Capítulo 6

La tapicería del interior de la limusina de Edna era de un verde muy tenue. El olor no era agradable. El ambientador parecía una mezcla de menta con y violetas que no combinaban bien. Para colmo, Edna fumaba y uno de sus gorilas parecía no haberse bañado desde antes de la boda. Sentada a la izquierda de mi interlocutora, esperé a que alguien me explicara todo este despropósito.

— ¿Te gusta esa comisaría, Cecilia? — preguntó Edna sacando el cigarrillo de sus labios por unos segundos.

Me sentía cada vez más enfadada. Los dos gorilas en los asientos de la derecha. Mateo y yo apretados justo al frente y ella, muy acomodada en el medio de nosotros. Podría haberla matado. Sin embargo, opté por sonreír y ser sarcástica.

— Amo mi trabajo, Edna.

— Amas la investigación. Ser detective. Pero no amas a ese conjunto de energúmenos que te tratan como una mierda solo porque tienes tetas.

Edna tenía un punto. No paraba de mirarla. Ella se esforzaba en alargar la situación, mostrarme su lado más intimidante. Pero eso ya no funcionaba conmigo.

— ¿Qué quieres? - le grité.

— ¿Quiero saber lo mismo que todo el mundo? ¿Por qué me quedé viuda el día de mi boda?

Todos quedamos en silencio. El gorila apestoso respiraba fuerte y miraba desorientado a Edna y a mí. Quizás no estaba acostumbrado a dos mujeres con caracteres tan intransigentes como los nuestros. Edna comenzó a hablar nuevamente. Hizo un soliloquio de porque era yo la indicada para hacer la investigación. También insinuó que estaba dispuesta a pagarme mucho dinero.

De pronto caí en la cuenta que detrás mío estaba sentado Mateo y que desde el principio había apoyado una mano en el respaldo del asiento cerca de mi cuello. No sé muy bien como lo hizo, pero en algún punto del discurso de Edna, aquel tipo había logrado poner la mano en una posición que le permitía tocar la piel de mi cuello sin casi ser visto. Aquello me excitó sobremanera. Yo deseaba a ese tipo y ahora estaba segura de que él también a mí.

— ¿Me vas a ayudar? — la frase de Edna hizo que perdiera la concentración en el tacto de Mateo.

Algo en mi mirada debió indicarle que seguía sin mucho interés en resolver el asesinato de su marido.  Entonces jugó una carta más que interesante.

— ¿Te fijaste en las manos de mi esposo alguna vez, Ceci?

Mis pensamientos volaron instantáneamente a la manilla con los diges a modo dos y cuatro entrelazados. Describí la joya a mi compañera de clases. Ella asintió con la cabeza y me dedicó una sonrisa más que provocadora.

— Me sorprende que esa memoria tuya, tan prodigiosa, no te haya indicado dónde, o mejor, a quién has visto usar una joya como esa, anteriormente.

— ¿De qué hablas, Edna? — comenzaba a molestarme su fanfarronería.

— Me reencontré con mi esposito hace poco más de 6 meses. Cuando vi su manilla recordé inmediatamente que había halagado mucho una pieza idéntica unos cuatro años atrás.

— Ya deja de joder, petulante de mierda. ¿Dónde está la gemela de la joya de Marcos?

— Bajo tierra, cariño. Enterrada. Todavía debe estar sujeta a la mano de Bernie. Vi la manilla hace cuatro años cuando me acerqué a su féretro para presentar mis respetos. Recuerdo que me gustó mucho. Tengo muy buena memoria para las joyas que me gustan.

Mis orejas debían estar rojas, porque sentía que ardían. No estoy segura si estaba más molesta porque  Edna había recordado el símbolo antes que yo o porque no tenía la menor idea de dónde había sacado Bernie esa manilla. Lo cierto es que podía recordarle usándola mucho antes de su muerte. Por cierto, Bernie, Bernardo, es mi hermano el suicida.

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