CAPÍTULO 5. ALUCINACIONES

Leo se envolvió en una manta, evitándose la molestia de ponerse una playera o un abrigo. El dolor había disminuido un poco en las últimas cuarenta y ocho horas, pero no sentía una necesidad especial de arreglarse o, en el más simple de los casos, ponerse ropa. Un bóxer, una manta y la calefacción de la casa eran más que suficientes para soportar el invierno en aquel lugar.

Se sentó en la terraza y miró al cielo a través de la estructura de vidrio y acero. Estaba oscuro a pesar de que todavía era media tarde. La tormenta había llegado más rápido de lo que se esperaba, y lo copos de nieve formaban remolinos sobre el techo, moviéndose con una ventisca bastante severa.

Leo acomodó el brazo izquierdo en forma de ele (L) contra su torso, evitando moverse todo lo posible, y alargó el otro para tomar la botella de… no estaba muy claro qué era, solo sabía que ardía al pasar por su garganta y lo hacía olvidar cuando llegaba a su cerebro.

Bueno… «olvidar» quizás no fuera el término correcto. El alcohol no le dejaba pensar con claridad, pero no borraba los recuerdos que tenía de Mía, al contrario, los exacerbaba hasta llegar a un grado en que solo quería caer rendido.

—¿Cómo se supone que voy a sobrevivir así seis semanas? —dijo en voz alta, sin importarle que comenzaba a hablar solo. Ya se sentía medio loco desde que Guido había mencionado la dichosa boda.

Dio un trago largo, subió las piernas y se recostó en el camastro de la terraza.

Cerró los ojos un segundo y se permitió ir a ella, de cualquier forma no le quedaba otra cosa. Nunca, en ocho años, se había permitido buscarla. Había tenido el valor suficiente como para mantenerse alejado, pero ese valor estaba sustentado única y exclusivamente en el hecho de no verla y él lo sabía, así que había evitado hasta la última de sus fotos en las redes sociales.  

Cualquiera hubiera pensado que después de ocho años había olvidado su rostro, pero no era así, podía ver cada detalle de sus ojos, cada suave ondulación de su cabello, cada curva en su boca cuando sonreía…

Leo sintió una opresión en el pecho que no tenía anda que ver con las heridas del accidente. ¿Por qué había tenido que pasarle a él? ¿Por qué había tenido que pasarle a ellos? Habiendo tantas personas en el mundo… ¿por qué había tenido que enamorarse de su propia prima? Era algo que su familia jamás le perdonaría, algo que sus padres, o sus tíos Malena y Ángelo, jamás le perdonarían…

Y aún así no podía evitarlo. La necesidad que tenía de ella iba más allá de las palabras o los actos, había tratado de sustituirla con cada falda que le había pasado por delante, pero era imposible. Nadie podía llenar el espacio que Mía había cavado en su corazón.

Le dieron ganas de lanzar la botella contra una pared, pero hasta fastidio le daba moverse. Tenía un nudo en la garganta que simplemente no se iba. Ella iba a casarse, iba a estar con otro hombre… no podía ser de otra manera. Era algo que su cerebro había asumido hacía mucho tiempo, Mía compartiría su vida con alguien más, con cualquiera que no fuera él…

Pero asumirlo era una cosa, y otra muy diferente era que le golpeara en la cara directamente todo lo que un matrimonio significaba. Mía pertenecía a otro hombre, su boca, sus besos, abrazos, su cuerpo… todo quedaría en manos de otro hombre: su felicidad, la risa de por las mañanas, el verla despertar, sus gemid…

Se bebió otro trago para interrumpir aquel pensamiento. ¡No debía tenerlo! ¡Bajo ningún concepto podía pensar en Mía de aquella manera! Era sucio y anormal que pensara en ella de aquella forma, estaba prohibido, pero no podía evitarlo. Maldijo su suerte y el apellido que llevaba. Probablemente era lo más egoísta del mundo desear haber sido huérfano o adoptado, pero habría cambiado cada centavo que tenía solamente por escucharla reír…

Notó ese cosquilleo en la barba de tres días, que indicaba el alcohol haciendo efecto en su sistema, así que dio otro trago. Sintió sus mejillas humedecerse y dejó ir aquellas lágrimas, porque añoraba lo que venía detrás: la imagen de Mía, la imagen feliz y adorada de su niña que llegaba como una maldita alucinación para atormentarlo; pero al menos así podía verla…

Apuró otro trago, ansioso por llegar a ese lugar donde ella lo esperaba… pero no pudo hacerlo. El ruido creciente de algo que se acercaba lo hizo ponerse de pie, dejando a un lado la botella y envolviéndose en la manta como podía para atravesar toda la sala común y acercarse a una de las ventanas contrapuestas al lago.

La nieve cubría el camino con al menos unos treinta centímetros, pero la cercanía con el lago aumentaba tanto la humedad que todo alrededor de la casa se había convertido en una superficie resbaladiza y peligrosa.

Era imposible ver la única curva de la carretera por la que se tenía acceso a la cabaña, era extremadamente peligrosa y estaba demasiado cerca…

Leo vio aquella camioneta girar descontrolada y supo en una fracción de segundo lo que iba a suceder, a aquella velocidad no importaban las cadenas ni las llantas de nieve. Agradeció porque a pesar del evidente descontrol, se notaba que quien estaba detrás de aquel volante tenía la destreza suficiente para controlar la situación, al menos lo suficiente como para no matarse.

La camioneta derrapó sobre la curva y tomó la vía más directa hacia la cabaña. El volante se movió con precisión en dos ocasiones, en direcciones diferentes y consecutivas, haciendo que la camioneta perdiera velocidad al impactarla contra cúmulos de nieve… pero finalmente era imposible controlar aquel vehículo en una superficie donde no había fricción suficiente como para frenar…

La maniobra fue perfecta. El giro de trecientos sesenta grados hizo que la parte trasera derecha de la camioneta, la más lejana al conductor, se impactara contra el vehículo que estaba estacionado fuera de la cabaña. «Impacto contra objeto movible», a su cerebro llegaron las lecciones de su tío Ángelo sobre los accidentes en las carreras.  «Suficientemente fuerte para detener el auto, y capaz de encajar el impacto sin destrozarlo o lastimar al conductor».

Si no hubiera estado completamente seguro de que estaban muy lejos, Leo habría jurado que aquella maniobra era digna de su tío Ángelo, o de Dante y Massimo, los gemelos de Fabio, que acababan de coronarse hacía un par de años como los campeones del rally europeo.

Pero ni imaginando el peor de los escenarios, pasó por su cabeza quién era realmente la persona que manoteó sobre la bolsa de aire del volante para quitársela de enfrente, y pateó con fuerza la puerta del coche antes de saltar afuera.

Leo vio una persona que se hundía en la nieve casi hasta las rodillas, y se dijo que tenía que tener un soberano valor de mil demonios para salir caminando tan campante después de un susto como aquel. Se dirigió hacia la puerta de la casa mientras la persona luchaba con la nieve, contra la ventisca de la tormenta y contra el frío para llegar también a la entrada.

Esperó a que estuviera muy cerca para abrir. Se envolvió en su manta y solo alargó afuera una mano para tirar de quien acababa de rozar el umbral.

Extrañamente, se le hizo demasiado poco su peso, tan poco que no tuvo un gran efecto en sus costillas fracturadas.

—¿Estás bien, bro? —preguntó asumiendo que era un chico quien acababa de accidentarse. Pero cuando un el largo mechón de cabello castaño se salió de la enorme capucha que le cubría la mitad del rostro al extraño, Leo arrugó instantáneamente el entrecejo.

Un par de manos demasiado pequeñas y blancas salieron de los guantes y subieron hasta la capucha, echándola hacia atrás en un solo movimiento. Los lentes para la nieve fueron lo siguiente en perderse y Leo se tambaleó, dando dos pasos atrás, apoyándose contra la pared más cercana porque era incapaz de sostenerse.

—Mía… —Al tiempo que decía aquel nombre, sus ojos volvieron a cristalizarse, llenándose de lágrimas.

Negó con vehemencia, restregándose los ojos con la palma de la mano… ¡No podía ser ella…! ¡Dios, no podía ser…!

Su pecho entró en un ciclo peligroso de respiraciones cortas y ahogadas, que lo hubieran llevado directo a un ataque de pánico, si antes no le hubieran provocado un dolor tan agudo en las costillas fracturadas que lo hizo doblarse sobre sí mismo con una mueca.

—¡Leo…!

Mía corrió hacia él y lo sostuvo como pudo mientras se deslizaba por la pared y caía de rodillas junto a ella.

Si bien era cierto que Mía prácticamente no había cambiado en ocho años, Leo había sufrido una transformación absoluta. Ella era la misma niña menuda y pequeña, y él… Lo observó por un instante, su rostro se había endurecido, llevaba el cabello con un corte sofisticado, y se había dado cuenta, antes de que terminara en el suelo, de que Leo no había terminado de crecer cuando ella había dejado de verlo.

Se quitó el anorak con un gesto urgente y atrapó su rostro con las manos, tratando de descubrir qué le sucedía.

—Leo… ¡Leo! —lo llamó, pero él seguía arrodillado, inclinado hacia adelante, con la palma de una mano firmemente apoyada en el suelo, el otro brazo rodeándose el torso y los ojos perdidos en algún punto sobre las losetas—. ¡Maldita sea, Leo! —gritó sin poder contenerse.

Lo empujó, obligándolo a echarse hacia atrás y a sentarse sobre sus tobillos. Escrutó la expresión adolorida de su rostro y abrió la manta de un tirón.

Se quedó allí, frente a él, mirando el hematoma que se extendía por el lado izquierdo de su torso y su abdomen. Sin embargo, eso no era lo que más le preocupaba. Aquel maldito hombre parecía estar en shock, con los ojos perdidos muy lejos de ella y las lágrimas al borde, sin llegar a salir.

—¡Leo…!

Mía pasó saliva, ese también era su momento. Ella también estaba absolutamente nerviosa y aterrada, ella también quería llorar, y gritarle, y deshacerse en un mar de lágrimas de ausencia y de añoranza… ¡y no podía porque ese maldito infeliz estaba en shock!

—¡¡¡LEO!!! —gritó, dándole una bofetada que volteó hacia ella aquel rostro tan atractivo, y pareció devolverlo a la realidad.

Leo la miró a los ojos y por un segundo, por un perfecto y terrible segundo… y comprendió que era real. ¡Ella era real! No era una de sus tantas alucinaciones producidas por el alcohol… ¡Mía era real! ¡Era real y empezaba a temblar de una forma que a él le destrozaba, como siempre, el corazón!

Tiró de su ropa, olvidando el dolor, y la estampó contra su pecho. La rodeó con los brazos y sintió la pequeña mejilla húmeda sobre su piel desnuda. Enterró el rostro en la curva de su cuello, entre el cabello suelto y ondulado, y la apretó con todas las fuerzas de que tenía en ese momento, con las palmas abiertas y demandantes alrededor de su cintura.

—¡Mía…! Mía…

Ella cerró las manos sobre los músculos de su espalda, aferrándose a él sin importarle que estuviera solo en bóxer, que estuviera herido o que faltaba solo un ángulo ligero para que terminaran en el suelo, uno sobre el otro.

Tenía los ojos cerrados y podía sentir el calor emanando del cuerpo masculino, envolviéndola, protegiéndola… ¡Y fue como si no hubieran pasado ocho malditos años desde aquel beso en la piscina!

Su corazón seguía latiendo disparado como solo hacía cuando estaba con él. Sus labios seguían deseándolo, su alma seguía necesitándolo como si fuera el único aire que podía respirar.

Levantó el rostro poco a poco y fijó sus ojos en él. Leo dejó caer su frente sobre la de ella, con su nariz rozándola peligrosamente, y aspiró el suave aroma que emanaba de su aliento.

—Leo… —intentó articular… pero entre tantas lágrimas silenciosas no sabía qué decir.

—Mía… —murmuró él con tono desesperado—. ¡Mía, por todos los dioses!... ¿Qué estás haciendo aquí?

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