El lobo dorado
El lobo dorado
Por: Leonel Sarpa
EL LOBO DORADO 1

Todo lo que se alcanzaba a ver estaba sumido en un blanco tan puro y radiante, que costaba trabajo mirar sin cerrar los ojos. Las montañas que cerraban el paisaje en la distancia, lucían un color azulado, solo dos tonos menos que el limpio cielo, pues reflejaban parte de su grandeza. Una silueta se veía avanzando trabajosamente por entre el metro de nieve que había caído la noche anterior. Venía saliendo de un denso bosque y atravesaba la llanura que separaba el puesto militar de Ford Dale, de las inhóspitas tierras del oeste del nuevo estado, recién formado por decisión del gobierno federal.

La figura humana guiaba a un caballo que obedecía trabajosamente, jalándolo por las bridas y obligándolo a arrastrar un trineo con una voluminosa carga encima. Todavía la nieve no se había asentado lo suficiente y tanto el animal como la carga se hundían, dificultando aún más la labor; pero la adversidad no contaba con el espíritu inquebrantable del hombre, que miraba hacia el empalizado del fuerte como si quisiera acercarlo con la mirada. Nadie salió a ayudarlo, por aquí las personas pueden hacer algo o no lo hacen, así de simple.

Cuando llegó a la puerta ya estaba abierta. Al pasar de la espesa nieve a los pocos centímetros que había al otro lado de la muralla, sus pies se aliviaron y le pareció momentáneamente que flotaba muy cerca del piso. Pronto esa sensación pasó y pudo afincarse bien. Cruzó saludos de cortesía con los soldados bien abrigados de la puerta y siguió de largo, esta vez a mayor velocidad. Metió el caballo en la caballeriza, le limpió la nieve y le sirvió un poco de paja, le desmontó los arneses y le dio unas palmadas de agradecimiento por ayudarlo en el trabajo tan noblemente. Pensó un momento en quitar la nieve de encima de la carga, pero el frío y el cansancio le hicieron ir, antes que nada, a la bodega.

La bodega era eso y también el bar del puesto, sala de reunión, de negocios y de peleas, todo en uno. A pesar de esto, el puesto fronterizo era el mejor lugar para hacer cualquier cosa, pues la presencia y jurisdicción de los militares le daba la seguridad y justicia necesaria a cualquier problema. La gente había aprendido que valía más ser honesto que tratar de burlar a las autoridades, y personas de todos los alrededores venía aquí para vender y comprar sus productos. Era una ley férrea, brutal y tajante, como los hombres que la hacían cumplir. Por raro que parezca, el clima y las condiciones extremas hacen que, para que la vida transcurra lo más ordenada y civilizada posible, la ley tiene que ser también extrema. No pueden coexistir un entorno hostil y una ley débil, o la indisciplina ciudadana terminaría pasando por encima de ella como una aplanadora. Así entonces, estos hombres de uniforme, eran tan rudos y capaces como los bandidos más salvajes, por eso los respetaban y temían por igual.

Clark Lewis entró en la bodega sacudiéndose la nieve de encima y despojándose de su abrigo de piel de lobo que estaba rígido por el frío, lo colocó cerca de la gran estufa que calentaba el lugar y fue a sentarse a la barra, saludando a algunos de los presentes; a los amigos los saludaba de nombre, a los conocidos con un gesto y a las autoridades con la mirada. Un hombre con un tabaco y más alto que él, le puso un vaso de whiskey delante.

—Gracias Tom —le dijo al hombre casi sin mirarlo y vaciando de un golpe el contenido del vaso en su garganta.

— ¿Cómo te fue?

—Bastante bien para cómo está el tiempo. Traje veinticinco, once lobos, un oso, ocho zorros y cuatro alces.

— ¡Rayos, Clark, es el doble de lo que la mayoría trae!

— ¿Lo quieres todo?

—Si me fías la de oso. Las cosas no están del todo bien.

—Estuve persiguiendo ese oso tres días, Tom.

—Sabes que yo siempre te pago.

—Sabes que si no me pagas te mato.

La mirada de los dos hombres se cruzó por encima del mostrador.

— ¿Mandas al chico a buscarlas a la caballeriza?

—Claro Lewis, ahora mismo. Uno por la casa —dijo el hombre alto y le llenó el vaso.

     —Hay una que es mía.

—Una joya. ¿He?

—Un lobo blanco, más blanco que la nieve, solo se le podía ver los ojos. Y era enorme, además.

—Si me das una semana, te la pago al triple de lo habitual.

—Y dos botellas de tu mejor whiskey.

—No me das mucho margen, Clark.

—Allá afuera tampoco hay mucho margen Tom y no se puede negociar.

—Mejor no. Luego no podré venderla. Hablando un poco de todo, Clark. ¿No has escuchado nada sobre un lobo dorado?

— ¿Qué tontería es esa, Tom? No existen los lobos dorados. Y si existieran moriría de hambre en una semana. Si allá afuera brillas solo un poquito no cazas nada y sin un arma, menos aún. No me vengas con idioteces.

—Pues esa idiotez que tú dices vale una fortuna, no tendrías que cazar nunca más.

— ¿Y quién dice que semejante animal existe?

—En Robles Crew, hay un hombre que viene persiguiendo el rumor desde Yelow Stone y dicen que pagará una fortuna a quien le traiga la piel de semejante bestia. Big Tong ha contado a todos que hace una semana lo vio con sus propios ojos.

— ¡Big Tong es un viejo imbécil que se inventa historias! O por qué crees que le llaman así.

—Quizás tengas razón —dijo por fin el del mostrador un poco decepcionado—. Si tú lo dices debe de ser así, no por gusto eres el mejor cazador de la zona.

— ¡Y de todo el maldito país, Tom! ¡No lo olvides! ¡De todo el maldito país!

Rieron y siguieron charlando hasta que el cazador estuvo lo suficientemente borracho para ir a jugarse el dinero  a los naipes. No obstante, tuvo suerte esa noche y ganó mucho más de lo que perdió. Se gastó la mitad de las ganancias en un baño caliente, más alcohol y en una mujer. Al día siguiente lo sacudieron bastante para poder despertarlo.

— ¡Maldigo a todos los dioses y a sus putas, será que un hombre no puede dormir tranquilamente en este lugar!

— ¡Deja de maldecir y vístete! Hace rato que te está buscando un hombre y por su ropa parece importante. Quizás me agradezcas luego.

—Lo único que agradecería es dormir, mujer de los mil infiernos. ¡Allá afuera ni eso se puede hacer!

Se sentó en el borde de la cama. Enseguida su cuerpo notó el cambio de temperatura, al estar fuera del cobijo de las mantas.

—Ya me estoy poniendo viejo para esta vida de m****a.

No llegaba a los cincuenta años, pero las inclemencias del tiempo, las malas noches y la intemperie le hacía lucir de sesenta y sentirse de setenta. No obstante era muy fuerte. Su oficio y la alimentación, casi exclusivamente a base de carne, le tallaron un físico de acero y bien definido. Sin llegar a ser muy musculoso, era atlético y sobre todo, ágil. Podía correr durante horas y perseguir una pieza por días sin sentirse mucho el esfuerzo; pero su cualidad más importante era su persistencia. Nada le distraía de su objetivo cuando decidía hacer algo. Esos espíritus indomables, que tanto abundan en los lugares donde hay adversidades y que son producto precisamente de esas condiciones, se sienten atraídos por la vida dura y peligrosa que ofrecen las tierras perdidas del mundo. Sus almas se vuelven tan salvajes como la misma naturaleza y al regresar momentáneamente a la civilización, después de mucho tiempo, simplemente no encajan en ella y ella misma le rechaza como a un hijo que se perdió y que ahora no reconoce. Así se sentía Clark después de veinte años persiguiendo animales durante las cuatro estaciones del año. Sus huesos comenzaban a sufrir el desgaste de las cacerías y del frío intenso de las noches, acostado junto a una hoguera a punto de extinguirse. La soledad se había metido en su alma a tal punto que apenas soportaba la compañía de otros seres humanos. Incluso rechazaba la proximidad de las mujeres después de saciar sus instintos más apremiantes. Buscaba la soledad casi como un vicio y al no encontrarla estando rodeado de personas, se lanzaba cada vez más a menudo a la inmensidad de los bosques y montañas que se ofrecían a él y a sus habilidades como un universo a sus pies. No necesitaba dominar el entorno; ya le tenía dominado. No era necesario esforzarse para sobrevivir, porque lo hacía de forma natural, como un ser salvaje más.

Poco a poco le fue costando más trabajo regresar a la civilización; cada vez demoraba más volver con el trineo lleno de pieles, no porque tardara en llenarlo ni porque pesara demasiado, sino porque a medida que curtía las pieles y las acomodaba en fardos, se acercaba la hora de reunirse con los compradores, los militares y el resto de los cazadores y esa sensación le resultaba más rara con cada año que pasaba. Si no fuera por el dinero, el cual necesitaba para poder asegurarles la existencia a sus dos hijos muy lejos de allí, hace tiempo se habría construido una cabaña en medio de la nada, para morir allí de frío o de hambre cuando no pudiese cazar más.

Al principio, de joven, disfrutaba matar animales por la emoción y la camaradería que surgía en los grupos de hombres dedicados a ese oficio; pero fueron pasando los años y emprendió el negocio que ya conocía bien en soledad, al darse cuenta que era mucho mejor que sus amigos y solo recibía la misma paga que los demás. Así empezó su nueva vida y contrario a lo que pensó en un principio, le tomó el gusto rápidamente. A estas alturas ya no disfrutaba matar, lo hacía de forma mecánica, sin la emoción y excitación de años anteriores, solamente por el dinero. El resto del tiempo disfrutaba complementándose con el entorno. Aprendió a fuerza de soledad, a ver las grandes y pequeñas maravillas que le rodeaban; los laboriosos castores construyendo formidables refugios y diques, a las aves nocturnas con su increíblemente silencioso vuelo, el camuflaje de los zorros, la unidad de los lobos, la fuerza del oso, la valentía del arce. Admiró a los insectos, a los salmones, a las águilas; pero siempre estuvo en contacto más directo con los lobos, así que aprendió a la perfección el carácter y las costumbres de ellos, desde su jerarquía y su manera de cazar, hasta su inteligencia y bondad. Vio de primera mano, cómo protegían a sus cachorros con la vida misma, la forma en que ayudaban a los enfermos o a los más viejos, el altruismo del lobo alfa y su magnificencia. También comprendió que los actos de los animales, que a veces nos parecen crueles, en verdad tienen una razón de peso y que son absolutamente necesarias para la subsistencia en un entorno tan extremo. En fin, aprendió sin apenas notarlo, a admirar todo lo que le rodeaba y como la admiración es el primer paso que se da para amar algo, terminó amando todo aquello que en un principio, le resultaba adverso y hostil. No era, por supuesto, un amor libre de respeto; solo se puede amar lo que se respeta, no lo que se teme y él le perdió todo el temor, para convertirse en parte del todo; de los árboles, de los animales, de la nieve, del frío, del rio, del aire. Adquirió la costumbre tan rara e inentendible que observó en los nativos de pedir perdón a sus presas por matarlas y se sintió mal por haber tildado de tontos y estúpidos a esos seres que, desde hacía siglos, se habían fundido con la naturaleza en un solo ente, viviendo con ella en total armonía y tomando solo lo que era vital para vivir, dejando que el mundo siguiera el rumbo marcado por sí mismo sin romper el curso natural de la existencia. Concientizado esto, odió al hombre blanco como si fuera un nativo más, aunque tampoco se alió a los pocos que quedaban en esas tierras, aunque se aproximó a ellos en varias ocasiones, la simpatía que les tenía se esfumaba ante la justificada desconfianza de los nativos, quienes veían cómo desaparecían sus territorios y su comida en manos de los insaciables blancos.

Ante los asombrados ojos de Tom, Clark se disponía a marcharse nuevamente del puesto militar. Nadie salía con solo un día de descanso, a no ser que fuera algo sumamente importante.

— ¿Estás loco, Clark? Diluvio no ha tenido tiempo de reponerse, ni tú tampoco.

—Voy solo. ¿Me cuidarías a Diluvio por unos días?

—Claro que sí…pero qué vas a hacer solo allá afuera. ¿Acaso quieres morir?

— ¡Ya quisieras! Así no tendrías que pagarme esa piel de lobo blanco. Estaré cerca de aquí, solo quiero averiguar algo. ¿Tendrás todo el dinero en quince días?

—Haré lo que pueda. ¡Espera, casi se me olvida! El tipo rico del que te hable, el que busca al lobo dorado, está aquí en el puesto. Y como todos te han señalado a ti como al mejor cazador, te está buscando.

— ¡Pues que siga buscándome!

—No va a hacer falta —dijo una voz fuerte como un trueno, a sus espaldas—, ya le encontré.

Clark imaginó encontrar un hombre grueso y tal vez calvo, con cara de banquero y sosteniendo un reloj de oro en la mano, mirándolo a través de unos espejuelos; pero al volverse descubrió todo lo contrario. El hombre era tan alto como él, estaba muy bien vestido, pero de alguna manera la ropa no expresaba nada ostentoso. Era como si fuese un minero que le hubiese robado el traje a su jefe. A todas luces el tipo no nació rico, ni era ajeno al trabajo duro. A Clark le llamó enseguida la atención, pues muy pocos pobres llegan a tener riquezas. El rostro curtido y agrietado no miraba de reojo, sino que lo hacía de frente, con una mirada fija y penetrante, como miran los hombres sin miedo.

— ¿Qué quiere usted de mí? –dijo descortésmente al extraño, molesto por la media sonrisa que se dibujaba en su boca, más como una mueca que por simpatía.

—Soy Thomas Rindell, y tengo un negocio para usted que le puede convertir en un hombre rico.

— ¿Y parecerme a usted? No, gracias.

Clark avanzaba a medida que hablaba. Al llegar frente al hombre se detuvo y le miró fijamente. Éste le habló con demasiada familiaridad, como si le conociese.

— ¡Vamos, Clark! Le invito a tomar el mejor Whiskey que jamás ha tomado, sé que le gusta.

—Me gusta cuando tengo frío.

— ¿Y no tiene frío? Está nevando.

—Si acaso me alcanza para no sudar.

—¡Ja, ja, ja, me gusta este hombre! ¡Vamos a mi habitación del hotel! Me parece que vamos a llevarnos muy bien.

Rindell le pasó el brazo por encima del hombro y le empujó suavemente. Clark se dejó llevar sin protestar; algo del sujeto le daba confianza y decidió ver qué pasaba con el tipo raro. Se dio cuenta al caminar a su lado, que cojeaba de una forma extraña, balanceando su peso de un lado a otro. Fueron a la habitación del señor Rindell, la única que tenían para huéspedes ilustres, que era un poco menos sucia y un metro más espaciosa que las demás; sin embargo, al señor no parecía molestarle en absoluto. Se sentó a una mesa con dos sillas y sirvió abundante bebida en dos vasos de cristal, con un gesto invitó al cazador a unírsele. Éste le secundó y bebieron el contenido de un golpe y sin decir nada.

—La cuestión es sencilla —comenzó a decir el señor Thomas—, quiero contratar sus servicios para que cace un animal, cuya piel deseo mucho tener.

— ¡Un lobo dorado, ya lo sé!

—Me alegro que lo sepa, así no perderé mi tiempo.

—Ni yo perderé el mío. No existe un lobo dorado. Los hay de todos los tonos entre blanco y negro, pero dorado es imposible. Nunca…

—Sería aceptado ninguna manada y no podría acercársele a una presa ni a cien yardas —le interrumpió, y mientras hablaba llenaba los dos vasos generosamente—, yo también soy cazador, o al menos solía serlo.

Se subió la pata derecha del pantalón, dejando ver una prótesis de madera, que salía desde debajo de la rodilla.

—Lo siento por su pierna; pero si es cazador sabe que eso es imposible.

—Nada es imposible. Este pedazo de madera lo prueba. El maldito perro dorado fue quien se llevó lo que falta.

Ante tan evidente prueba, Clark dudó seriamente.

—Quizás lo imaginó, quizás tenía mucho alcohol en su sangre.

—No me voy a ofender porque no me conoce, señor Clark. Esto fue hace veinte años, cuando aún era joven y no bebía cuando cazaba, sabe que la bebida espanta a la presa y que el alcohol enfría más de lo que calienta, así que nada de lo que usted dice tiene lógica.

— ¿Y un lobo dorado la tiene?

—Sé lo que parece —el señor Rindell dejó el vaso sobre la mesa y acercó sus ojos a los del cazador. Era un hombre valiente, honesto y serio, y sabía que Clark podría reconocer en su mirada si estaba mintiendo o dudando.

El cazador lo supo al instante. Su vida dependía de saber leer el carácter en los ojos de los demás. Quien no aprende a hacerlo, termina engañado o traicionado, termina siendo disparado por la espalda. A estos hombres le basta una mirada directa para saber qué esperar de su semejante y la mirada del señor Rindell era clara, segura, decidida, recta, franca. Le confiaría la vida a un hombre con esa mirada, era la mirada de un lobo alfa. Si algún día le prometía ser su amigo, Rindell daría su vida por esa promesa.

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