Capítulo 1

Lucy

Hoy es sábado y el simple hecho de asimilarlo vuelve mi día perfecto. Me levanto un poco más animada que de costumbre, para ir a mi preciado nuevo trabajo. Me alegran mucho los días en que Chase duerme fuera de casa y se va de juerga con sus "amigos", quienes no resultaron ser más que idiotas alcohólicos, drogadictos e inadaptados. No hay nada como levantarse en paz, sin tener que fingir ante alguien tan egocéntrico y patán como lo es mi supuesto novio.

Sé que debo irme de este tétrico lugar, lo más lejos posible de él, pero mi sueldo no me es suficiente para pagar algo medianamente decente y ni hablar de que él no me permitirá hacerlo, alegando un supuesto amor luego de haberme golpeado y culpado por su arrebato. Se ha encargado de dejarme con una muy mala imagen cada vez que consigo un buen trabajo, le gusta controlar todo a mi alrededor y este nuevo trabajo no representa ningún peligro para él.

¿Cómo no pude adivinar que detrás de esa sonrisa encantadora se escondía una bestia con el alma tan negra y frágil?

Sin afán para salir, me doy un largo y relajante baño aprovechando mi codiciada libertad. Me miro en el espejo y me pregunto, ¿en qué momento le permití llegar a este punto? ¿Por qué aún sigo en este lugar donde sólo veo dolor?

Mis ojos verdes no muestran más que cansancio, y los golpes en mis brazos, espalda y piernas al fin se han ido del todo. Es un mes ya desde que me golpeó por mentirle cuando me quedé en un parque intentado encontrar algo de paz, su frustración era tal que no dejaba de repetirme que era suya, como la primera vez que estuvimos juntos, sólo que esta vez no hubo besos ni caricias, no hubo palabras y promesas susurradas, no hubo más que un golpe tras otro, su cuerpo mancillando el mío con tanta violencia, y con llanto en sus ojos porque yo le pertenezco… y jamás lo dejaré.

Su inseguridad no tiene límites y ya me cansé de intentar que confiara en que le quería. Si es que en algún momento llegué a sentir algo por él.

Chase fue muy bueno los primeros dos meses, dulce y atento, por no decir perfecto, pero al final sí resultó ser el príncipe Encantador de Shrek. Quizás parezca estúpido que aún siga a su lado luego de seis meses desde que se volvió un monstruo conmigo, que no regrese con mi madre, como mínimo, pero vivir acorralada por un hombre así es diferente cuando lo vives desde adentro. Cometí un error la primera vez que me golpeó. Por desesperación robé en el bar donde había empezado a trabajar cuando llegué a esta ciudad, para irme lejos el día que me llevó a una clínica privada muy elegante donde estaba ingresada su madre. Me pareció un gran gesto, algo hermoso que hablaba tan bien de él como hijo. Incluso, por una fracción de segundo llegué a meditar su propuesta de formar una familia, comprar una casa y tener hijos. Verlo acariciar la cabeza de esa mujer moribunda encogió mi corazón y creer que Chase sería un perfecto padre. A mí me cuidaba como si estuviera hecha de porcelana, una frágil porcelana que no debía ser tocada por otro que no fuera él, y en esos segundos llegué a pensar que formar una familia a su lado no sería otra cosa que perfecta.

Hasta que me acercó a la mujer y se inclinó para susurrarle unas palabras que me inundaron de miedo. Allí supe al fin reconocer de donde venía el miedo y esa precaución que vivía alrededor de él.

Pero ya era tarde.

Había sido marcada por él y no me dejaría escapatoria.

Pero me descubrió. Evitó que mi jefe me denunciara a la policía, pero también se encargó de que quedara tan resentido, que una sola palabra de mi… de Chase, me metería en graves problemas. Eso a cambio de mucho dolor para mí, para forzarme a comprender que jamás me permitirá dejarle.

Decisiones estúpidas y ya soy toda una experta en ellas.

Me pongo mi usual jean y camiseta, que en esta ocasión será verde, para irme a mi trabajo. Salgo con suficiente tiempo y tomo el autobús que me llevará hasta la cafetería “Los Clark”, mi tercer trabajo durante los últimos tres meses. El lugar pertenece a una pareja mayor que cocina delicioso, es bastante concurrido al quedar en el sector empresarial de la ciudad y no me quejo de las propinas, aunque al final terminen en manos de él. No me prohibió trabajar y tampoco me hace falta nada, ni los más bonitos vestidos o costosos zapatos, pero no me permite guardar nada de mi dinero. No había prestado mucha atención a los detalles, siquiera puede ver con ojos maliciosos cuando se ofreció a guardar mi dinero y él se ofrecía a cubrir todos mis gastos. Soy suya.

[…]

Sonrío al ver el lugar siendo iluminado por los rayos matutinos del sol, como esos lugares de fantasía que te atraen, y el letrero sobre la entrada con el nombre “Cafetería Los Clark” en letras rojas y grandes, junto a unos trazos desordenados que se asimilan como una taza de café humeante. Quizás por eso tantas personas vienen a este lugar tan cálido. Abro la puerta, que aún tiene el aviso de cerrado, y sonrío como si hubiera llegado a casa una vez escucho el tintinear de la campanilla que anuncia la entrada de cada cliente.

Paredes blancas, lámparas colgantes, mesas de madera y el aroma dulce y peculiar de este lugar. Aún no sé lo que esparce la señora Clark para que huela así de bien, ni siquiera lo reconozco, pero es relajante. A veces me pregunto si drogará a los clientes, para que duren horas aquí sin deseos de irse y consuman como poseídos. Aunque dice que mi café es lo que más atrae.

Saludo a mis jefes y ellos me reciben tan sonrientes como siempre. Sin importar lo que pase, ellos nunca borran esa sonrisa de sus rostros. Dicen que es la única manera de atraer a los clientes. Eso y un buen café. A nadie le gusta que lo atienda alguien que siempre está amargado y mucho menos si es a primera hora de la mañana.

Paso por mi cabeza el delantal café con el logo de la cafetería, la misma taza de café hecho a brochazos, y lo anudo a mi espalda antes de dar vuelta al cartel de "Abierto". Sonrío, porque, a diferencia de muchas personas, venir a trabajar, significa tener paz y libertad.

Me coy detrás de la barra y me dedico a mi trabajo especial como barista. Preparo el café y con el primer cliente sale el primer expreso de la mañana.

En menos de cinco minutos, la cafetería se empieza a llenar y tengo bastante trabajo junto al señor Clark, su esposa Mary, Lía y Jean, las otras dos meseras.

A las nueve de la mañana, con extrema puntualidad, llegan las dos mujeres que alegran mis sábados. Bueno, una llega puntual y la otra es elegantemente impuntual. Ya tengo el café negro preferido de Sarah, la rubia de mirada dorada y hermosa sonrisa, y el té de frutas y menta de Paula, la pelirroja con cara de diabla y sonrisa perversa. Si han escuchado eso que dicen sobre lo que bebes dice mucho de ti, con ellas puedo asegurar que es cierto. Una madre ocupada que necesita muchas horas de sueño y una zorra sin preocupaciones con vida relajada.

Llevan poco más de un mes viniendo cada sábado sin falta, y me alegra verlas y escuchar como son, espontáneas, libres y sin vergüenzas para expresarse; la pelirroja más que la rubia.

—Deberías dejar de acostarte con todo el que te lo pide —dice Sarah, preocupada, y su amiga resopla.

Sarah es una linda rubia de ojos miel, quizás más claros, alta y con la mirada más tierna que he visto en mi vida, es casada y madre de dos hijos; un niño de trece y una nena pelinegra de ocho años, a la que vi una vez, con los ojos de su madre. Lo malo en Sarah es que viste horrible. Su ropa es gigante, vieja y oscura. Paula dice que su cuerpo es bonito, pero a la rubia le da vergüenza utilizar ropa ajustada como si fuera una adolescente. Es divertido escucharlas tener esas conversaciones como si no hubiera más personas a su alrededor, todos interesados en escuchar cada nueva locura que sale de sus bocas.

—No me acuesto con el que quiere, lo hago con el que yo quiero —refuta Paula.

Rio entre dientes cuando el señor Miller, un asiduo comensal, escupe su café oir la nariz sobre sus huevos escalfados. Ellas lo miran de reojo y siguen su plática como si nada pasara. Entre risas, le entrego un pañuelo al pobre hombre y limpio la mesa.

Paula es una pelirroja de ojos verdes, grandes y expresivos; alta e imponentemente hermosa. Ya quisiera verme como ella. A sus treinta y tres años se ve mejor que yo a mis actuales veinticinco. Incluso Sarah a sus treinta y uno se ve genial.

¡La rubia tiene piel de bebé!

—Creo que eso te hace una zorra —murmuro, dejo sus bebidas y desaparezco como un rayo para seguir mi trabajo, pero alcanzo a escuchar cuando la pelirroja literalmente gruñe que deje de meterme en sus conversaciones, como siempre.

Definitivamente necesito tener vida social.

Como cada vez que se escucha la campanilla, las miradas van hacia la puerta. Dos hombres entran, de esos que te quitan el aliento con su sola presencia, imponente y altiva, y sonrío al notar más de un suspiro mal disimulado de un par de mujeres. Saludan a Paula y a Sarah con formalidad cuando pasan junto a ellas y van directamente a una mesa en el fondo del lugar. Ellas se ven extrañadas de verlos allí, se encogen de hombros luego de murmurar algo, y siguen con sus conversaciones, llamando la atención, sobre todo cuando hablan locuras sobre el hijo de Sarah, que está entrando en la adolescencia. Más de una risa se escucha cuando Paula alaba aquel trabajo manual del chico en el baño que Sarah tuvo la desgracia de descubrir.

No quisiera estar en los zapatos de ese niño.

El par de hombres levantan las manos al tiempo y suspiro al verlos en una de mis mesas. No me permitirán escuchar más de esas mujeres y lo que harán Sarah y su esposo para controlar a su hijo el libidinoso. Con una audible queja me acerco a ellos.

Nunca los había visto y vaya que eso sí es una gran vista para un sábado por la mañana. Jean me abraza y se queja alegando envidia, como si todo lo que brillara fuera oro. Me acerco a los dos adonis con mi libreta en mano, lista para anotar, y me pregunto qué hacen ellos aquí si se nota que pueden ir a uno de esos lugares donde te cobran hasta por respirar. Uno de los hombres tiene el cabello negro y lindos ojos también negros, y el otro tiene el cabello castaño y ojos grises, fríos y calculadores; ambos altos y con buenos cuerpos. Son del tipo que sólo saldrían con supermodelos, y eso es una lástima.

O quizás sean gay, como dice Paula cada vez que entra una pareja de hombres.

—Buenos días, mi nombre es Lucy y ésta mañana seré su mesera —digo con voz monótona y “formal”.

Quizás debería estar emocionada por atenderlos como seguramente lo estarían mis compañeras, pero en casa tengo uno así. Las apariencias engañan y es muy usual que el príncipe azul se convierta en sapo. Más de lo que quiero aceptar.

—Dos cafés negros —habla el de ojos claros sin mirarme a la cara y con un gesto de fastidio que irrita.

Tan lindo e imbécil. Evito perder mi tiempo anotando su pedido y les dejo la carta. Rápidamente me aparto de allí, no sea contagiosa su mala vibra. Su amigo ríe sonoramente, eso llama la atención de varias mujeres, sobre todo de Jean.

Sarah me llama para que las atienda y noto que ha llegado una tercera chica, es nueva, y eso lo sé. También es primera vez que la veo aquí.

—Siento mucho lo que dijo Paula. No prestes atención a esa lengua viperina. Opino igual tú —dice Sarah.

La rubia me sonríe con dulzura e ignora la mirada asesina de la pelirroja. Me derrito al acto y sonrío. Se parece a mi mamá, para quien todo es perfecto.

—La próxima vez —gruñe la pelirroja—, si quieres opinar en nuestras conversaciones, tendrá que ser sentada con nosotras.

Me guiña un ojo y mi sonrisa idiota se amplía. Normalmente, las personas huyen por mi manera de ser tan sincera, pero a ellas parece no importarles. Asiento demasiado rápido y les pregunto su pedido, tartamudeando. Sarah hace el pedido para todas, sus tostadas francesas de siempre con azúcar extra espolvoreada; para Paula sus huevos estrellados y croissant; y para la niña nueva, que se presenta con timidez como Georgina, pide un plato de frutas y té de frutos rojos.

La mirada de Georgina se va hacia la mesa del fondo, con los dos adonis, y su cara se enciende de manera sorprendente cuando el sujeto de ojos negros sonríe hacia ellas. Ella baja la mirada y lo veo reír entre dientes, mientras el otro niega. Arrugo mi entrecejo y las otras dos ríen también.

Me alejo con el pedido y se lo entrego al señor Clark por la ventana de la cocina.

—Esa niña sueña en grande —dice Jean, con burla, mirando a Georgina, quien mira nuevamente al hombre, pero él ahora está entretenido hablando con su amigo.

Al menos puede soñar, eso es más de lo que yo podría lograr alguna vez.

Los dos hombres me llaman y piden sus desayunos. Ruedo los ojos cuando el de ojos claros habla, con ese mismo tono, duro y frío; quisiera poner una bandeja sobre su cabeza y despeinar su perfecto cabello engominado, a ver si puede expresar algo más que aburrimiento. Piden un desayuno extenso y abro mis ojos, incrédula, por todo lo que piden.

—¿No tienes un pequeño descanso? —pregunta Sarah, y se hace a un lado para que me siente un momento con ellas, miro a todos lados antes de sentarme—. ¿De dónde eres, Lucy?

—Georgia —musito, con voz aguda, como si de mi boca no pudiera salir nada más.

—Eres como aburrida, niña —dice la pelirroja, con burla, y sonrío.

—Llegue hace ocho meses a Minneapolis y tengo tres meses en este trabajo.

Me hacen preguntas, desde mi edad hasta mi familia, de la cual hablo poco, hasta de mis gustos. Reacciono cuando la señora Clark me llama y me despido sin ocultar mi emoción por poder compartir con ellas. Fácilmente me podría quedar horas hablando y escuchándolas sin que me importe nada más que tener una charla real con personas reales. Ríen, mucho, y escuchan con interés, como si mis viajes antes de llegar a esta ciudad, fueran algo interesante.

Se despiden con abrazos y besos, y evito con mucho esfuerzo llorar como una niña necesitada de amor.

—Hasta el próximo sábado, cariño —se despide Sarah con un fuerte abrazo y acaricia mi espalda, como si supiera lo que mi corazón necesita y lo que esconde mi sonrisa—. No llores.

Besa mi mejilla y mis ojos se humedecen sin remedio. Me esfuerzo por controlarme y las veo despedirse de mis jefes, que la miran extrañados. Bueno, yo no estoy mejor que ellos, eso fue incómodo. Las otras dos mujeres también besan mi mejilla, sólo que Paula palmea mi cabeza como a un perrito, y se van. Nota mi molestia antes de atravesar la puerta y me saca la lengua de la manera más infantil. Le contesto de la misma forma y larga una contagiosa risa que me hace sonreír.

Me quedo en la ventana, cinco exactos minutos, observando la calle por donde se han ido, donde han dividido sus caminos, una en un auto lujoso, otra en un auto viejo y común, y otra en autobús; sin lograr comprender qué puede unir a tres mujeres tan diferentes como lo son ellas.

¿Qué, en este jodido mundo, pueden tener en común para sonreír como lo hacen cuando están juntas?

Un Cadillac pasa frente a la cafetería, con lentitud y con el piloto observando con atención hacia aquí, escucho el claxon y veo su sonrisa, aparentemente feliz, al verme allí, para pasarme revista como cada día cuando se acerca la hora del almuerzo. El control y el recelo es lo suyo.

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