Capítulo 4. ENEMIGOS

—Señora Emma, la buscan —escuchó por el intercomunicador de su oficina una joven mujer y Emma suspiró, no tenía ánimos de atender a nadie.

—Si no se trata de mis hijos o de mi hermana no quiero recibir a nadie —respondió y dejó de presionar el botón que la comunicaba con su secretaria; entonces se recargó en su silla pensando en todo lo que estaba mal en su vida.

Emma no podía dejar de reprocharse el ser tan cobarde pues, aunque tenía bien claro que no todo era su culpa, no podía culpar y reprochar a alguien que no estaba.

El padre de su hija no estaba, él se había ido dejándola pelear sola una guerra que era de ambos. Aunque tampoco lo culpaba demasiado, su madre era el oponente en dicha guerra, y Regina era un monstruo al que todos temían.

Todos menos Fernanda, y por eso le iba como le iba.

Sin embargo, sus pensamientos no llegaron lejos, una discusión detrás de su puerta le devolvió a un presente tan malo como el pasado que había intentado revisar.

—Le digo que no puede entrar, ella no puede recibirlo —decía la secretaria a alguien que, al parecer, no se iría de ese lugar sin encontrarse con ella.

Emma se levantó del asiento con pesadez, pero su trasero se regresó a su silla al ver a la persona que, sin permiso, se adentraba en su oficina.

—Vine a hablar contigo, así que vas a escucharme —declaró el hombre de traje gris y cabello castaño a la chica de cabello negro y ojos oscuros.

—Lo lamento, Señora, no pude detenerlo —se disculpó la secretaria, más nerviosa que apenada—. Llamaré a seguridad.

Y fue la voz nerviosa de su secretaria lo que le sacó del shock en que se encontraba.

—Está bien, Rosa —aseguró la joven mujer con una confusa sonrisa. No sabía qué era lo que tenía que sentir justo en ese momento, así que optó por no sentir nada más que nervios, pues la situación definitivamente pintaba para que ella estuviera nerviosa—. Que nadie nos interrumpa, por favor.

A la petición de Emma su secretaria asintió y se fue, dejándolos a solas en esa oficina bastante fría e incómoda.

El silencio los envolvía mientras solo se miraban, era como si intentaran reconocerse, o asegurarse de que realmente el que estaba parado frente a ellos era real y no solo un sueño. Pero el silencio fue roto por el que ya antes había hecho pedazos a Emma.

—¿Qué pasó con nuestro hijo? —preguntó Fernando y la incredulidad poseyó el cuerpo de Emma.

No podía creer que, después de casi dieciocho años, y después de abandonarlas a su suerte, ese sujeto llegara a reclamar algo.

—No sabía que teníamos un hijo —dijo Emma con sarcasmo luego de sonreír de medio lado.

Fernando se aproximó al escritorio de la mujer y dejó caer con fuerza ambas palmas sobre la mesa que le separaba de una que había amado entrañablemente, que aún amaba y que amaría el resto de su vida.

—¿Qué pasó con mi hijo? —repitió Fernando y Emma suspiró.

—¿Qué querías que pasara con él? —preguntó Emma con calma. No podía permitirse alterarse, eso seguro la empujaría a meter las cuatro y no necesitaba eso—, ¿que lo regalara?, ¿que lo tirara?, ¿que lo abortara?... Había muchas posibilidades, pero tu nota de despedida no optaba por ninguna.

—¿No tienes a nuestro hijo? —preguntó el hombre irguiéndose y dando un paso atrás.

—No —respondió la azabache—, no lo tengo. Tú sabes perfectamente que no podría tenerlo. Mi madre no lo permitiría. Ella no permitiría que un bastardo arruinara el nombre y la reputación de su familia.

—¿Abortaste? —preguntó Fernando en un susurro—… Emma, ¿mataste a nuestro hijo?

—Eso no es algo que te incumba —aseguró Emma, poniéndose en pie y andando hasta el frente de su escritorio—. En el momento que tomaste el cheque que te dio mi madre, y desapareciste, perdiste todo derecho de saber lo que fuera, perdiste mi amor y mi amistad. Aunque, puede que perdiste no sea el término adecuado, porque no lo pediste, decidiste abandonarlo, como a nosotros.

—Emma yo…

—No quiero escucharte —declaró Emma interrumpiendo lo que fuera que ese hombre quisiera decir—. No seas cínico, por favor; y por favor ten un poco de pudor y no vuelvas a poner tu cara frente mío nunca más.

—Eso será difícil —informó Fernando deteniendo el andar de Emma que pretendía devolverse detrás de ese escritorio que, hasta cierto punto, le hacía sentirse un poco segura—… soy tu nuevo socio.

—¿Qué?, ¿cómo?…

—¿Cómo un muerto de hambre como yo logró ser socio de tu empresa? —preguntó Fernando destilando sarcasmo en la pregunta—. Fue fácil, en realidad. Usé el dinero que me dio tu madre para convertirme en alguien y poder darte lo que te mereces, a ti y a mi hijo.

—¿Dieciocho años después? —preguntó Emma a punto de la risa que la incredulidad le producía—, ¿no te parece que es demasiado tarde?

—No creí que me tomaría tanto tiempo —explicó el hombre—, pero ahora soy alguien que tu madre no puede tirar, ni humillar, ni pisotear.

—No estés muy seguro de ello —pidió la chica—. Ella me hace pedazos cada que quiere, al mundo entero se lo hace.

Dicha declaración era algo que Fernando sabía, a él también lo había hecho añicos antes de que saliera corriendo y, aunque no se había imaginado que a Emma le haría lo mismo, la dolorosa expresión de la joven lo llenó de compasión.

—Emm —susurró el hombre con el corazón destrozado—, te juro que iba a regresar, pero primero debía prepararme para la guerra. No podía pelear sin armas.

—¿Y yo si debía hacerlo? —cuestionó la joven mujer—. Yo sí debía pelear sin armas y con las manos atadas, ¿no? ¿En serio creíste que yo sola le ganaría a mi madre? ¡Debiste llevarme contigo!

—¿A pasar hambre? —preguntó Fernando, al punto del llanto—, ¿a no tener estudios?, ¿a sufrir? Yo no podía darte la vida a la que estabas acostumbrada. No podía sacarte de esa burbuja hermosa en la que creciste para hacerte sufrir...

—Como sea —interrumpió Emma, admitiendo que él tenía un punto, aunque era un mal punto. Ella hubiera preferido no tener estudios a ver pasar a Fernanda por todo lo que Regina le hacía—. No discutiré esto contigo, porque no hay punto de discusión entre nosotros.

—Está nuestro hijo —recordó Fernando y Emma suspiró con cansancio.

—No —repitió la joven mujer—, no está. Entre nosotros solo está este maldito rencor, este sentimiento de abandono, este odio que me corroe. Quisiera matarte, Fernando, te odio como no tienes una idea.

—Yo iba a volver…

—No me importa —aseguró Emma—, ya no me importa nada de lo que tengas para decir. Ahora, por favor, vete, tengo una reunión con un socio importante.

—Soy tu socio importante, Emm —informó el hombre y la joven cerró los ojos con fuerza.

—Aghh, maldición —se quejó ella—. En serio no podría pasarme nada peor. ¿Por qué me haces esto?, ¿para qué volviste, Fernando?

—Para recuperar a mi familia —respondió el hombre y Emma se rio con fuerza hasta que se quedó sin energía.

—Pues no hay una familia que recuperar —declaró Emma tras recuperar el aire que la risa le robó—. Te largaste dejándola en manos de mi madre y ella se encargó de destruirla. Aunque, en realidad, es tu culpa, por eso te odio a ti y no a ella.

—¿Qué pasó con mi hijo? —insistió Fernando.

Cuando decidió volver a ese lugar, él se preparó para dos cosas: una, que Emma se tirara a sus brazos y le ayudara a hacer la familia que habían soñado años atrás, o dos, que le gritara y tirara tantas cosas como sus manos alcanzaran.

Pero Emma estaba en ese en medio que él no calculó, lo que era un poco bueno pues, aunque al parecer no recuperaría fácil su familia, podría obtener respuestas.

—No lo sé —respondió Emma.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Pues no lo sé. Pregúntale a mi madre.

—¿Le entregaste nuestro hijo a tu madre?

—¡Sí! Aprendí bien de ti. Tú me abandonas, yo lo abandono —explicó Emma y volvió a respirar profundo para recuperar la calma que le costaba tanto mantener—… Fernando, de ahora en adelante tú y yo solo hablaremos de negocios. Si tú vuelves a mencionar algo del pasado voy a olvidarme de buenos modales y te romperé la cara.

—Entonces, ¿ahora somos enemigos? —preguntó Fernando, con el corazón despedazado.

—No. Ahora no. Eso es lo que hemos sido desde que me abandonaste a mi suerte y me quedé sin todo lo que amaba por tu culpa —explicó Emma, dejando correr la única lágrima que le dejaría ver a ese hombre.

 

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