EL LOBO DORADO 2

—Lo vi en medio de la noche, me desperté por el frío en mi espalda y me di la vuelta para calentarla. Pensé al principio que era un retazo de sueño, por lo que, lejos de extrañarme, me puse a admirar semejante aparición; pero fueron pasando los minutos y lo que quedaba de atontamiento se despejó en mi mente. Entonces presté atención con cuidado. Estaba a solo cinco yardas de mí, quizás buscando los restos de nuestra cena o un poco de calor de la hoguera. El destello de su pelaje, que reflejaba las llamas del fuego, parecía el resplandor del oro en la oscuridad de una mina; sus ojos titilaban igual que estrellas y en ellos podría jurar que vi los de hombre, llenos de nostalgia y tristeza mientras miraba el improvisado campamento. Era enorme, mucho más grande que todos los lobos que había visto en mi vida y más que todos los que vi después, vivos o muertos. No obstante no sentí ningún temor; era calmado y tranquilo, como si tuviese buenos modales. Dio unas vueltas alrededor de nosotros y entonces  hizo algo tan inusual como fantástico. Antes de robarse un trozo de carne, el animal fue directo y silenciosamente a las armas de fuego, que descansaban apoyadas entre sí con la culata en el suelo congelado. Con una destreza inconcebible, tomó los rifles uno por uno y los colocó lejos del alcance de los seis hombres que dormían alrededor del fuego. Luego pasó tan cerca de la hoguera que pudo haberse quemado y tomó un pedazo grande de carne cocinada, despreciando la cruda que permanecía justo al lado. Se alejó con su botín y lo comió justo frente a mi cara. El viento nocturno barría su denso pelaje de un lado a otro, dibujando sobre su piel, olas doradas que brillaban hermosamente. Yo estaba tan encantado y maravillado que no movía un músculo para no espantarlo. Comía pacientemente, casi con educación y disfrutaba haciéndolo, puedo decir que incluso sonreía de placer. Terminó su cena y se limpió las patas y el hocico, se paró y estiró cual largo era. Yo, tratando de verlo mejor, saqué un poco la cabeza de mi piel de arce y entonces me vio. Se quedó mirándome fijamente, luego miró las armas y regresó la mirada a mí. Se sacudió la nieve que se le había acumulado en el lomo mientras comía y dio unos pasos, acercándose más. Me clavó sus ojos, pero no con miedo ni con furia, sino como si me quisiera decir algo y al tenerlo tan cerca, me convencí de que sus ojos eran humanos, o al menos no eran de un lobo, estoy cansado de mirar a los ojos de un lobo y los de ese no eran suyos. No sé cómo explicarlo; pero al fin de cuentas, ser dorado tampoco es propio de un lobo, así que viéndolo bien, no es de extrañar que los ojos tampoco lo sean. Luego se marchó corriendo como el viento. Yo me levanté y traté de seguirlo, mas fue inútil. Se perdió en el bosque, centelleando cada vez menos entre los árboles. Desde entonces se convirtió en mi obsesión atraparlo. Diez años de mi vida utilicé para cazarlo y cuando al fin le encontré, ya no era el mismo lobo que había conocido. Era más grande y agresivo, más astuto y desconfiado. Cayó en una de las cientos de trampas nocturnas que le hice y se fingió muerto cuando aparecí. Lo miré por un largo rato y ni siquiera respiraba. Tenía la lengua fuera de la boca, ennegrecida por el frío y congelada. Antes se había burlado de mí y de mis trampas, abriendo mecanismos de cierre y desatando nudos imposibles de deshacer, incluso para un hombre inexperto. Me acerqué y le pinché con un palo; podía dispararle, pero no quería dañar esa piel tan magnífica. Sus músculos estaban contraídos y duros, con un rigor que se le extendía por todo el cuerpo. Me convenció de tal manera de que estaba muerto que le desaté para subirlo al trineo y en ese instante, se despertó como un dragón y me mordió la pierna, con tal fuerza que quebró el hueso y casi me la arranca. A duras penas pude llegar al pueblo. Me operaron y me salvé, aunque perdí un pedazo y la capacidad de cazar de nuevo. Un año después mi padre encontró oro y aquí estoy, tratando de convencerle para que cace un lobo a cambio de una pequeña fortuna.

El señor Clark no había abierto la boca durante todo el monólogo. Se bebió lo que quedaba del vaso, se puso el sombrero y se paró. Se dirigió a la puerta y con ella en la mano, se volteó a medias, sin darle completamente el frente a su anfitrión.

—Usted debería ver a un doctor, señor Rindell. No lo tome como una falta de respeto, es usted un hombre valiente y honesto, pero creo que se le soltó un clavo en algún momento. Mejor use su dinero en algo más real. Por cierto, gracias por el excelente whiskey.

Cerró la puerta despacio, casi con lástima. En otro tiempo compartiría trabajo y aventura con ese hombre, pero evidentemente por su discapacidad y por su estado mental, eso era imposible ya. A pesar de su encuentro, que le retrasó mucho, Clark decidió partir. Comió toda la carne y grasa que pudo, se reabasteció de municiones, cargó varios kilos de carne seca y se fue. Ya la nieve se había asentado y era mucho más fácil de caminar. Echó una ojeada al cielo y dedujo la temperatura y la humedad instintivamente. Pronosticó buen tiempo para los próximos tres días al menos; tiempo suficiente para reencontrarse con su amiga, la naturaleza y cazar un poco de paso.

Era muy tarde ya para poner trampas, así que decidió holgazanear un poco, al fin de cuentas no necesitaba tanto las pieles y el descanso era un lujo que casi nunca se daba. Hizo una bonita hoguera, aunque pequeña, pues la temperatura era agradable. Se sentó frente a ella y sacó su filarmónica plateada, la misma que su padre le regaló antes de morir de tuberculosis, siendo apenas un joven. Los recuerdos y la nostalgia se apoderaron de su mente sin saber por qué. La música sonaba más triste que de costumbre en aquella soledad de un bosque que parecía haber enmudecido para escuchar la tonada de aquel cazador despiadado, que parecía tener dentro de sí el alma de un ángel.

Para Clark, cazar no era un acto malvado, incluso si se hacía para ganar dinero. Él lo consideraba solo un trabajo y su derecho a vivir de lo que la naturaleza le brindaba. Nunca mataba hembras preñadas y cuando podía escoger, escogía los animales más viejos o enfermos, imitando el siclo natural de la vida que los lobos le habían enseñado.

Cuando su alma parecía saciarse de recuerdos, un tenue destello entre los árboles llamó su atención, pero no tanto como para detener la música. Un ojo menos entrenado lo hubiese pasado por alto, pero a él le bastó un segundo para calcular la velocidad y dirección sin pensarlo siquiera, así que clavó la vista en el lugar por donde debería aparecer lo que llamó su atención. Era demasiado rápido para ser un oso, pero muy grande si era un lobo. No sintió temor, solo curiosidad; si un animal se acercaba a la fuente de un sonido humano, era porque estaba demasiado acostumbrado a las personas o con demasiada hambre como para desafiarlos.

Dos ojos como carbones encendidos se asomaron detrás de un árbol, a unas veinte yardas. Sin dudas era un lobo, había visto miles de veces esa mirada; pero no uno normal. Estaba olfateando el aire, con la cabeza un poco inclinada y aun así era enorme. Permaneció durante un largo tiempo en el mismo lugar, sin atreverse a ir hacia adelante ni retroceder, solo miraba, olía y escuchaba. Parecía estar encantado con el sonido de la filarmónica. De repente y en contra de todo lo que había visto en su vida, el enorme lobo respiró hondo y, elevando su hocico al cielo, aulló con todo el poder de sus pulmones.

Clark, o mejor dicho su instinto, reaccionó enseguida. Tomó el fusil que descansaba a su lado y se abalanzó sobre la presa. Sabía que cuando un lobo está aullando, es el momento más vulnerable de todos, pues cierra los ojos y la potencia de su aullido neutraliza cualquier otro sonido. Así que disponía de unos pocos segundos para acercarse al animal y abatirlo con su arma. Había calculado ligeramente mal la distancia entre los dos, el lobo estaba más cerca de lo esperado, no corrió directamente a su objetivo, sino que hizo un pequeño desvío hacia su izquierda para evitar el árbol tras el que refugiaba su cuerpo y tener un mejor tiro. Cuando el lobo se percató de su descuido ya era demasiado tarde, una luz como una ráfaga de sol, alumbró aquel pedazo de bosque por un momento. Clark quedó cegado por el destello momentáneamente, pero adaptado como estaba, no demoró en recuperar la claridad de su visión. El pobre animal ni sintió el momento de su muerte. El proyectil le entró justo entre los ojos y se desangraba sobre la nieve. En el preciso instante en que el cazador llegaba a su lado, la nube que cubría a la luna se corrió y la tenue luz del astro cayó de lleno sobre el cuerpo inerte del animal. Ante los ojos de Clark se desplegó el espectáculo más increíble que jamás pensó presenciar; un brillo dorado fulguró desde todo el copioso pelaje del gran animal que moría a sus pies. Parecía que tuviese luz propia cada pelo amarillo que se movía suavemente al ritmo de la brisa nocturna, formando suaves hondas que recorrían su cuerpo, igual a un campo de trigo maduro en miniatura.

Él, que todo lo había visto, no lograba compaginar lo que miraba con lo que debía de ser. No era un sueño, ni una ilusión, ni producto de su locura y mucho menos los efectos del alcohol. El lobo dorado no era solo una leyenda, era cierto y él lo había matado por casualidad. No sabía si sentirse orgulloso; veinte años atrás de seguro se sentiría así y le mostraría a todos esa magnífica piel colgando de la pared y se la pondría los días festivos para lucirla, o la vendería a algún loco como el señor Rindell, que ahora no parecía para nada un loco. Pero eso sería veinte años atrás; ahora no sabía bien cómo sentirse al matar una bestia tan magnífica y hermosa. No se sentía digno de arrebatarle algo así a la naturaleza. Se dejó de caer de rodillas junto al animal y lo acarició como se acaricia a la mujer más tierna del mundo. Sus ojos se fueron humedeciendo con cada pedazo de perfección que veía en el pelaje dorado del lobo. Terminó abrazando el cuerpo enorme que se enfriaba poco a poco, en su eterno camino al abismo. Sintió en su cara y en sus manos cómo se le escapaba la vida a aquel ejemplar único e inverosímil; hasta creyó sentir un leve estremecimiento de sus músculos, pero fue solo un momento. Lloró sin saber a ciencia cierta el motivo de su llanto, lloró y pidió perdón por haber cometido tal sacrilegio en su idioma y en el de los nativos. Luego, con un peso en el corazón que nunca antes sintió ni sentiría en un futuro, sacó el afilado cuchillo y comenzó a desollarlo.

No supo cuánto duró esa acción, pero le pareció una eternidad. Al terminar limpió la sangre de sus manos con nieve y cavó una tumba profunda en el suelo congelado y duro. Ya amanecía cuando echaba la última palada de tierra sobre el cuerpo sin piel del animal. Por suerte, el olor de la sangre no había alertado a ningún depredador. Apisonó bien la tierra dando saltos sobre ella y luego con una roca grande. Hizo unas marcas en un árbol cercano para identificar el lugar exacto de la tumba y cargó la piel hasta el borde de un arroyuelo, donde siempre curtía las pieles y acampaba por unos días antes de regresar al fuerte.

Tuvo un cuidado extremo al desollar al animal. No lo decapitó como la mayoría de las veces, sino que sacó toda la piel, incluyendo la del rostro, la cabeza y las patas. Se esmeró en el curtido de tal forma que empleó cinco veces más tiempo en hacerlo que lo normal. Se dispuso a dejarla secar al aire. Quería que estuviera perfecta al llegar a manos del señor Rindell. Tenía suministros para varios días y quería reflexionar sobre lo que había acabado de vivir. A la tercera noche no le cabían dudas de que era el peor de los mortales; soñaba hasta despierto con el maldito lobo dorado. Sus ojos se le aparecían a cualquier momento. Esos ojos que apenas pudo mirar por la rapidez del momento, se dibujaban en su mente cada vez con más claridad, asumiendo según iba pasando el tiempo, que eran realmente ojos de humano, como le aseguraba Rindell. Ahora comprendía la obsesión que sentía por el dorado animal, era algo que se metía en la conciencia y en la sangre, como un veneno que flota en el aire y penetra poco a poco, sacudiendo todo desde adentro. Llegó a la conclusión de que la presa que capturó era sin dudas algún animal sagrado, encargado de cuidar el bosque o algo parecido. Le pareció recordar alguna leyenda de los nativos que hablaban de algo así, pero no pudo estar seguro del todo, pues se mezclaban en su mente recuerdos vividos durante toda su vida. Después de tres noches sin dormir cayó rendido por el cansancio y tuvo sueños donde guiaba a una manada de lobos grises en la cacería de un gran alce. Al final lo atrapaban y él la emprendía a dentelladas con el animal que, aún vivo, clamaba por piedad. Después se detenía y, dándose cuenta que los demás lobos no le seguían, se volteaba y los veía con cubiertos y servilletas de papel, desaprobando su salvaje accionar. Cuando regresaba su atención al arce, éste le sonreía con una escopeta en las patas y le disparaba en la cara, despertándolo con un sobresalto.

 No pudo más; como norma sagrada tenía el no beber estando de cacería, pues al estar borracho cualquier bestia le podía sorprender, o peor aún, otro hombre. Desenroscó la tapa de su botella metálica y se dio un trago largo y abundante. Enseguida sintió que se le calmaba la mente y se relajaba el cuerpo. Así siguió durante todo el día y la tarde hasta llegar la noche. Hizo una gran fogata, tropezando con todo, cantando y poniéndose luego a bailar alrededor de ella como los nativos del lugar que tanto aprendió a admirar. Se le terminó la bebida cerca de la media noche. Cuando ya no podía casi mantenerse en pie, se acercó tambaleándose a la piel dorada que colgaba del bastidor de madera. La acarició, la olfateó y lloró nuevamente sobre ella. Se fue despojando de su ropa mientras la miraba como si tuviese ante sí a una bella mujer esperándolo en la cama. La descolgó de la madera y ceremoniosamente se cubrió con ella. Igual que una señora luce un visón blanco, Clark se paseó alrededor de la hoguera, orgulloso de los destellos dorados que se desprendían de su abrigo. Entonces sintió un pinchazo en la espalda que le hizo arquear el cuerpo, luego otro en la nuca que le penetró hasta la frente, le siguieron los brazos y luego en distintas partes de todo el cuerpo. Con cada punzante dolor, un alarido escapaba de su garganta, desgarrando la noche como un sable. Se escuchaban mucho más lejos que los aullidos de un lobo, se retorcía como un loco y las lágrimas se le saltaban de los ojos debido al insoportable dolor. Cayó de rodillas en medio de los más terribles espasmos y gritos, se asfixiaba, se partía en dos, se moría sin duda alguna. Ni siquiera la alta concentración de alcohol que tenía en la sangre le impidió sufrir los dolores más crueles de su vida, tanto que en medio de su horrible martirio se desmayó.

El sol estaba bastante alto cuando volvió en sí. Despertó junto a las cenizas aún calientes de la fogata. A pesar de sentirse desnudo no sentía frío en lo más mínimo. Se incorporó como pudo y un profundo dolor en la frente le recordó la enorme cantidad de bebida que ingirió la noche anterior. Recordó el arroyo y deseó sumergir la cabeza en sus frías aguas para aliviar la resaca. Se dirigió al remanso en el que se bañaba, a unos pocos metros de allí, con una rapidez y ligereza que no esperaba después de embriagarse de ese modo. Podía escuchar con gran nitidez el murmullo del agua saltando entre las piedras, los peces salpicando sobre su superficie, los insectos volando por su lado. Todo parecía un poco más grande que de costumbre, pero se lo achacó al mareo. Llegó a la orilla, donde el agua era tranquila y transparente, sintió el frío subiéndole por las piernas y se inclinó para sumergir la cara en el refrescante líquido; pero en ese momento vio reflejada en la superficie, en lugar de su rostro, la imagen de un inmenso y hermoso lobo dorado.

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