Capítulo 7

Katerine temblaba por la fiebre y cuando pensó que el Demonio blanco había desaparecido para siempre, él regresó. Su mirada era distinta, casi agresiva, tenía el cuerpo cubierto de nieve y otra cubeta en su mano.

Katerine reconoció en él la actitud de un animal nervioso y a la defensiva. Él caminaba en su extraña forma de un lado a otro, sin quitarle los ojos de encima. Dudaba en acercarse a ella, quizás por su reacción hacía horas cuando la miraba hacer sus necesidades.

—Lo siento —musitó Katerine, recordando que eso quería decirle. El niño de la montaña detuvo su intranquilo andar—. Lo siento —reiteró con voz más fuerte—, me asustaste y yo solo…

El hombre dio un paso acercándose y se quedó quieto, como esperando alguna reacción negativa de parte de ella, algo que no obtuvo.

Katerine no apartó la mirada de él intentando comprenderlo y lo hizo cuando él no volvió a acercarse, solo la miraba. Le estaba pidiendo permiso, descubrió ella. Sin estar muy segura de qué decir, Katerine solo asintió en su dirección esperando que él comprendiera. El hombre dudoso dio otro paso, Katerine volvió a asentir y entonces los pasos del hombre se hicieron firmes hasta estar frente a ella.

Verlo tan de cerca le robó la respiración, él era…imposible. Un absoluto imposible que desafiaba la lógica en todos los sentidos.

Ella se quedó quieta cuando él puso su mano sobre su frente, no pudo evitar estremecerse. La quemaba, estaba tan frío que la quemaba.  El hombre de las leyendas retiró su mano con suavidad y se acercó a los termos que reposaban cerca del fuego que ante él parecían absurdos. Con dedicación volvió a oler cada uno de ellos y escogió uno en particular para acercárselo. Se lo tendió con el rostro serio y aún en guardia, ella lo tomó y al igual que él olió el contenido.

El olor le recordó a la tribu y a sus amigos de allí, supo que tenía que ser algo medicinal porque instantáneamente vinieron los dulces y suaves cantos de La gran Pretit a su memoria. Ella solía hacerlo cuando preparaba medicina.

Se atrevió a darle un trago, el sabor era amargo y desagradable. Katerine tuvo que hacer un esfuerzo sobre humano para no escupir lo que había en su boca, cuando tragó la invadió un ataque de tos que le quitó todas sus fuerzas, cuando se recuperó sintió frío en algunas partes de su cuerpo y se fijó en que el hombre de hielo la estaba sujetando, su expresión era tensa, estresada.

«Hasta a este pobre hombre que no conoce de razón ni de sentimientos logras fastidiar». Casi escuchó la voz de su madre reprenderla.

—Estoy bien —le dijo con voz ronca sintiéndose mal—. Gracias.

El hombre no quitó sus manos de ella, él la hizo recostarse. La respiración de Katerine se aceleró cuando miró a sus ojos grises, podía sentir que había mucho en esos ojos, solo que ella no lo podía interpretar.

Enséñame tu idioma, quiso decirle, enséñame a entenderte.

El niño de la montaña se alejó solo un poco de ella, encontró el trozo de tela que antes abrazaba su frente y lo llenó de la nieve dentro de la cubeta. La envolvió con cuidado antes de colocarla sobre su frente. Esa acción lo hizo parecer tan humano…tan vulnerable. Por un segundo ella olvidó al demonio, al mítico, a la montaña. Y lo vio como un hombre.

*****

Se sentía drogada, tenía el cuerpo cansado y muy poco lo podía mover. Sus ojos se abrían y se cerraban, no tenía noción del tiempo. Pero en ningún momento él volvió a desaparecer.

Katerine podía verlo desde donde estaba tumbada, él era como un pequeño bulto en el suelo, se abraza a sí mismo y mantenía su espalda pegada a la rocosa pared. Su pecho subía y bajaba con pasividad como el de cualquier persona. Katerine lo miraba intentando no volver a dormirse.

¿Qué has tenido que pasar?, pensó observando su piel azulada cubierta por cicatrices blancas, ¿Qué has hecho para sobrevivir? 

Ella se preguntó qué haría ella. Inevitablemente pensó en cómo fue que había logrado llegar hasta La Perla. Escapar de casa no fue sencillo, se sintió como dar un salto al vacío, y para Katerine eso fue precioso. Sin dudas desde que salió de la cuidad que la vio nacer tuvo complicaciones, con su auto y con el dinero, en ningún momento dejó de luchar, ella siguió.

Me concedo eso, se dijo a sí misma sonriendo un poco. Mi madre siempre pensó que no sería capaz de hacer nada que valiera la pena, pero para mí escapar lo valió. Puede que esté aquí ahora, con mi vida pendiendo de un hilo, pero incluso así, valió la pena.

Dejó pasear sus ojos por el enorme cuerpo del hombre de hielo. Hasta posarse en sus ojos.

La respiración se le atoró en la garganta cuando encontró sus ojos abiertos y mirándola. Sintió como el calor se le subía al rostro al haber sido descubierta observándolo, quizás más de lo que alguna vez se permitió.

Él tomó una respiración, pero no se movió, ella tampoco lo hizo. Solo se quedaron así, mirándose. Katerine se vio en la necesidad de aferrarse a la piel que la cubría sintiéndose avergonzada.

Hombre salvaje, deja de mirarme. Pensaba sin parar.

Sin darse cuenta en algún momento lo soltó en voz alta, el hombre de hielo al escucharla parpadeó con curiosidad.  A Katerine le pareció tierna su expresión confusa.

—Hola —dijo de manera formal, su voz sonó ronca—. Me llamo Katerine.

Él la observó, observaba su boca. Entonces abrió la suya y Katerine se preparó para escuchar su voz. El sonido que salió de él fue casi inentendible, como un ronroneo alargado.

—In —murmuró él más alto—. In.

Katerine se rió divertida. Él solo había tomado el último sonido de su nombre.

—¿Cómo te llamas tú? —le preguntó—, no creo que “Demonio blanco” o “niño de la montaña” sea un nombre.

Él reaccionó rápido, Katerine lo vio como un borrón venir hacia ella cuando sintió que la montaña comenzaba a sacudirse.

Cerró sus ojos con fuerza sin saber a lo que se estaba enfrentando. No entendía que estaba sucediendo o por qué. De un momento a otro todo paró.

Katerine abrió sus ojos temerosa pero como muchas otras veces, se encontró con el rostro del hombre de hielo a solo centímetros del suyo. Él estaba sobre ella, sin tocarla, sosteniéndose con sus rodillas y manos. Cuando sus respiraciones chocaron bruscas él se apartó.

Ella quiso preguntarle qué diablos había sucedido, pero antes de que las palabras salieran de su boca, él movió su mano y le hizo una seña.

Silencio.

Katerine solo pudo asentir aturdida, sus ojos se desviaron a la pequeña fogata extinguiéndose, no sabía cómo o por qué. Se movieron hacia ella al mismo tiempo, ambos intentando que la única llama de fuego no se apagara. Pero fue inevitable, un soplido travieso recorrió la cueva como acariciándola y sin contemplaciones se robó la última llama.

La oscuridad vino acompañada por el espíritu juguetón del frío, Katerine lo sintió advirtiendo a su piel que lo que vendría no sería bonito.

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