MARTIRIO

Le habían sujetado los pies, las manos y la cabeza para inmovilizarlo. El verdugo enmascarado le miraba fríamente, el cabello oscuro y su piel morena denunciaban su origen. Se encontraba en un lugar que nunca había visto antes, pero que conocía muy bien. Muchos le hablaron de este sitio que, por suerte, nunca se cruzó en su camino. Sin embargo siempre estuvo consciente de que un día podía terminar aquí. Sabía, sin duda alguna, que no podría soportar lo que le hiciesen ni siquiera tomando algún narcótico de los que le recomiendan a uno cuando se decide a transitar por esa aventura, o mejor dicho, tortura.

Todo era blanco, escrupulosamente blanco, lo que lejos de calmarle le ponía más nervioso. Si al menos fuese un calabozo, oscuro y con cadenas colgando de las paredes, uno sabría qué esperar, sabría que no existe la más mínima esperanza de escapar y quizás así el espíritu se conformaría con el destino que le deparaba la vida; pero no, tenía que ser todo blanco y relucientemente limpio. Era solo un engaño bien diseñado por las mentes más retorcidas y maquiavélicas del mundo, gente que si Dios existiese, no merecerían su perdón por el sufrimiento causado a la humanidad.

Desde joven le prestó mucha atención a los relatos de personas que pasaron por lo mismo y siempre admiró en secreto a aquellos que regresaron indiferentes de la tortura al menos en apariencia, porque estaba seguro que era solo apariencia o falsa valentía; que dentro de sus mentes la huella dejada nunca se cerraría del todo y seguramente vivían noches tormentosas, perseguidos por las pesadillas más atroces que revivían ese infame momento una y otra vez hasta la locura o hasta que despertasen empapados de sudor y de miedo.

Ese color blanco era peor que el negro o que el gris. Para sazonar el martirio colgaban de las paredes retratos de sus anteriores torturas, seguramente las más sangrientas y las enmarcaban bellamente, como si se tratase de réplicas de famosos pintores renacentistas. Eran asquerosas y ricas en detalles de todo tipo. Las mucosas expuestas, las caras hinchadas y macilentas, aparatos de tortura metálicos insertados en las cavidades y luego expandidos al límite para tener un mejor acceso al interior de los desdichados hombres y mujeres que caían en sus garras.

Otra cosa que te hiela los huesos hasta el mismo tuétano son los sonidos. Cuando al fin te condenan y llevas un buen rato esperando en el corredor de la tortura, igualmente blanco y silencioso, los únicos sonidos que se escuchan son los de los instrumentos de tortura y los gritos ahogados de las víctimas. Choques metálicos, cosas que caen al piso, pequeñas órdenes dictadas a media voz para que los ayudantes de los verdugos cumplan bien con su trabajo. Todo eso sería bastante soportable si no se escuchara el sonido de las herramientas eléctricas que usan. Cuando escuchas ese chirriar agudo y penetrante que se te mete en el cerebro no te abandona jamás en la vida, te sientes culpable por la alegría que te causa no estar en el lugar del torturado y al mismo tiempo te compadeces de su pobre alma que, en ese mismo instante, seguramente está deseando abandonar el cuerpo del infeliz.

Pero lo peor no era el blanco de las paredes, la tranquilidad de los  verdugos, ni siquiera las imágenes que colgaban de las paredes como trofeos desgarradores y sádicos de sus obras, ni los sonidos que dejaban escapar como la estela doliente del suplicio. Lo peor era…el olor. Ni él ni nadie en el mundo sabe exactamente lo que es ese olor; pero de solo sentirlo aunque sea de lejos, aunque estés en otro sitio, las náuseas y las arqueadas se apoderan de uno. La cabeza comienza a doler y todo te da vueltas como un carrusel de feria. Después no puedes comer nada fuerte durante días, porque al recordar ese olor lo vomitas todo, no importa lo sabroso que haya sido.

Otra cosa incomodísima es el trato que te brindan antes de la tortura. Y es incómodo por la hipocresía despiadada de todos los que participan en el malvado plan de destruirte la vida, o al menos una buena parte de ella. Los que más abundan son los asistentes o ayudantes de los principales y más capacitados verdugos; ellos son mayoritariamente indiferentes, siempre pasan apurados y sin mirarte a los ojos, quizás como un remanente de conciencia que les queda después de dedicarse a tal labor. Con bandejas metálicas donde trasladan herramientas pequeñas de tortura, en ocasiones ensangrentadas y cubiertas con paños, caminan apurados de aquí para allá con la exactitud de quien ha hecho lo mismo miles de veces. El colmo de la manipulación mental comienza realmente cuando te introducen en la sala principal donde serás descuartizado como un asesino serial de niños recién nacidos. Todos son amables, pero serios. Incluso hay quien dice siempre algún chiste. Tratan de calmarte diciéndote que no te dolerá, que será rápido, que ellos saben lo que hacen y que contigo se esmerarán para que no sufras… y te lo dicen mirándote fijamente, como si uno no supiera de ante mano que todo no es más que una tapadera, una cortina de seda con espinas, una perversa idea para, además de hacerte sufrir, te traumatices y no vuelvas a confiar en nadie más en tu vida, si es que consigues salir vivo de allí.

 Sin decirle nada más que las palabras comunes de engaño comenzaron a torturarlo. Al comienzo fue delicado, pero según fue pasando el tiempo le puso más interés, hasta que se hizo insoportable y los gritos comenzaron. Entonces el verdugo, que usaba una máscara blanca y únicamente se le podía ver los ojos inyectados de furia y sangre hizo una seña a su asistente. Le amordazaron con algo que no alcanzaba a ver, pero que era metálico, sumamente incómodo y desagradable. Encendieron una poderosa lámpara directamente sobre sus ojos y casi se la pegó a la cara. Luego tomó una jeringuilla y le clavó la aguja repetidas veces sin misericordia, seguramente para excitar sus nervios y que sufriera así mucho más dolor. Llegó otro ayudante que le amarró las manos a los brazos del sillón y luego otro más para sujetarle las piernas. Abrió los ojos que mantenía  cerrados y vio horrorizado que su verdugo tenía unas pinzas enormes en las manos. Se abalanzó sobre él, sentándose a horcajadas en su vientre y prosiguió con su malvado trabajo. Los gritos eran desgarradores y continuos, pero no se detuvo ni un momento; el ejercicio extendido de su profesión había acabado por borrar de su alma todo resquicio de humanidad, se había transformado en un monstruo que actuaba mecánicamente, impune ya al dolor y al sufrimiento ajeno; solo pensaba en acabar el trabajo e ir a casa sin reparar en la víctima ni inmutarse antes, durante, ni después de terminar el trabajo. Volvería luego a casa con su mujer y sus hijos y disfrutaría la vida sin que hiciera huella en ella el dolor causado a inocentes personas que tenían la desdicha de caer en sus manos.

        Un ayudante igual de cruel le sostuvo la cabeza fuertemente, pues las correas que usaban ya no le sujetaban bien y se estaban aflojando; además estimulaba con gritos al principal y jefe de todos a seguir en su inhumana  misión sin desconcentrarse de la misma. Le inyectaron de nuevo y aún no se tranquilizaba. Le podían hacer todo el daño que quisieran, pero él no iba a dejarse vencer tan fácil como lo hicieron los anteriores. Los momentos de más desesperación sacan a flote el coraje que normalmente tenemos dormido o la cobardía mejor disimulada. Se revolvió como una fiera herida en la arena romana, clavó sus uñas hasta sacarle la pintura al sillón de tortura y lanzó un grito desgarrador, solo comparable al “¡FREEDOM!” de William Wallace.

Todo el lugar enmudeció de puro pavor y sorpresa. La instalación completa, que constaba de cuatro pisos, se detuvo en el tiempo por varios segundos. Luego, gradualmente, regresó el suave murmullo de las oficinas que semejaban un enjambre de abejas en la distancia, casi imperceptible. El torturado se había desmayado incapaz de soportar el dolor, su cerebro prefirió desconectarse a sufrir un paro cardiaco.

El verdugo y sus asistentes se incorporaron y se miraron entre sí, orgullosos de cumplir su misión y extenuados por la inusual resistencia ofrecida por el sujeto que yacía inconsciente en el sillón. El hombre que tanto dolor y miedo le causó había logrado su objetivo y parecía disfrutarlo. El sudor le perlaba la frente a pesar del frío del climatizador, pero una sonrisa de puro orgullo se dibujaba en su rostro. Uno de los asistentes le quitó la mordaza al inerte cuerpo torturado y le desató las manos y pies. Le dejaron solo en medio de la blanca habitación con la seguridad de que despertaría en cualquier momento. A su lado, un recuerdo ensangrentado que había formado parte de su cuerpo desde siempre, extirpado sin compasión ni piedad de sus mismas entrañas y que quizás guardaría como recuerdo nefasto de ese momento, el peor de su vida.

Todos salieron del cuarto como una cuadrilla de hienas después de cenar, regodeándose de su triunfo y listos para otro desafiante reto. El líder, visiblemente orgulloso de comandar una horda de tan hábiles criminales y en voz bastante alta se dirigió a todos, pero en un tono que parecía más bien estar hablando consigo mismo:

— ¡Mierda! ¡Ese ha sido el peor paciente en toda mi carrera de odontología!

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