EL HOMBRE EN EL ESPEJO 2

  — ¿Cómo que fuiste en mi lugar? ¿Te permitieron ser capataz sin apenas conocerte? ¿Te obedecieron?

  —La respuesta a todas las preguntas es sí, ¿no ves que somos muy parecidos, casi como dos gotas de agua?

  Alan concordó con él. Mirarlo era como mirarse él mismo en el espejo, salvo por la manera de vestir y el cabello que Dumpin siempre usaba desaliñado. Le extrañó no haberse percatado antes, pero era cierto. Ahora comprendía, después de tanto tiempo, porqué eran tan buenos amigos. Si eran tan parecidos lo lógico era que compartieran también las mismas necesidades y los mismos gustos. Todo quedó resuelto, Dumpin iría al trabajo haciéndose pasar por él y tendría tiempo para descansar.

  Comenzó una etapa bastante buena para Alan, dormía por el día y una vez a la semana iba a cobrar su salario y a escuchar lo contento que el gerente estaba con su trabajo. A pesar de esto se sentía  más cansado, incluso hubo días que le salían moretones, sobre todo en la cara y en los nudillos, también le dolían las costillas.

  Se lo comentó a Dumpin y llegaron a la conclusión, luego de comparar golpes y dolores, que cuando Dumpin se peleaba en el trabajo con algún obrero que protestaba por el ritmo impuesto por él, Alan sentía el dolor como propio, incluso las marcas físicas en su piel eran idénticas. Al contrario de espantarse se sorprendieron agradablemente. Les gustó el hecho de que estuvieran tan compenetrados, como si se tratara de un solo ser viviendo en dos cuerpos. Lo tomaron de una manera muy natural.

  No obstante, el cansancio y la decadencia física mostrada por los dos les afectó tanto que amenazaba con perjudicarlos en su empleo. Por ese entonces, el dueño de los talleres vino a supervisar personalmente la producción de su empresa, llamándole poderosamente la atención la eficiencia de un área, de la cual era capataz un tal Alan. Pidió que lo trajeran a su presencia y así lo hicieron, congeniando de inmediato con aquel joven directo y responsable, que no creía en debilidades ni en justificaciones, que no dudaba en enredarse en peleas incluso con hombres mucho más fuertes, sólo para defender su jerarquía y su posición de líder, exigente y trabajador. Nadie le podía refutar nada, porque él había demostrado con su ejemplo que se podía trabajar más y producir casi el doble.

  El dueño lo invitó a almorzar y le dejó ver que toda su fábrica marcharía mejor con alguien como él al frente, pero que el actual gerente, además de llevar mucho tiempo en el cargo, era también su yerno y no podía correrlo así como así. De todas maneras, dentro de tres o cuatro años, pensaba abrir otra fábrica más pequeña, al otro lado del país.

  Dumpin se lo contó a su amigo y, luego de una acalorada discusión, concordaron en el hecho de que no llegarían a los tres años a ese ritmo de trabajo, así que decidieron apurar las cosas. Aunque Alan no se convenció del todo, pero sabía que Dumpin se había decidido y que, cuando lo hacía, nada ni nadie lo podía detener. Sin pensarlo mucho se resignó y se acostó a dormir, sabiendo que con la mañana le llegaría una noticia espantosa y la oportunidad de ser gerente. Él, un niño huérfano, con estudios básicos y con ningún dinero, sería gerente de una fábrica, todo gracias a su esfuerzo y a las oportunas decisiones de su amigo, que ya era más que un hermano, era como si fuesen uno solo, con la misma suerte y el mismo destino.

  Ese día el gerente no trabajó, ni el siguiente tampoco y se le buscó por toda la ciudad. Apareció tres días después, flotando en un recodo del río con la panza abierta desde el ombligo hasta el pecho y una colonia de renacuajos  instalados en su interior.

  El señor Cross tuvo que interrumpir su viaje de luna de miel con la cuarta y más joven de sus esposas y regresar por la tragedia. Se suspendió el trabajo por veinticuatro horas y se citaron, después del funeral, a los capataces de la fábrica. Alan asistió todavía vestido con su traje alquilado para la ocasión del funeral, en señal de respeto. Además, quería estar lo más presentable posible cuando lo nombraran gerente. Ahora estaría sobre todos y lo llamarían señor, como tantas veces llamó él al difunto que acababan de enterrar.

  Tenía que mostrar su calidad y superioridad desde el mismo primer día; se pulió como espejos los mejores zapatos que tenía, alquiló un traje digno de un caballero y compró las flores más hermosas que se podían encontrar en toda la ciudad para ofrecerlas a la viuda. Con todos estos preludios y el apretón de manos, seguido por unas palmaditas en la espalda que le dio el mismísimo dueño en la despedida del funeral, a nadie le quedaba dudas de que él fuera el nuevo gerente.

  Ya se comentaba que se iban a reventar trabajando cuando tomara el mando, que la fábrica produciría más a partir de ese momento y que enfermarían de tanto esfuerzo. Todo para que ese muchacho ambicioso se diera el gusto de agradarle al jefe, como un perro de caza que le trae al dueño un jugoso pato, recibiendo a cambio unas galletas de recompensa.

  En la oficina se sentaron nueve capataces y dos gerentes que permanecieron parados, recostados a las paredes laterales. También asistieron tres de la directiva. Alan fue el primero en entrar y ocupar uno de los asientos al frente. El dueño se demoró un poco en llegar, mientras tanto nadie hablaba en voz alta. Un susurro indescifrable se sentía en toda la instancia, murmullos cargados de odio mezclados con envidia, miradas de soslayo, lanzadas desde todas partes de la habitación y que tenían un solo blanco, la nuca de Alan, quien se había ganado el malestar de todos.

  Lo que nadie se imaginaba era que Dumpin lo suplantaba como jefe todas las jornadas, convirtiéndose en un dictador de minorías, en un abusador del poder que, a golpe de sanciones administrativas contra los trabajadores, había logrado que se esforzaran como esclavos, aprovechándose de la crisis económica que se apoderaba de todo el país y que hacía casi imposible encontrar trabajo, mucho menos si eras despedido por bajo rendimiento. En este ambiente, denso y hostil, se presentó el dueño acompañado por un joven bien vestido de muy buen aspecto. Cuando se sentó a su lado junto a los de la directiva con relativa familiaridad, todos asumieron que era el abogado personal del señor Cross.

  —Todos saben lo sucedido con mi yerno, así que no voy a tocar el tema e iré directo a lo que nos ocupa en esta reunión.

  Se aclaró la garganta, carraspeando y tosiendo suavemente. Luego suspiró aliviado y arregló o fingió arreglar unos papeles, que descansaban sobre el gran buró de madera de pino que dominaba la estancia.

  —Debido a la triste e inesperada muerte de mi yerno, es necesario nombrar un nuevo gerente para lo cual he decidido que sea alguien de mi total confianza. Alguien que, a pesar de su juventud, promete ser un líder grandioso que los guiará a todos a ser cada día mejor en sus trabajos.

  Mientras el dueño hablaba Alan se iba irguiendo en su asiento, hinchado con todas las alabanzas que pronunciaba, claramente referidas a su persona. Quién quita que con el tiempo llegara a ser el dueño de todas las fábricas, quizá hasta se casara con la hija viuda del señor Frederick; así le diría a partir de hoy, señor Frederick, como le dicen sus más cercanos amigos.

  —Espero que todos ustedes le apoyen y lo respeten como si fuera yo mismo.

  Esto era el colmo de la alegría, su amigo Frederick lo ponía a la misma altura que él, un hombre de negocios reconocido por toda la sociedad. Por fin toda la paciencia había rendido sus frutos, todas las horas amargas, las malas noches, las burlas de los trabajadores, los golpes, las necesidades. Ahora iban a ver cómo se dirige una empresa con mano dura, ganará en un año lo que se ganaba en tres. Por fin se abría ante él un futuro prometedor.

  Al notar que el señor Frederick terminaba su discurso y se acercaba su nombramiento, deslizó las manos hacia atrás, apoyándose en los brazos del sillón para pararse en medio del aplauso y la envidia de todos.

  —Quizás les resulte sorpresiva mi elección para este puesto tan importante debido a la corta edad que tiene, pero les aseguro que lo he pensado muy bien y creo que no hay ninguna otra persona que merezca mi confianza y mi apoyo. Les pido que confíen en mi experiencia y que se esfuercen como lo han hecho todo este tiempo con mi difunto yerno al frente.

  El corazón se le quería salir del pecho, las lágrimas de felicidad no se podían retener por más tiempo y brotaron de sus ojos, mientras se elevaba de su asiento como por arte de magia.

  —Sin más, les presento a su nuevo gerente, el señor Thomas Wallpore.

  — ¡Gracias, señor Cross, gracias! —dijo Alan casi gritando de entusiasmo, poniéndose de pie de un salto, emocionadísimo—. Le agrades…

  Se hizo un silencio sepulcral en la oficina. Todos se giraron automáticamente hacia Alan, quien se percató muy tarde de su error, quedando en medio de un semicírculo de hombres que lo miraban perplejos, sin dar razón a lo que veían. En unos segundos todos percibieron lo que sucedía y, a pesar del duelo, comenzaron a reírse de la situación, primero como un murmullo y luego abiertamente.

  El contraste de la seriedad del momento y la reacción del joven, que se detuvo en mitad de la frase y miraba a su alrededor con los ojos llorosos y abiertos con cara de estúpido, hizo que hasta el señor Cross se riera. Entonces dieron rienda suelta a la burla. Unos daban patadas en el piso, otros se aguantaban el abdomen y se agachaban para no orinarse de la risa. Lo señalaban apoyándose en el hombro del hombre de al lado y comentando lo imbécil que era. Alan estaba aturdido, sin lograr procesar la situación del todo, por lo que no podía reaccionar y solo conseguía con su postura, que la risa y la burla crecieran a su alrededor, embotando sus sentidos más todavía.

  Giró dos veces sobre sí mismo, como buscando en quién apoyarse y, cuando al fin pudo mover las piernas, salió tambaleándose tan torpemente que se golpeó y tropezó con los muebles y con los trabajadores, cayéndose al piso en un par de ocasiones. Salió del recinto aturdido, rojo por la vergüenza y el bochorno. Cruzó por los talleres vacíos a toda velocidad y llegó a la calle llorando y desesperado por tanta vergüenza. Nunca más podría entrar en la fábrica; a partir de ahora será la burla constante de todos. La traición del miserable señor Cross lo dejó en ridículo delante de los trabajadores. Si al menos se lo hubiese comunicado en privado, la decepción sería toda suya, pero ahora es de dominio público. Muchos años después se recordará este momento y la anécdota pasará de boca en boca, generación en generación.

  Cuando ya no esté entre los vivos, los jóvenes que ni lo conocieron se reirán de él cuando en el horario de almuerzo, los más viejos les cuenten la historia bochornosa con lujos de detalles, seguramente exagerados por el paso del tiempo. Comenzó a llover torrencialmente aunque Alan ni se enteró, solo corría desesperadamente para llegar a su casa que ya estaba cerca. Dobló la esquina y resbaló, cayendo cuán largo era en medio de la calle, ensuciándose de barro y lacerándose las manos con los ásperos adoquines. Se paró sin reparar en nada y siguió corriendo, una idea fija se le atravesó en la cabeza: el señor Cross tenía que pagar su traición y su infidelidad.

Se lo pediría a Dumpin de rodillas, le rogaría si fuera preciso. Todas las pequeñas reminiscencias que le quedaban, los minúsculos cargos de conciencia que todavía sentía cuando su amigo le ayudaba habían desaparecido por completo. Si Dumpin no quisiera hacerlo lo haría él mismo con mucho gusto. Ese puerco tendría que sufrir por lo que hizo.

Al fin llegó, chorreando agua y barro, con el cabello enmarañado y sucio. Las manos ensangrentadas buscaron las llaves, se le resbalaron un par de veces hasta que pudo introducirla en la cerradura. Cayó dentro de la casa como un saco de papas, se arrastró hasta que se recuperó un poco de la carrera y pudo ponerse de pie.

  — ¡Dumpin, Dumpin! —gritó desesperadamente a toda voz.

  Aparentemente la casera no se encontraba. Al no recibir respuesta alguna voló escaleras arriba profiriendo terribles alaridos, llamando sin cesar a su inseparable amigo. Los huéspedes estaban trabajando, así  que nadie se asomó por el escándalo.

    —¡Dumpin! ¿Dónde estás? ¡Aparece por favor, tienes que hacer algo por mí!

¡Dumpin!

  Alan buscó por todos lados, debajo de la cama, en los muebles, los roperos, el baño, detrás de los cuadros. Estaba desesperado, la ansiedad le robaba el aliento, el cansancio lo debilitaba, el conocimiento de lo que le pediría a su amigo le retorcía las tripas, el frío de la ropa mojada le hacía temblar de pies a cabeza. Se desplomó de rodillas con los codos en el piso y la cara oculta entre sus brazos, en el pequeño espacio que había entre la cama y un enorme espejo de dos metros y sollozó por unos minutos, más que sollozos parecían convulsiones. Poco a poco se fue calmando aunque no paraba de llorar, se sentía desdichado y solo, abandonado a su suerte en medio de un mundo que lo rechazaba y se burlaba de él.

  Pero eso cambiaría cuando regresara su amigo, él pondría el mundo en su lugar, siempre lo había hecho. El mal nacido de su jefe vería lo terrible que puede ser la venganza. Siempre se había opuesto a los planes de Dumpin, siempre discutió con él por causa de sus medidas extremas y, aunque siempre terminaba aceptando lo que hacía, no lo aprobaba y se disgustaban un tiempo hasta que le perdonaba los crímenes porque los cometía para ayudarlo y no para hacer el mal premeditadamente, lo veía más bien como su ángel de la guarda. Por supuesto, también estaba la posibilidad de que Dumpin se cansara de su oposición y determinara acabar con él, lo que le imprimía a esta relación una buena dosis de temor. La verdad era que no podría hacerle frente, su amigo era fuerte y decidido, sin compasión y temerario, todo lo contrario a él, débil y llorón, lleno de dudas y represiones que no se decidía a quitar del camino a sus enemigos.   Sacando cuentas, tenía que agradecerle el que lo cuidara.

  —Estoy en casa. ¿Para qué me querías? —Alan escuchó la voz inequívoca de su amigo a sus espaldas.

  Estaba salvado. En un momento su cuerpo, su espíritu y su alma cambiaron. Cesó el llanto y lentamente se incorporó sobre sus rodillas. Cuando estuvo erguido pudo verlo, le miró directamente a los ojos y casi en un susurro, suplicando con la mirada le dijo con palabras temblorosas y cortadas:

  —Necesito que mates a mi jefe. Nunca te he pedido nada, pero te ruego que lo hagas, es un maldito hijo de puta y lo quiero muerto.

  —Por supuesto, con mucho placer —le respondió su propia imagen reflejada en el espejo.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo