CAPÍTULO 3. DESTERRADO

No lo vio. Estaba tan obcecado por la idea de Mía casándose con otro que sencillamente no vio al animalito hasta que ya era demasiado tarde, al menos para él. El coche derrapó sobre las llantas delanteras y Leo dio al volante un giro brusco hacia la derecha que estampó toda la parte trasera del auto contra un árbol que estaba demasiado cerca de la carretera.

Sintió el tirón del cinturón de seguridad y el golpe de la bolsa de aire sobre su rostro. Solo agradeció mentalmente haber dejado a Guido en su departamento hacía media hora, luego todo fue oscuridad.

La conciencia llegó luego, aunque no supo exactamente cuándo. Esperaba escuchar la sirena de alguna ambulancia, los gritos de los paramédicos o al menos el sonido persistente de la máquina de signos vitales; pero en lugar de eso las drogas, su cerebro embotado o quizás la ansiedad que lo corroía, lo llevaron a un lugar muy diferente, a un tiempo muy lejano que había tratado de olvidar por todos los medios… y a «ella».

Ella se casaba. ¿Pero qué otra cosa podía esperar? Tenía que hacerlo alguna vez. Ella misma se lo había dicho: no iba a ser una niña toda la vida. Se asomó a aquel recuerdo y se vio a sí mismo parado en el balcón de la casa de su tío Marco, cuando no tenía más que dieciocho años.

Había tomado la decisión más dura que un chico de dieciocho años podía tomar, que era separarse de una familia que amaba y donde lo adoraban, y cortar todos los lazos con ellos. Pero era capaz de hacer eso y mucho más por ella, por Mía.

Había pasado semanas luchando contra lo que fuera que estaba surgiendo en él, pero besarla… besar a Mía había sido la más brutal confirmación de que el aire era completamente irrespirable cuando no estaba. Ella era una niña todavía, pero él no lo era. Se había enamorado como un hombre y debía asumir las consecuencias como uno. Por eso le había pedido a su padre la parte de la herencia que le había dejado su abuelo, Leónidas Voulgaris, para poder irse lejos, lejos de todos, lejos de ella.

La vio de nuevo atravesar aquel patio y supo que pasarían pocos minutos antes de que empujara la puerta de la biblioteca, dispuesta, como siempre, a darle pelea. Había respirado hondo ese día, suficiente como para llenarse de un valor que a todas luces le faltaba, pero cuando ella finalmente había atravesado aquella puerta, él estaba bastante seguro de lo que iba a hacer.

—¿Qué quieres, Mía? —preguntó fingiendo un disgusto que estaba muy lejos de sentir por ella.

—Galiana me dijo que te peleaste con mi tío Alessandro. —Su tono era preocupado y dolido. Los dos sabían perfectamente por qué. No se habían visto desde… desde…

—Mi hermana tiene una lengua muy larga —había sido su única réplica, apretando la baranda del balcón hasta que sus nudillos se pusieron blancos—. Pero sí, es cierto, me quiero independizar.

—¡Tú no te quieres independizar, tú te quieres ir! —La acusación era correcta. ¿Entonces para qué demonios…?

—¡Pues sí, me quiero ir! —había exclamado con vehemencia, sin mirarla, porque si lo hacía perdería toda la resolución que tanto le había costado reunir—. ¡Me quiero ir al demonio y no es problema tuyo, así que no te metas!

Escuchó el jadeo ahogado salir entre los labios de Mía y sintió que los suyos comenzaban a temblar.

—¿Es por lo que… —ella parecía dudar mientras él rogaba a todos los dioses que no lo mencionara—, por lo que pasó entre nosotros?

—¡Cállate!... —Leo no podía reaccionar de otra manera. Si quería salvarla, salvarla de él, tenía que estar dispuesto a eso y a mucho más. Se giró con violencia o la enfrentó—. Entre tú y yo no ha pasado nada, absolutamente nada…

—¡Exacto! —La voz de Mía salía angustiada y temblorosa y Leo sintió que algo en sus ojos comenzaba a cristalizarse—. Fue un beso solamente, eso no es nada…

—¡Eres mi sangre, Mía! —bramó por fin, desesperado, sacudiéndola por los hombros porque no tenía otra forma de hacerla entender que se sentía el hombre más sucio del mundo solo por tocarla—. No es nada, es… ¡es innombrable! ¡Eres mi sangre! La única razón por la que no voy y me lanzo del maldito Peñón de la Viuda es porque sé que mataría a mi madre de dolor…

Y aún así soltarla le había roto el corazón el mil pedazos. Alejarse de todas las personas que amaba sería mil veces peor.

—Todo esto es tu culpa. ¡Lárgate de mi vista! —siseó viendo cómo los ojos de Mía se humedecían y se aguantaba ese puchero hermoso que dejaría salir cada una de aquellas lágrimas.

Finalmente Mía se había ido, y Leo rebuscó en ese recuerdo intentando verla una vez más, pero no había existido «una vez más». Ese había sido el último momento en que la había visto a la cara, mientras se marchaba tropezando en la puerta con su padre.

Su mente le jugó la mala pasada de dejarlo allí, reviviendo otro de los instantes más duros de su vida, el momento en que por fin, después de días de peleas, su padre había capitulado.

—No sé qué te pasa, Leo, pero no voy a seguir peleando, si lo que quieres es la herencia de tu abuelo para irte, entonces te la daré —había accedido Alessandro.

Le había dado la espalda para que no viera las lágrimas que ya salían sin que pudiera contenerlas, y se había apoyado de nuevo en la baranda del balcón, buscando con la mirada a la única persona que podía traerle un poco de paz con respecto a lo que estaba por hacer.

—Hijo, ya eres un adulto y puedes hacer lo que quieras —había dicho su padre antes de irse—, pero espero que sepas que me estás rompiendo el corazón.

—Bueno… mejor a ti que a ella.

A él también se le estaba rompiendo el corazón. Iba a dejar atrás todo, su familia, su hogar, sus amigos. Iba a desaparecer para siempre de sus vidas porque de lo contrario acabaría haciendo algo de lo que siempre se arrepentiría. Terminaría lastimando a su familia y sobre todo a Mía, y no podía vivir con eso.

Ella tenía que ser feliz, y mientras él estuviera cerca no lo sería. Ella era el maldito amor de su vida, pero también era justamente la persona de la que no debía enamorarse, ella llevaba su sangre, ella… ella estaba prohibida.

Leo sintió una mano cerrarse sobre su antebrazo y se aferró a ella, porque cada uno de los recuerdos que le llegaban a la mente eran dolorosos. Se dejó guiar por aquella voz que lo llamaba y abrió los ojos para encontrarse con el semblante severo de Guido.

—Si no estuvieras tan jodido te mataría yo mismo —lo escuchó decir y trató de esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió.

Se dio cuenta de que por suerte no estaba entubado, así que lo que hubiera pasado no había sido demasiado grave.

—No podía matar al perrito… —murmuró con la boca seca y pastosa.

—¡Claro que no! ¡Porque se reconocen entre ustedes! —intentó bromear Guido, pero estaba demasiado preocupado y solo consiguió hacer una mueca llena de ansiedad.

—¿Qué me rompí? —preguntó Leo, que no se sentía el cuerpo de lo drogado que estaba.

—Dos costillas del lado izquierdo —anunció Guido negando con la cabeza—. Dice el médico que fue un milagro, ¡y si vieras cómo dejaste el auto, ahora mismo te arrodillarías a dar gracias…! —se interrumpió y tomó aire porque por mucho que quisiera regañarlo, sabía que nada de aquello había pasado sin motivo—. La cuestión es que no es grave. Dice el doctor que tienes que hacer reposo por seis semanas mínimo, ¡o de lo contrario le voy a pedir que te inmovilice con yeso hasta el cielo de la boca! ¿Me oíste?

Leo asintió despacio.

—No iba a protestar —se defendió.

—Bueno, yo te advierto por si acaso. ¡Seis semanas de reposo! ¿Entendido?

—De todas formas estaba pensando en irme de vacaciones —murmuró Leo con cansancio—, ahora solo se hizo obligatorio.

Guido asintió con vehemencia, con la pregunta en la punta de la lengua, pero se la aguantó, porque al menos por el momento no quería alterar a Leo más de lo que ya lo estaba.

Sacó el celular, hizo un par de llamadas y luego salió para hablar con el médico. Al parecer debía estar hospitalizado por otras veinticuatro horas para descartar cualquier contusión más severa, pero luego podía irse.

Leo agradeció porque el siguiente día lo pasó en ese estado de seminconsciencia que provocaban los calmantes, -con los cuales el doctor había resultado ser bastante generoso-, al menos así había evitado pensar.

Sin embargo esa era la palabra correcta: «evitar», y sabía que no sería capaz de hacerlo por mucho tiempo. La primera pista fue cuando Guido se acomodó en el asiento frente a él, en el avión privado de la compañía; el mismo avión que lo llevaría a un destino «top secret» según su mejor amigo, para que no tuviera la oportunidad de arrepentirse.

—Hablé con Margaret esta tarde —dijo Guido carraspeando—. Le dijiste que no te pasara invitaciones a, y cito: «ninguna estupidez»; y la chica es muy tonta o muy literal, la cosa es que tomó tu orden al pie de la letra y no te pasó ni siquiera esta.

Lanzó sobre la mesa entre los dos un sobre de color hueso con adornos dorados.

—Por cierto, ¿qué le ves a Margaret? —preguntó Guido con un gesto de incomprensión—. ¡Porque la chica tiene que ser absurdamente incompetente para no haberte pasado algo que viene de parte de tu propia familia!

Leo intentó levantar los hombros, pero eso le arrancó una mueca de dolor.

—Coge bien —gruñó pasándose la mano por las costillas.

—¿Y por qué no la trajiste entonces? —preguntó Guido con aquel tono de inocencia que no le creían ni los siete arcángeles.

—¡¿Estás loco?! —replicó Leo con disgusto—. ¿Qué haría yo exactamente encerrado seis semanas con una mujer estúpida y empalagosa como esa?

—Me encantaría decirte que eres un machista, arrogante y misógino de mierda —murmuró Guido suspirando—. Pero sé que tú no estás en tus cabales y que la chica no tiene absolutamente nada de malo, su único problema es que no es ella.

Señaló al sobre que descansaba, intacto, encima de la mesa, y Leo entendió que era el momento de conversar.

Abrió el sobre y encontró una invitación finamente diseñada, no podía esperarse otra cosa para la boda de una de las herederas del Imperio Di Sávallo. No tenía fotos, solo dos nombres que volvieron a helarle la sangre y le hicieron apretar la mandíbula.

«La familia Di Sávallo se complace en invitarlo a la boda de la señorita Mía Di Sávallo con el señor Giordano Massari, que se celebrará el día 28 de enero en los jard…»

Leo prefirió cerrar la tarjeta y no seguir leyendo. Ya no era parte de la familia Di Sávallo, o al menos ya no participaba en ninguno de sus eventos, ni sociales ni familiares.

—Hiciste bien en alejarte —dijo Guido de repente, mirando por la ventana, donde el cielo empezaba a verse un poco oscuro.

—¿Cómo sabes que…? —Leo jamás había hablado de eso con nadie, ni siquiera con él, aunque fuera su mejor amigo.

—¡Por favor! ¿De verdad me crees tan idiota? —bufó Guido con impaciencia—La boda de Mía, tú casi matándote en un coche por eso, y ocho años sin contactar directamente con tu familia. Soy experto en descubrir estafadores, Leo, ¿crees que no puedo sumar dos más dos?

Leo echó atrás la cabeza y se mordió el labio inferior con una rabia y una impotencia que no sentía desde hacía años.

—Yo… no podía seguir cerca de ella —fue lo único que dijo.

—Te enamoraste de tu prima. ¡Eso sí está jodido, hermano!

—¡¿Y te parece que lo hice a propósito?! —bramó Leo con rabia.

—¡Precisamente por eso te digo que está jodido! —replicó Guido—. Nadie se enamora a propósito, y si después de tantos años te sigues poniendo así… ¡con razón no te he conocido ni media relación seria!

Leo negó con la cabeza, frustrado.

—Hubiera destrozado a mi familia si se hubieran enterado —murmuró con los ojos llenos de tristeza—. Preferí ser el hijo malagradecido que prefería separarse de su familia, que ser…

—Que ser el tipo trastornado que se enamoró de su prima —terminó Guido por él. Ser su mejor amigo no le dejaba pelos en la lengua—. Tienes razón, el Imperio Di Sávallo se hubiera venido debajo de saberse que algo así había pasado en la familia.

Durante algunos minutos el silencio dominó el ambiente, y luego Guido se atrevió a preguntar:

—No vas a ir a esa boda, ¿verdad?

Leo negó.

—No, voy a quedarme mis seis semanas de reposo, solo, en el infierno que sea que me hayas preparado, y donde espero que hayas tenido la decencia de poner mucho alcohol.

Su amigo quiso hacer un gesto risueño, pero no había una gota de broma en las palabras de Leo. Sin importar que el lugar al que lo llevara fuera el más hermoso de la tierra, seguiría siendo su infierno personal durante las próximas semanas.

—Estamos yendo a la cabaña de Lago Escondido —declaró—, así que por lo menos tendrás aire acondicionado en el infierno.

…Esa era forma muy linda de decir que las temperaturas estarían bajo cero.

Lago Escondido.

Ushuaia.

Literalmente el fin del mundo.

—Me vas a dejar ahí para que no me pueda escapar ni queriéndolo, ¿verdad? —rezongó.

—Exactamente, y hasta Dios está de mi parte porque anunciaron tormenta de nieve para dentro de tres días —replicó Guido—. Más te vale quedarte ahí, Leo Di Sávallo, porque de corazón no quiero verte destrozar tu vida.

Leo cerró los ojos con cansancio y se juró que iba a pasar las próximas seis semanas ahogado en alcohol, pero solo.

…Por desgracia, sus juramentos tenían a Dios, al clima y a Mía sin cuidado.

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