Capítulo 1. REPROCHES

—¿Por qué sigues tratándola así? —preguntó Emma, desesperada—. Madre, ella no se merece que la maltrates de esta forma, es una adolescente, necesita comprensión…

—No, Emma. Lo que esa chiquilla necesita en una buena reprimenda. Se la pasa haciendo imprudencias y tonterías —argumentó la mujer.

—Ella es una adolescente —repitió la joven, recalcando cada letra para que su querida madre se diera cuenta de que estaba sobreactuando con Fernanda—. No puedes tenerla castigada por siempre.

Eso dijo la joven de ahora treinta y tres años, pero la señora Regina no quería entrar en razón, ella solo no tenía la paciencia de lidiar con otra adolescente, no después de tantos años; además, a su ver, Fernanda ya no era tan pequeña como para que siguiera haciendo cada niñería que se le ocurría.

» ¿Por qué no puedes quererla? —preguntó Emma y los pasos de Fernanda, que justo en ese momento se dirigían a conocer la razón de tanto escándalo, se detuvieron detrás de la puerta del despacho donde su madre y hermana discutían a gritos.

Regina miró a su hija mayor con reproche. En serio no se creía que Emma no supiera la razón de su reniego a esa mocosa que le pintaba las canas verdes.

—Porque ella vino a arruinar nuestras vidas —dijo la mayor, repitiendo lo que siempre había dicho.

Los ojos de Fernanda se aguaron, por mucho que supiera que su madre no la quería, y aun cuando aseguraba que lo había aceptado, no podía fingir que esas palabras, que tanto la herían, no le dolían.

—Ella es tu hija —alegó Emma—. Una madre tiene el deber de hacer feliz a sus hijos. Madre, hay mujeres que darían la vida por sus hijos…

Las palabras de Emma tenían la intención de hacer reaccionar el témpano de hielo que Regina tenía por corazón. Pero eso no era algo que pudiera lograr fácil, tenía diecisiete años trabajando en ello y no había logrado nada.

—Yo no daría ni tres pesos por esa mocosa, ella no debió nacer —soltó Regina, haciendo enfadar a dos que llevaban su sangre.

Pero Emma se debió tragar su reproche por dos razones, una, no debía gritarle a su madre, y dos, Fernanda irrumpió furiosa en el estudio donde ellas dos estaban.

Ya sin lágrimas en los ojos, pues las quitó antes de entrar al estudio, la adolescente se adentró en la habitación con un aire de falsa, pero muy creíble, indiferencia. Fernanda no permitiría que Regina se diera cuenta de que aún la lastimaba con sus palabras.

–Qué tacaña eres, Regina —dijo la chica a una de las dos adultas que la miraban, una con sorpresa y otra con desdén—. Estoy segura de que muchos pagarían una fortuna por mí, seguro solo mi hígado vale diez mil veces la cantidad que ofreces.

—Dije que no daría ni tres pesos —repitió la mujer—, no vales eso, querida.

Regina enfatizó el sarcástico “querida” que le encantaba regalarle. Esas muestras de afecto que escurrían desprecio no le faltaban a la chiquilla.

Pero eso no turbó a Fernanda, ella debió aprender a defenderse bien, aprendió a aguantar los golpes y a permanecer de pie, al menos frente al contrincante.

—Pues qué mala calidad te cargas entre las piernas —dijo Fernanda para la mujer que no se inmutaba—, digo, porque para que lo que ahí se produce no valga ni tres pesos…

Fernanda apretó la mandíbula, para que no se le fuera ningún diente, y recibió, no tan sorpresivamente, la mirada asesina de su madre y una buena bofetada que seguro se quedaría marcada por un par de horas.

Y, aunque lo que más quería era llorar, solo le regaló una cínica sonrisa a su no tan querida madre y se fue. Pero no sin antes dar un golpe más al ego de esa mujer que la hería de tantas maneras como podía

» No sé, Regina, piénsalo. Igual y esa es la razón por la que Braulio ni te pela —dijo Fernanda saliendo tan pronto como pudo para no quedarse sin dientes, otro golpe de ese calibre seguro si le arrancaba unos dos.

En cuanto dejó la habitación en donde las mujeres que se quedaban retomaban su discusión, Fernanda cubrió con su mano el lugar donde antes había sido golpeada para sentir un poco de confort; desafortunadamente no podía hacer lo mismo para su corazón que seguía haciéndose pedacitos.

Dentro del estudio continuó una discusión que la chica de diecisiete años ya no atestiguó. La discusión entre Emma y Regina volvió a encenderse.

—Dijiste que te harías cargo de ella, que no le faltaría nada —reclamaba Emma—. Madre, he sido tan perfecta como lo has pedido y no estás cumpliendo tu parte del trato.

—A ella no le falta nada —aseguró Regina, pero fue refutada por la que tenía mucho que reclamar.

—¡Le falta amor! —gritó Emma completamente descolocada.

—¿Cómo podría amar a esa bastarda? —preguntó en un furioso grito Regina.

—Entonces me la hubieras dejado —dijo Emma llorando—…, si no ibas a amarla, me hubieras permitido quedarme con mi hija…

Emma se dejó caer en un sofá, desconsolada, llamar a Fernanda su hija le dolía demasiado, porque nunca pudo ser para ella lo que siempre había deseado ser y que era: su madre.

—No vuelvas a llamarla tu hija —reprochó con furia Regina.

—Deja de hacerle daño —suplicó Emma, bañada en llanto—. He hecho todo lo que has pedido: me porto bien, estudié administración y finanzas, soy la gerente general de la empresa de mi padre, incluso me casé con Abraham a quien no amo… Soy la hija perfecta que siempre deseaste… así que deja de hacerle daño a mi hija.

—Ella no es tu hija —aseguró su madre—, es tu maldito error. Y la ves sufrir porque así lo decidiste. Si la hubieras mandado a un orfanato, como te dije, quizá tendría una familia que la amaría y no tendría que sufrir conmigo.

—No podía hacer eso, madre, yo no podía abandonar a su suerte ese pedacito de mi alma. Ella es mi hija, es la hija del único hombre al que he amado y que tú sacaste de mi vida —explicó Emma una razón que su madre conocía de más, pero que se negaba a atender, mucho menos la entendería.

—Todo es tu culpa, por ligera —aseguró la mayor—. Si no te hubieras entregado a ese chófer, como toda una cualquiera, esto no estaría pasando; además, no debiste ponerle el nombre de ese infeliz, eso le resta más puntos conmigo a la bastarda.

Al terminar de decir esto, Regina estaba, por mucho, más calmada. Ellas eran damas de sociedad, no gritaban ni cuando se alteraban, peleaban con guante blanco; aunque, como seres humanos que eran, de vez en cuando perdían los estribos, pero pronto regresaban a su estado de tranquilidad.

» No discutiré esto contigo —aseguró Regina—, no de nuevo. Si no te gusta ver cómo la trato, no vengas más. Fernanda es mi hija y, como tal, yo decido si la educo a palos o con pistola eléctrica.

Dicho eso, Regina se fue, dejando sola y desconsolada a una que no podía más que acatar las órdenes de su madre pues, aun si eso era demasiado malo para todos en esa familia, al menos tenía cerca y había visto crecer a esa hermosa niña que tanto quería.

Por su parte, Fernanda corría por una avenida, quería alejarse tanto como fuera posible de ese sitio que tanto odiaba.

La chica iba demasiado dolida, las palabras que recibía de su madre le dolían demasiado como para evitar llorar cuando no la tenía enfrente. Porque Fernanda era fuerte, pero solo donde Regina estaba, allí donde debiera sostenerle la cara, pero, cuando se sentía lejos, y poco segura, bajaba la guardia y se desahogaba.

Fernanda corría empapada en llanto, sus lágrimas no le permitían ver ni sus propios pies y por eso no vio el auto que se aproximaba.

Un hermoso auto plata dejó las llantas en el asfalto al intentar frenar, pero, inevitablemente, el golpe se dio.

 

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