. 

Oscar es un hombre que ronda los cincuenta y tantos de edad. No es gordo, pero tiene una barriga prominente y su calva es bastante agraciada al igual que su rostro. Es un señor demasiado amable, caballeroso y considerado. No tendría este empleo si no fuera porque él me quiso dar una oportunidad.  

Con el tiempo le he tomado cariño y no solo a él sino a su esposa también. Ellos se han comportado como unos padres para mí, a pesar de que no tienen responsabilidades para conmigo. Les estoy enormemente agradecida.  

—Tenemos pedidos pendientes —Me entrega dos facturas—. La primera es la de la señora Miller y luego el señor Wilson —Me entrega un datafono portátil—. La señora Miller necesita las frutas con urgencia. Trata de irte con cuidado. Ann —su esposa—, te tienes las bolsas en la parte de atrás.  

—Listo, si señor —con una sonrisa camino entre los cortos pasillos hasta donde la señora Ann. La veo al final de pie esperando por mí—. Señora Ann, ¿qué tienes para mí? 

—Rose —me saluda por segunda vez, pues ya nos habíamos saludado cuando inicié mi turno. Me mira con atención como si estuviera evaluando algo y me incomodo, y luego visualiza las bolsas que reposan a un lado en una mesa—. No estoy segura de que puedas cargar estas dos bolsas sola, están muy pesadas. Me da miedo que puedas caer y lastimarte.  

Sonrío.  

Una de las dudas más grandes de la pareja Rodríguez, era mi edad, mi tamaño y su miedo a que me lastimara en alguna actividad. Ellos querían un varón de unos veinte años, con mayor habilidad y conocimiento.  

Tengo 13 años y soy bastante delgada y pequeña. Sé que ellos no deberían haberme dejado trabajar, pues soy menor de edad. Pero ellos conocen mi realidad y luego de muchas semanas rogando me lo permitieron con varias condiciones. Una de ellas, era que debía asistir a la escuela y sacar buenas notas. La segunda, solo podía ayudar después de clase y tres veces por semana y la tercera, mis actividades no podían ser mayores a unos pocos domicilios, y apoyo en las labores de la señora Ann, las cuales consistían en limpiar y organizar algunos productos de los estantes.   

La pareja Rodríguez no es millonaria. Son una pequeña familia peruana, conformada por ellos dos y su hijo Max. Llegaron a los Estados Unidos buscando mayores oportunidades. Y luego de varios años, lograron arrendar este lugar en uno de los barrios más adinerados de San Francisco, California y montaron un pequeño supermercado.  

Por ser una ciudad tan grande y las leyes americanas, no es muy fácil legalizar un negocio de ese estilo, pero los Rodríguez han trabajado fuerte y han hecho grandes esfuerzos para conseguirlo. Estamos en una calle comercial y somos el único establecimiento que vende frutas, verduras y demás artículos para el hogar. Lo cual ha alegrado a algunos ciudadanos de los barrios cercanos, debido a que suplimos esas urgencias del hogar y evitamos que deban trasportarse grandes distancias para comprarlo.  

Nuestros clientes, son familias que confían en nuestros productos, pues aún existen personas que prefieren comprar en grandes superficies de mercado por miedo. Una de esas familias son, la del señor Wilson y la señora Miller, a los cuales siempre les entrego sus pedidos.  

Observo las bolsas y evalúo su tamaño. Me inclino y alzo una, tanteando su peso.  

—Tranquila señora, Ann. Yo puedo con las dos.  

—¿Segura?  

—Sí, a mi nada me queda grande.  

—Bueno —cede con duda—, pero vete con cuidado, no quiero que te caigas.  

Asiento y saco las dos bolsas al frente del establecimiento.  

Tengo una cicla que tanto en la parte delantera como en la trasera, tienen pegadas unas pequeñas canastas. Ubico cada bolsa en cada lado y me monto. No arranco sin antes mirar la dirección.  

—El señor Wilson vive cinco cuadras antes de la señora Miller —analizo en un susurro para mí misma—. No creo que la señora Miller se disguste demasiado si tardo unos pocos minutos más. Y si me voy más rápido puedo compensar el tiempo.  

Muy bien, la decisión está tomada. Primero el señor Wilson.  

Mientras pedaleo con fuerza por las calles, respiro profundo y lo suelto con una ruida exhalación. El viento se siente magnifico en mi rostro, como una delicada caricia del mundo a mi piel. Me encanta la sensación de volar, como si fuera un pajarito en lo alto del cielo y pudiera descansar en medio de las nubes.  

Me detengo en frente de la casa del señor Wilson y entrego el recado. El señor me pasa su tarjeta para el pago y como no sabe usarla muy bien, pues el señor Wilson es un hombre de más de setenta años y como suele decir él: La tecnología no fue hecha para los viejos, le ayudo con el trámite. 

—Gracias, niña linda.  

Sonrío.  

—Con gusto, señor Wilson. Tenga cuidado al entrar las cosas. —Lo miro hacer fuerza y algo se remueve en mi cabeza—. ¿Si quiere yo le ayudo?  

—No, Rose. Ya has hecho mucho. No me creas tan debilucho, yo puedo entrarla. Anda ve que tienes más pedidos que entregar —dice mirando de reojo mi bicicleta.  

—Está bien. Feliz día —me despido con una gran sonrisa.  

—Igual a ti...¡Ay! Rose, espera.  

Me detengo y lo veo sacar un billete de su billetera. Instintivamente, mis mejillas comienzan a picar y sé que estoy sonrojada. Me apeno por su amabilidad.   

—Mira, linda, para que te compres un dulce.  

Niego con la cabeza cuando me lo extiende.  

—No se preocupe por mí, es mi trabajo —aclaro con sinceridad.  

—Nada de eso. Toma. No hagas esperar a un viejo, ya he esperado demasiado.  

Suelto una risita nerviosa. Tomo el billete y sin mirar su valor lo guardo en el bolsillo de mi pantalón. Le agradezco varias veces y cuando soy consciente del tiempo que he gastando me doy prisa en montar la cicla.  

Vuelvo al ruedo y pedaleo con esmero hasta la siguiente casa. Cierro los ojos un instante sintiéndome satisfecha con mis acciones. No son muy grandes, pero tienen más valor que el sueldo que gano, sin embargo, no quita que esos pesitos de más si me sirvan. Cuando abro mis ojos de nuevo me encuentro con un perro en medio de mi carril. Freno de inmediato y la rueda trasera me patina hacia un lado, mandándome al suelo.  

Jodidas caídas de culo.  

El perro sale huyendo y yo me levanto disgustada y un poco adolorida. Me sacudo las manos y me doy cuenta que me hecho un raspón en la palma derecha. La sensación de ardor extendiéndose por mi piel. Luego bajó la mirada a mis piernas y noto que en mi rodilla el pantalón está sucio y un leve dolor pica de esa zona. Pero lo peor no es eso. Lo peor es mirar el mercado de la señora Miller regado por el suelo y la bolsa de papel rota.  

¡Carajo! —exclamo consciente que nadie me ve, de lo contrario no podría soltar esas palabrotas. Si papá me escuchara me estaría reprendiendo.  

Cierro los ojos que me pican por llorar de la rabia. ¿Por qué soy tan necia? El señor Oscar me había dado una indicación y yo quise llevarle la contraria.  

Respiro profundo en un intento de calmarme y no perder la cordura. ¿Qué le diré a la señora Miller? ¡Dios! Ella se va a quejar con el señor Oscar y me van a regañar. ¡Me despedirán! Estoy segura. Los Rodríguez me van a echar por necia e incompetente.  

Varias lagrimas resbalan por mis mejillas mientras comienzo a recoger las frutas y verduras regadas por la calle. Y muchas más se acumulan en mis surcos al ver las frutas magullas y raspadas.  

No puedo volver al supermercado a cambiarlas, ellos se darían cuenta de que les he desobedecido. Mi única opción es ir a entregar el pedido así. Pedir disculpas y rogarle a la señora Miller que se apiade de mí y no me acuse. De ser necesario reponerle los daños con mi sueldo.  

Una vez todo está en la bolsa rota, me subo y continuo con el viaje.  

Llego a su casa y marco el timbre. Los nervios me apremian y en mi cabeza se desarrollan innumerables escenas y discursos de mi parte en donde me disculpo y le suplico por perdón.  

El portón principal se abre, luego de que me anunció. Camino con la cicla a un lado por un sendero corto. La respiración se me ha apresurado y las manos me pican. ¿Y si se enoja mucho?  

Mis ojos como todas las veces que vengo se maravillan con la arquitectura de la casa. Los Miller son una familia de dinero. No soy experta en materiales de construcción, pero no necesito serlo para notar el mucho dinero que debe costar adquirir una vivienda de tal magnitud. La mayoría de las paredes son ventanales de cristal polarizados y la puerta principal es de unos dos metros y medio. Aun no comprendo del todo la necesidad de una puerta de ese tamaño, pero bueno, para gustos los colores.  

A un lado, frente a la puerta de lo que parece un garaje, se encuentra un auto negro estacionado. El lujo de ese automóvil casi que es respirable. No sé de marcas, ni modelos, pero es similar a lo que usan los riquillos de la ciudad.  

Tan pronto estoy en la entrada, no alcanzo a soltar la cicla cuando está ya está siendo abierta. Me petrifico al ver a la señora Miller salir con una enorme sonrisa.  

Ella esa hermosa. Su cabello es rubio cenizo por la edad. No creo que tenga más de cincuenta años y asumo que en sus años de gloria debió ser toda una modelo. Su rostro es dulce, cautivador y elegante. Siempre que vengo ella se está muy bien presentada. Con su cabello peinado o recogido y su rostro maquillado.  

—Hola, linda Rose —saluda afable, pero su sonrisa decae al instante—. ¿Estás bien? —su ceño se frunce y sus ojos me reparan de pies a cabeza—. ¿Te has caído? 

Trago duro.  

—Buenas tardes, señora Miller —saludo. Mi voz delatando los nervios que me consumen—. Sí, señora —confieso con sinceridad—. Pero no hay de qué preocuparse —añado con ánimo para calmarla. Su rostro refleja gran preocupación.  

—¿Cómo que no hay de qué preocuparse? —Se acerca rápidamente y se inclina a ver mis piernas—. Mira tus rodillas. Tu pantalón se ha roto y tus zapatillas también. ¡Por Dios, Rose! Te has golpeado fuerte.  

—Y-yo... —Mis mejillas se calientan y me siento avergonzada. Y aun no le he dicho lo de su recado—. Tranquila, señora Miller. No me duele. Solo fue un pequeño raspón. Pero lo malo es su domicilio —bajo la mirada—. La bolsa se me ha roto y varias frutas se han golpeado —la miro y suplico con mis ojos—. Por favor no se vaya a molestar, yo prometo devolverle o pagarle los gastos. 

 

Se pone derecha y me dedica una mirada severa. 

Ven, Rose, entra y te curo las heridas —pide amable—. Las frutas son lo de menos. Por eso no debes preocuparte.  

Saco la bolsa de la canasta con cuidado de no dejar caer más cosas y empeorar el bienestar de los productos, y camino con ella. Es la primera vez que entraré en esa casa y la ansiedad me hace sentir inestable.  

Una vez en su sala, ella me recibe la bolsa.  

—Siéntate, por favor. Dejaré esto en la cocina —avisa y da media vuelta para salir—. ¡Dorita! —exclama—. Busca el botiquín de primeros auxilios, por favor. 

 

Cuando me deja sola reparo en mi alrededor. Estoy sentada en un sofá largo en forma L, color turquesa. La textura es suave a mis dedos y el olor a limpio me hace suspirar. Mis zapatillas sucias reposan sobre una alfombra color crema que cubre todo el suelo de la sala. Lo que me hace pensar lo delicioso que sería acostarse en ella y disfrutar de su suavidad. Al frente se halla un televisor gigante como nunca antes había visto. La pantalla brilla de lo reluciente, tanto que puedo ver mi reflejo distorsionado en ella.  

Debajo del inmenso televisor pantalla plana se encuentra un pequeño mueble en madera color chocolate. En los espacio sus espacio hay libros y de varios tamaños. Y en la superficie de la mesita varios portarretratos están repartidos. El que más llama mi atención es el más grande. Contiene una fotografía de una familia. Desde mi posición veo a la señora Miller abrazando a un niño y a su lado un hombre de cabello rubio sonriendo. 

Una tristeza me embarga y no por ellos. Pienso en lo lindo que debe ser tener fotos con tus padres en tu sala. Ese niño debe ser muy afortunado.  

¿Cuántos años tendrá? De pronto, diez o trece como yo. O puede que sea mayor y tenga quince años. Me gustaría conocerlo. Puede que sea igual de amable a su madre.  

Escucho a la señora de la casa acercarse y junto mis piernas con timidez. 

—Déjame ver esas rodillas —pide sentándose a mi lado. 

Elevo la bota de mi pantalón y se las enseño. Mis ojos se abren en sorpresa al ver lo maltratadas que están. Algunos hematomas se están formado alrededor y un poco de sangre se ha secado en los cortes. No creí que me hubiera golpeado tan duro.  

Sus manos tocan mi piel con suma delicadeza y sus ojos evalúan la herida. Por mi parte yo admiro sus manos. Sus dedos delgados, sus uñas pintadas de un color crema y su piel blanquecina y suave. Ella es tan elegante y distinguida. Cuando sea grande quiero cuidar mis manos de esa forma.  

Una señora aparece a nuestro lado con un botiquín.  

—Gracias, Dorita. Por favor ayúdame a sacar unas banditas y yo voy alistando la solución y la gasa.  

Entre las dos comienzan a limpiar mis rodillas y me inquieto. Es demasiada atención para un raspón. No debería permitir que me cuiden. Ellas no deben. En casa mi papá podría limpiarlas con agua y un poco de jabón.  

—¿Cómo te caíste, Rose? —pregunta la dueña de la casa. 

—Un perro se me atravesó, frené fuerte y resbalé.  

—Tienes que tener más cuidado —recalca a la vez que termina de poner una bandita para cubrir la herida—. Hablaré con Oscar y le diré que no te envié sola.  

—No por favor —pido de inmediato, asustada—. No quiero que me quiten el trabajo —confieso.  

La mirada de las dos mujeres se posa en mi rostro y me encojo.  

—Pero estás muy pequeña, Rose. No deberías trabajar. Tus padres podrían ser demandados y la familia de Oscar también. Eso es ilegal. ¿Lo sabes, cierto?  

Bajo la mirada a mis pies y siento mis ojos escocer. Pero aquí no puedo llorar. No puedo ser frágil. Tengo que emendar mis palabras o podría perder a mi papá.  

—No es un trabajo como tal —hablo más animada y les dedico una sonrisa—. Yo solo le ayudo a la señora Ann y al señor Oscar algunos días, cuando tengo tiempo y ellos me dan regalos por mi apoyo. No es un trabajo —miento—. A mí me gusta hacer estos domicilios y el muchacho encargado de hacerlo estaba ocupado, así que le propuse al señor Rodriguez que podría traerlo. Ya me conozco el camino y por aquí es muy seguro.  

La mirada de las dos no parece convencidas, pero no vuelven a preguntarme nada relacionado.  

—Bueno, Rose... 

—¡Dora, ¿Dónde está mi bata?! 

Exclama una voz masculina, interrumpiéndonos. El corazón me late apresurado ante el tono de voz demandante y la fuerza con que se hizo notar. Debe ser el señor de la foto.   

Dora se apresura al llamado y la señora Miller y yo nos damos vuelta al lugar de donde provino el sonido.  

En el inicio de unas escaleras que dan a la segunda planta de la casa, se haya un joven de pie, proporcionándonos una vista de su perfil, ya que su vista está clavada en dirección a la cocina por donde corrió Dora.  

La sorpresa debe ser clara en mi rostro. No es él señor de la foto. Es muy joven. Deber ser el... hijo. ¡Carajo! No creo que tenga quince años.   

Mientras él espera su pedido, mi vista lo barre de pies a cabeza, detallando cada aspecto de su fisionomía. Su cabello es dorado como un rayo de sol. Esta despeinado como si acabara de levantarse, lo que me hace sonreír. Es alto y delgado. Vestido únicamente con un pantalón negro muy bien planchado y una camisa azul claro de mangas cortas.    

De pronto, rasca su nuca en un acto de lo que parece desespero y veo su brazo izquierdo cubierto de machas negras. ¡Son tatuajes! Todo su brazo está lleno de tinta negra. Me impresiono al instante. Aquellas figuras que no logro identificar le otorgan un aspecto duro, malvado y rudo.  

—¡Dora! —brama enojado y me encojo. Su tono de voz es muy grueso y frío. No es nada amable como lo creí—. Me tengo que ir. ¡Joder! 

Esa si es una palabrota.  

—Hijo —habla su madre y él se vuelve a nosotras. Sus ojos color verde me miran fijamente como si intentara descubrir de donde he aparecido. Un frío me recorre. Nunca antes había visto un rostro tan hermoso. Es tierno, es dulce, pero su mirada es dura e inescrutable—. Por favor, ten calma. Dorita, debe estar alistándola.  

—¿Y ella? —pregunta tosco, sin importar lo que su madre acaba de decirle.  

—Se llama Rose. Se ha caído mientras nos traía el domicilio.  

—Deja de meter gente desconocida en nuestra casa —reprende—. Ella tiene padres, que ellos la atiendan —dice tajante y se va a la cocina.  

—No le prestes atención. Es un amargado. Es un Heathcliff —me susurra con una sonrisa afable y me invita a salir. Lo cual acato con urgencia, no quiero que ese muchacho me trate peor.  

Es muy desagradable ese joven y no me apetece nada en absoluto seguir en esta casa.  

—Muchas gracias por todo, señora Miller.  

—Por favor, dime Alice. Deja tanta formalidad.  

Asiento.  

—Mil disculpas por las... 

—¿Y esto? —la voz de su hijo a nuestra espalda me hace desviar la mirada y palidezco. Tiene en su mano la bolsa rota—. Ese supermercado de quinta nos ha enviado esas frutas podridas. Los voy a llamar y me voy a quejar. Quiero un reembolso. O mejor entrégale esto a esa niña y que vuelva con algo de calidad, para eso estamos pagando.  

—Déjalas allá, yo me encargo del resto —responde Alice con calma y no entiendo cómo puede tener tanta paciencia. Ese muchacho es un grosero irrespetuoso—. Tú tienes que irte. No te preocupes por eso.   

—¡Dora! —brama de nuevo y deja la bolsa con desprecio sobre la superficie de la mesa del comedor—. Si en diez minutos no está lista mi bata, tienes problemas —determina y sube las escaleras.  

Su madre niega y cuando vuelve su vista hacía mí, sonríe como si no pasara nada. Puedo ver la vergüenza en sus ojos y creo que ella ve la mía en mis mejillas, las cuales me arden.  

—Rose, no te he pagado. Espérame un minuto.  

A los segundos vuelve con una tarjeta de crédito. Hacemos el pago y me entrega un billete de dos dólares como propina. Me niego rotundamente, pero ella insiste tanto que termino aceptándolo.  

Salgo de la casa y el miedo me apremia. Espero, realmente ruego porque ese muchacho no llame a quejarse o me echaran. No puedo perder este empleo. No puedo abandonar a mi papá en esta situación. Su enfermedad lo tiene en cama y sin los pocos dólares que gano no podríamos comprar comida y algunos medicamentos para que se alivie su dolor.    

La imagen del hijo de Alice se viene a mi mente y con ello se planta en mi cabeza la palabra: Miserable. Eso es él. Siento lastima por la señora Miller que tiene que aguantarlo. Es un ser odioso y despreciable. Espero jamás en mi vida volver a verlo.  

Lo que yo no sabía y no esperaba era que la vida me cambiara tanto, luego de ese día.  

 

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