CAPÍTULO 4. ITINERARIO

Guido metió las manos en los bolsillos mientras caminaba por el largo pasillo que conectaba el astillero principal con las oficinas. Sentía cierta tranquilidad porque Leo estuviera en Lago Escondido, llevaba meses trabajando sin descansar y era obvio que el asunto de Mía lo había trastornado demasiado.

Leo acostumbraba a ser un mujeriego sincero, de los que les decía de frente a las mujeres que solo las quería para una noche, y Guido no entendía cómo aun así se iban con él. Lo había conocido pocos meses después de entrar en la universidad de Oxford. Cada uno era más huraño que el otro y eso había acabado por convertirlos en los mejores amigos.

Guido había perdido a su familia en un accidente hacía un par de años, pero vivía cómodamente de un fideicomiso que sus padres habían dejado, y bajo la tutela de una abuela que lo adoraba. La señora Mariana no había vivido muchos años, pero sí los suficientes como para conocer a Leo y quererlo como a un nieto más. Y Leo había tratado de suplir con aquella diminuta familia a la que había perdido.

A pocos meses de terminar la universidad se habían quedado solos, ninguno tenía más familia que el otro y se habían convertido en hermanos. La naviera ya estaba perfectamente constituida cuando decidieron meter las manos de lleno en ella, pero juntos la habían hecho crecer de una forma maravillosa. Leo le había ofrecido una sociedad sustancial y se habían demostrado su lealtad tantas veces que no podía contarlas.

Por eso, más que por cualquier cosa relacionada con el trabajo o con la empresa, era que Guido quería verlo bien. Leo necesitaba espacio y para eso nada funcionaba mejor que la cabaña de Lago Escondido. Había sido una de las pocas compras emocionales que habían hecho juntos, una temporada de esquí en Argentina, aquel paisaje, el clima y sobre todo, la soledad. Guido le había leído las emociones disimuladas en el rostro de su mejor amigo y había firmado los documentos de compra sin pensarlo dos veces.

La cabaña no era muy grande, pero con el tiempo la habían modernizado a su antojo. Tenía un jardín interno; una piscina climatizada, y una terraza cerrada totalmente con fibra de vidrio transparente. El lago era precioso pero demasiado frío para bañarse en cualquier época del año, y según Leo, él podía vivir sin cualquier cosa, menos sin una piscina. ¡Sabía Dios por qué!

Aparte de eso, la cabaña tenía dos habitaciones espaciosas, un estudio, una sala de televisión y de juego, una cocina-comedor demasiado grande y un salón común con la mejor chimenea de la historia. Guido había mandado a llenar la despensa y las neveras, los depósitos de gas para la calefacción y la leña para la chimenea. Los caminos estaban despejados, al menos por el momento, y al vehículo de la casa le habían puesto llantas de nieve y cadenas antideslizantes.

El teléfono de emergencia de la cabaña estaba activado, y en general Leo debía estar bastante bien por su cuenta durante el par de semanas que Guido tardaría en visitarlo. Y sabía perfectamente cómo se lo iba a encontrar…

Pasó frente al escritorio de Margaret y fijó la vista en sus zapatos para no tener que hablar con ella. No sabía por qué, porque aparentemente era una muchacha buena, un poco tonta pero buena… pero Margaret le daba mala espina. Algo en ella hacía que se le erizaran los vellos de la nuca, y Guido tenía la costumbre de obedecer a sus primeros instintos siempre.

—¡Señor Ferrada…! ¡Señor Ferrada! —lo llamó con urgencia, levantándose de su escritorio con una carpeta de papeles en las manos, y caminando tras él todo lo rápido que podía usando aquellos zancos que llevaba siempre—. ¡Señor Ferrada, espere…! Disculpe… necesito preguntarle… hay alguien aquí pidiendo por el señor Di Sávallo.

Aquellas últimas palabras salieron de su boca en un tono tan negativo que Guido se detuvo en ese instante y se dio la vuelta.  

—¿Quién vino preguntando por Leo, Margaret? —la interrogó con severidad.

—Una señorita muy… distinguida —fue la respuesta y Guido pudo notar los celos bullendo en la chica. Estaba a punto de echarse a reír, pero se dio cuenta de que había hablado en presente.

—¿Cómo que «hay alguien»?... ¿No se ha ido? —Ya se imaginaba lo peor y resultó serlo—. ¿Y dónde exactamente está ese alguien, Margaret?

—Bueno… ella dijo que iba a esperarlo… y yo… ¡ella se metió sola!...

Guido la dejó parada en su sitio mientras caminada con urgencia hacia el despacho de Leo imaginándose la clase de escena que iba a encontrar. Alguna de las mujeres con quienes tenía sus acuerdos o sus enredos de una noche, al parecer no habían entendido el mensaje.

Desde adentro, Mía pudo escuchar las voces cada vez más cercanas y enojadas.

—¡¿Cómo se te ocurrió dejarla pasar?! ¡Y menos al despacho de Leo!

—Bueno señor Ferrada… yo solo soy una asistente ejecutiva… —«Bonito nombre para “secretaria”», pensó Mía—. ¡A mí no me pagan por la seguridad!

—¡Y si sigues así no se te va a pagar absolutamente por nada! ¿Al menos tienes el nombre de la persona?

—No, señor. —¡Uyyyyyy! Aquel sí que era un tono descarado para contestarle a su jefe.

—¡Dime por lo menos que no le dijiste a dónde fue Leo! —escuchó la voz del hombre.

—¡Por supuesto que no, no le daría la ubicación del señor Di Sávallo a una c…! —la voz se interrumpió y cuando volvió a escucharse, parecía haber recuperado la compostura—. Yo no le daría la ubicación del señor Di Sávallo a cualquiera. De hecho, quería entregarle el itinerario de vuelo y las facturas que llegaron por todos los pedidos de su viaje. Las tiene que firmar.

Mía escuchó un sonido sordo y se imaginó que aquella «asistente ejecutiva» le había lanzado la carpeta al pecho a su jefe. Un par de segundos después la puerta se abrió, dando paso a un hombre de cabello muy claro, alto y levemente musculoso. Traía el semblante surcado por el disgusto, pero se le transformó en el mismo momento en que la vio.

Mía, de pie junto a uno de los ventanales de la oficina, caminó hacia él despacio y le tendió una mano.

—Buenos días, Mía Di Sávallo, mucho gusto.

El hombre se le quedó viendo, anonadado, por un par de segundos, y luego reaccionó como si le hubieran dado una cachetada imaginaría. Dejó la carpeta sobre la mesa y estrechó la mano que ella le ofrecía.

 —Señorita Di Sávallo, qué placer. Guido Ferrada, para servirle. —Sintió el apretón seguro de la mano de la muchacha y se dijo que, si la hubiera visto en la calle, sin saber quién era, se habría dado el lujo de enamorarse de ella al instante.

Mía Di Sávallo era una muchacha pequeña y menuda, con una sonrisa dulce y una mirada absurdamente límpida. ¿Cómo era posible que unos ojos reflejaran tanta inocencia? Llevaba un outfit semiformal, un pantalón ajustado a la cintura, una blusa suelta y tacones de aguja, y aun así su aspecto no se parecía en nada al de la mujer afuera de la oficina. Y en ese momento entendió perfectamente a Leo, era imposible no caer rendido a los pies de aquella mujer.

—Me alegro mucho de conocerlo, señor Ferrada, y de verdad lamento interrumpirlo, pero estoy buscando a Leo —dijo sin titubear y a Guido se le subió el corazón a la garganta. ¿Exactamente cómo le iba a decir que lo había mandado a una cabaña al otro lado del mundo precisamente para que se mantuviera alejado de ella?

No podía decirle que conocía la historia… si era que se le podía llamar historia a lo que había pasado entre ella y Leo.

—Este… —murmuró con nerviosismo buscando las palabras correctas—. Lo lamento pero Leo está de viaje… no se encuentra aquí.

La vio perder la sonrisa poco a poco y asentir con un gesto que podía romperle el corazón incluso a él que no la conocía.

—Entiendo… señor Ferrada, ¿usted es cercano a Leo? —preguntó ella.

—Sí, señorita, es mi mejor amigo.

—Por favor, llámeme Mía —pidió.

—Mía… por supuesto…

—Señor Ferrada, si usted de verdad es cercano a mi primo, sabrá que sus relaciones con nuestra familia son distantes, por decirlo de una forma bonita. Sin embargo, mi boda está cerca y es el acontecimiento más importante que hemos tenido desde que él se fue… Necesito encontrarlo.

Guido suspiró y juntó las manos, reuniendo toda la desvergüenza que poseía para mirarla a los ojos y mentirle.

—Créame que la entiendo, Mía, y le juro que no se lo estoy negando, pero realmente Leo está de viaje, se fue ayer en la tarde en el avión de la compañía, y me temo que va a demorar en regresar.

Mía hizo un mohín y se mordió el labio inferior. El hombre frente a ella parecía bueno y era evidente que quería mucho a Leo, pero no era la mansa paloma que estaba intentando aparentar ser.

—¿Podría darme al menos su contacto o decirme dónde está? —suplicó con unos ojos más redondos y tiernos que los del gato de Shreck.

—Lo lamento tanto, pero Leo no me dijo a dónde iba. Usted debe conocerlo, él es así —Guido se encogió de hombros—, un día decide que se va y no le avisa a nadie. Ni da razones de su paradero.

«¡Lo lamentaban sus pantuflas de conejo!». Hacía menos de diez minutos había escuchado a la señorita asistente ejecutiva decirle que le entregaba el itinerario de vuelo del avión. Negó lentamente, viendo la carpeta sobre el escritorio por el rabillo del ojo, y decidió que ella no era hija de Malena Hitchcok por gusto.

Enterró el rostro entre las manos y sus hombros se sacudieron.

—¡No puedo creer que Leo no vaya a estar en mi boda!

En menos de tres segundos obtenía la reacción que esperaba.

—¡Pero no se ponga así!... Escuche… mire… —Ningún hombre era bueno para consolar a una mujer y Guido Ferrada no era la excepción—. Por favor, Mía no llore…

—¡Es tan injusto! ¡Solo quería verlo! —murmuró con voz entrecortada.

—¡Lo siento tanto, Mía! —Algo sí tenía que reconocerle, su lealtad para con Leo era incuestionable—. ¿Qué puedo hacer por usted…?

Mía negó con vehemencia.

—Nada, sé que usted no puede hacer nada, señor Ferrada…

—¿Quiere un vaso de agua? —ofreció Guido.

—Con hielo, por favor —pidió.

A Mía le bastaron los veinte segundos en los que Guido caminaba hacia la puerta, sacaba medio cuerpo y le pedía un vaso de agua helada a la dichosa asistente ejecutiva, para abrir aquella carpeta y sacar los primeros papeles que vio con el logo de un avión y con la leyenda de Factura de Pago.    

Dobló las hojas y las metió en la cinturilla de su pantalón antes de que Guido se diera la vuelta. Esperó su vaso de agua con impaciencia y se despidió con una tristeza que se cambió en absoluta resolución cuando abandonó aquella oficina.

Pasó junto a la secretaria sin siquiera mirarla, y cuando las puertas del ascensor se cerraron, sacó los papeles y los leyó. Muy lejos había ido a dar Leo, pero ninguna parte del planeta sería lo suficiente lejos.

Marcó un número y se llevó el teléfono a la oreja. Escuchó dos tonos y una voz risueña del otro lado.

—¿Mía? ¿Cómo estás, muñequita? ¿Pasa algo?

—¡Stefano! ¡Tengo una emergencia por la boda y necesito viajar con urgencia! —dijo con su voz más tierna—. ¿Puedes mandarme el Jet del Imperio, porfis pliiiisssss?

La respuesta no podía ser más que positiva, y para cuando el ascensor dejó a Mía Di Sávallo en el primer piso, ya tenía hasta hora de vuelo programada.

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