CAPITULO 2

RICHARD JONES

En medio de una crisis de llanto de Erín, tomé aquel avión en el aeropuerto de Londres. Emily, mi ex esposa, había manipulado a mi pequeña hija para que llorara a mares y la culpa no me dejara partir.

Apenas había salido la sentencia del divorcio y era oficial; estaba soltero legalmente, aunque desde hace dos años vivíamos separados. Cada quien hacía su vida a su modo.

Las cosas entre Emily y yo no resultaron desde un principio, así que no quería siquiera pensar en la idea de volver a tener a alguien en mi vida de una manera formal a pesar de tener tan solo treinta y cuatro años.

Llegué a Boston renovado por completo, sintiéndome liberado de una vida a la que mucho tiempo me até por mi pequeña, pero en la que ya me sentía ahogado, asfixiado por tener a Emily respirándome en la nuca. Además, la oferta de negocios de mi mejor amigo era demasiado buena como para no aceptarla.

De inmediato fui al ático lujoso que había adquirido esa semana. Me desabotoné la camisa y me metí al jacuzzi, el cual yacía ubicado en la terraza de la habitación principal. No miré las demás recámaras, solo quería relajarme.

Al salir, me envolví con una toalla y le envié un texto a mi mejor amigo, quien ni corto ni perezoso me invitó a una gala benéfica en donde se reunirían los empresarios más importantes de la ciudad. Quizás encontraría alguna bella gatita con quien jugar esta noche. No estaría nada mal si aquello ocurría.

Mi nueva casa estaba perfectamente acondicionada. A la asistente, que contraté desde Londres, le había indicado que necesitaba un guardarropa completo con trajes de mi talla y algún que otro atuendo informal.

Escogí un traje negro de Armani que me quedó a la perfección. Me di un vistazo en el espejo del armario y me gustó lo que devolvió mi reflejo.

Mi coche ya aguardaba por mí en el garaje y sería una delicia pisar el acelerador y sentir aquella brisa fresca bostoniana que hace tiempo no disfrutaba. El lugar donde se llevaba a cabo la gala no quedaba demasiado lejos y de inmediato conseguí compañía: una bella rubia que me presentó a varios hombres que robaron mi atención toda la noche.

A John no lo vi, pero de lejos pude visualizar una pequeña escena que no pasó desapercibida para nadie; tal vez una riña de enamorados. Sin embargo, al posar mis ojos en aquella dirección, me encontré con la creación más fascinante que había presenciado en mi vida.

Una mujer exquisita con un elegante pero sinuoso vestido negro, conversaba con unos hombres mucho mayores. No la perdí de vista en lo que pude y poco a poco traté de acercarme, hasta que vi unas manos enrollarse a su cintura y al hombre que lo hacía.

Era nada más y nada menos que John, mi mejor amigo.

Negué con una sonrisa y bebí el champagne que me habían servido.

Volví a repasar aquel cuerpo escultural antes de acercarme y tener que controlar mis ojos por respeto a John; piernas largas y torneadas, cintura estrecha y senos de proporciones justas; piel de porcelana, cabellera azabache, labios carnosos y orbes color noche.

¡¿A quién carajos, en su sano juicio, no le gustaría aquella mujer?!

Bebí otro sorbo de mi copa y caminé con seguridad hasta ellos, cuando noté que al fin se habían deshecho de las personas que los rodeaban.

—John, amigo, ¡tanto tiempo! —musité a espaldas de la mujer que me regalaba una preciosa vista de su trasero.

Mi amigo de inmediato me devolvió el saludo. Sonrió y pasó por el lado de la bella morena que no se había movido.

—¡Qué bueno verte, Rick! Ya me estaba impacientando con tu llegada. ¿Listo para hacer negocios? —preguntó con entusiasmo y solo negué. John era una máquina de trabajo cuya mente nunca descansaba.

—No es momento de hablar de negocios, John. ¡Déjame disfrutar al menos la velada!

—Tienes razón. Mejor ven, quiero presentarte a alguien. —Fue hacia aquella endiabladamente sensual mujer—. Sam —dijo John, resultándome familiar el nombre—, ven. Quiero que saludes a alguien. —Ella, que parecía con los pies pegados al piso, no tuvo más remedio que voltearse.

Mis luceros se encontraron con aquellas tinieblas que amenazaban con embrujar.

Sin embargo, parecía no agradarle demasiado que John le pidiera acercarse hasta nosotros. En un momento creí que nos conocíamos de algún lado por la expresión de sorpresa que se dibujó en su rostro cuando nuestras miradas se encontraron, pero de inmediato descarté la posibilidad, pues jamás se me olvidaría una mujer como ella.

—Veo que no has perdido la costumbre. Siempre rodeado de mujeres hermosas —no pude evitar decir y creí ver cierto rubor en las mejillas de la muchacha.

Cuando estuvo frente a mí, en sus labios se formó una sonrisa demasiado forzada y era como si se obligara a verme a la cara. No sentía rechazo de su parte, pero sí cierta incomodidad y nervios.

John, al parecer, no se dio cuenta de la actitud de su acompañante y solo siguió hablando como si nada.

—Te presento a la mujer más hermosa del mundo —presentó bastante orgulloso; provocó un rubor aún más intenso en el rostro de aquella belleza que no podía dejar de observar.

Estaba intrigado: algo me resultaba familiar.

—Te envidio —dije con sinceridad. Me llevé la copa a la boca y sorbí con lentitud el líquido que se perdía en mi garganta—. Tú siempre te quedas con las mejores.

La expresión de horror de la muchacha, me desconcertó, y la divertida de John, me descolocó.

—¡Por Dios, amigo! No es lo que imaginas —se apresuró a corregir lo que pensaba sin imaginar siquiera lo que diría a continuación—: Ella es Samanta, mi sobrina —explicó con naturalidad, dejándome anonadado y sin poder hablar por unos segundos en los que tardé en procesar esa inesperada revelación.

—¿Samanta? —pregunté sorprendido—. ¿La pequeña Sam? —volví a indagar. John asintió, orgulloso—. Guau… —Sacudí la cabeza mientras tragaba con fuerza—. Está… diferente —fue lo único que pude decir, ya que no encontraba las palabras adecuadas para referirme a la Sam que tenía en frente sin sonar como un pervertido. La mujer que tenía delante no se parecía en absoluto a la pequeña de coletas que no nos dejaba en paz cuando éramos solo unos muchachos, porque, según John, la niña me idolatraba.

La escudriñé de pies a cabeza, pero ella no articuló palabra alguna.

—Ciertamente, Rick —aseveró John—. Siempre fue preciosa, pero ahora lo es aún más. —Se acercó a Sam, la abrazó por los hombros y le habló—: ¿Te acuerdas de Rick, pequeña? —cuestionó mi amigo como si se tratara de una niña. Ella simplemente asintió con la cabeza, para luego responderle apenas:

—Sí, tío, lo recuerdo. ¿Cómo estás, Rick? —se dirigió a mí.

Me tomó por sorpresa, asimismo, admiré la belleza que adquirió la sobrina de mi amigo. Ya no había rastros de aquella dulce niña que conocí de joven.

Después de más de diez años, la volvía a ver, y convertida en una mujer preciosa.

—Bien, Samanta —respondí, aún obnubilado por la belleza que tenía en frente—, pero no mejor que tú —proseguí con suavidad y noté que volvía a ruborizarse—. ¿Qué edad tienes? ¿Veinte? —me encontré preguntando con suma curiosidad. También pensé si me consideraría muy viejo.

Pero ¡¿qué carajos pensaba?! Tal vez mi divorcio me hacía pensar estupideces.

—Veintiuno.

Me regocijé por dentro. Ya no era una niña y no iría preso si me fijaba en ella.

—Ya es toda una mujer —acotó mi amigo—. Además, no creerás quién es su prometido; nada más y nada menos que el hijo mayor de Francesco Müller. —John estaba demasiado contento con aquello, pero a mí, sin saber por qué, aquella noticia me supo un tanto amarga.

—Ah, ¿sí? —contesté sin dejar de mirar a Samanta, llevándome de nuevo la copa a los labios. Noté que evitaba mirarme a los ojos, como si huyera de mí—. Felicitaciones, Samanta —exclamé con poco entusiasmo.

—Gracias —respondió con menos entusiasmo aún, llamando mi atención. Parecía incómoda con aquello, y lo pude confirmar por el cambio inminente de tema—. ¿Y tu esposa e hija?

—Emily está en Europa con Erín, pero ya no es mi esposa. Nos divorciamos hace dos años —mentí un poco.

—Lo lamento —susurró ella.

—Yo no; tu esposa era una bruja —expresó John sin filtros.

—¡Tío! —lo reprendió Samanta.

—¿Qué? —replicó John y encogió sus hombros con indiferencia—. Solo digo la verdad.

Negué con una sonrisa de resignación, porque, después de todo, no estaba tan equivocado. Fijé de nuevo mi atención en Samanta

—Así que ¿te casarás? —Busqué su mirada.

—Bueno… —titubeó— es lo que todos esperan. —Provocó una expresión de confusión en mí. Algo no andaba bien.

—¿No se supone que las personas se casan porque se aman? —indagué con interés e intenté descifrar su poco entusiasmo.

—Rick, no sometas a un interrogatorio a Sam —me advirtió su tío—. Mira que le ha costado bastante al muchacho para que lo aceptara; no la hagas pensar demasiado en ello. Muchas veces, las personas no se comprometen y se casan solamente por amor.

—Yo no conozco otra razón que no sea el amor para dar un paso tan importante como lo es el matrimonio —retruqué de inmediato.

—Y mira cómo te ha ido… —me respondió mordaz.

Solo afirmé.

—Tío John, creo que eso no te incumbe. Supongo que Rick y su esposa habrán tenido sus razones. —Me dirigió una mirada de disculpas y pensé en mis adentros que además de sexy, era dulce.

—En efecto —contesté—. Y por mi propia experiencia digo que no debería de existir un mejor motivo que dos personas que se aman para unir sus vidas en algo tan complicado como lo es el matrimonio.

John bufó al negar; su humor cambió por completo.

—Sam, creo que es hora de retirarnos —se dirigió a su sobrina.

—Sí —aceptó ella, nerviosa, como si necesitara salir del lugar y huir de mi presencia.

Se aferró al brazo que le ofreció su tío y, cuando estaban por marcharse, a John se le ocurrió invitarme a su casa el día siguiente para un almuerzo.

—Entonces, nos vemos mañana —se despidió.

—Nos vemos mañana —afirmé, para luego dirigirme a la muchacha—. Hasta mañana… Samanta.

Se ruborizó, como lo supuse, y ni siquiera pudo sostenerme la mirada. Solo movió apenas la cabeza y apremió a su tío para que abandonaran el lugar.

La vi salir del salón con los nervios a flor de piel. Esa mujer se sonrojó con simples palabras, por lo que pude deducir que mi presencia tuvo cierto efecto en ella.

¿Sería verdad que en el pasado esa pequeña se sintió enamorada de mí?

¿Sería posible que un amor platónico perdurara tanto tiempo?

Si no fuese porque se trataba de la sobrina de John, la habría seducido esta misma noche sin importar el compromiso que, a leguas se notaba, Samanta no quería asumir.

Bebí despacio, saboreando y conteniendo en mi boca el líquido antes de tragarlo. Cavilé que, de igual manera, sería delicioso volverla a ver al día siguiente y poner a prueba toda mi experiencia con las mujeres.

Me gustó demasiado, y ese vestido extremadamente revelador me había causado un tirón en la entrepierna que traté de disimular al verla del brazo de mi amigo, pero me sentí por de más satisfecho al saber que no tenían nada que ver en el plano sentimental, y me sorprendí en sobremanera al descubrir que era la pequeña Sam.

Sin duda alguna, esa belleza, de alguna u otra forma, sería mía.

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