Capítulo IV

Capítulo especial.

Un pequeño cuerpo yacía en un rincón de la sala. Las líneas rojas se dibujaban a través de la fina tela que cubría parte de sus extremidades. Un espasmo sacudió la diminuta anatomía. La respiración dificultosa y el dolor esparciéndose por cada músculo de aquel pequeño ser.

Dos pares de ojos lo observaban como si se tratase de un saco de boxeo que, a diferencia de uno ordinario, chillaba y emitía sonidos desgarradores con cada golpe. La diversión finalizó cuando la diminuta figura cayó inerte, producto de un certero y severo impacto. El niño se desplomó inconsciente en el mismo lugar, en el mismo rincón en el cual, minutos antes, se sostenía apenas en sus delgadas piernas. Golpe tras golpe por cada recoveco de su cuerpo y el líquido carmesí manchando sus ropas sucias y desgastadas. No era la primera vez, pero quizá sí la última. 

—No sirve ni para golpearlo como se debe —Una voz rasposa hizo eco en la estancia—. Es una escoria.

—Te dije desde el principio que no quería tenerlo —escupió con desprecio una voz femenina—. Solo arruinó mi cuerpo y tú también tuviste la culpa. Si no fuese por tu insistencia en querer un hijo, esa cosa no hubiese nacido.

—Me arrepiento de cada palabra que dije —profirió el hombre—. ¿Qué te parece si nos largamos de aquí? Comenzar una nueva vida lejos de todo este basurero. Solos tú y yo y nos olvidamos de ese saco de huesos que no sirve para nada más que darnos dolores de cabeza innecesarios. 

—¿Dejarlo aquí? —preguntó la mujer, observando al niño—. No es mala idea. No nos sirve de nada ni para pedir dinero en las calles. Sí, mejor larguémonos. No creo que viva. Después de todo, él no fue registrado en ningún lado.

—¿Acaso hay algo mejor que eso? —El hombre comenzó a recoger las pocas pertenencias en un bolso sucio y maloliente—. Es demasiado pequeño y dudo que nos recuerde. Si es que sobrevive, por supuesto.

—Andando —ordenó la fémina—. Tendremos una nueva vida lejos de aquí donde nadie nos conozca.

Ni siquiera dieron un último vistazo al niño.

Lo abandonaron a su suerte. Su pequeño cuerpo no resistiría mucho más. Tan magullado por los golpes mientras el líquido carmín seguía escurriéndose por causa de los cortes que recibió con una navaja.

Dos días más tarde allanaron la vivienda.

Un desfile de policías derribó, sin mayor esfuerzo, la puerta roída de la precaria vivienda. Recorrieron cada ángulo, buscando en vano alguna pista o prueba que los llevase a la detención de los criminales que allí se resguardaban.

Nada.

No encontraron nada que los dirigiese a una próxima ubicación o detención. Sin embargo, uno de los oficiales al mando halló un cuerpo.

Un niño, aproximadamente de cuatro años de edad, inconsciente y con resto de sangre seca. Por el aspecto, daba el nítido signo de haber sido golpeado hasta el cansancio del agresor. Su respiración apenas perceptible.

—¡Sigue con vida! —exclamó el oficial cuando palpó el pulso débil del pequeño—. ¡Una unidad médica, urgente! —demandó, llevando a otro oficial a comunicarse con la ambulancia—. No estoy seguro de cómo has sobrevivido, pero te sacaremos de aquí y te juro que tú vivirás y serás una persona de bien —susurró al niño.

(…)

Dos años después.

Corría por el pasillo, la respiración agitada, los músculos de sus piernas dolían por el esfuerzo, pero valía la pena. Frenó de golpe al llegar a su destino. La enorme puerta color caoba se alzaba imponente mientras trataba de regular su respiración y calmar el eco frenético de su corazón.

No deseaba ilusionarse, no de nuevo. Las tres veces anteriores pasó exactamente lo mismo, apenas lo veían, podía notar aquellos rostros mutar de la alegría a una mísera mueca de desilusión, incluso la última vez fue desgarrador y doloroso (para él). El matrimonio no lo quiso, poniendo de excusa que vendrían a por él la semana siguiente.

Jamás sucedió.

Se preguntó un centenar de veces si aquello que hacía reaccionar a las personas despectivamente se debía a que él no era un niño como los demás.

Desde que lo dejaron en la casa hogar, asistió a la escuela que allí mismo disponían para todos los niños y niñas que convivían con él. Aprendió a leer y escribir en un tiempo realmente corto, luego se aficionó a la lectura. Para un niño, de seis años de edad, ahora, vivir en el mundo de los cuentos e historias mágicas y fantásticas era, en sí, perfecto. Vivía constantemente dentro de una quimera de lugares jamás conocido por el ser humano, rodeados de otros seres que no existían en el mundo real porque allí, inmerso en los libros, él era inocente… era libre.

Por mucho que deseaba ser igual a los demás niños, no podía. Prefería pasar —posterior a sus actividades escolares— tiempo dentro de la gran biblioteca que en el patio, jugando con los demás.

Los recuerdos de sus primeros años de vida se encontraban borrosos y por más ayuda que recibió por parte de amigos profesionales, no hubo avances. Sus primeros recuerdos surgieron después de haberse recuperado de una fatal caída, despertando en una cama de hospital. Allí conoció al hombre que lo auxilió y rescató, Smitch Jason (oficial de policía). Desde aquella tarde se hicieron amigos. Por extraño que pareciese, la relación con Jason floreció y fue con la única persona que habló o intentó, ya que no recordaba nada de su vida antes de despertar. Lo único que pudo confirmar —al oficial— fue que tenía cuatro años y que su nombre era Nihil¹.

Un infante de esa edad (4 años) logra mantener recuerdos de sus experiencias vividas, aprendizajes y demás similar, pero él no. Apenas recordaba su nombre. A pesar del esfuerzo y constantes preguntas de los médicos, no hubo forma de traer a su mente los recuerdos. Tampoco —los doctores y profesionales de la salud mental— comprendían como era que, después de todo el desenlace fatídico, recordaba su edad y su nombre. Su caso fue catalogado como un milagro por sobrevivir a semejante caída.

Posterior a un período de dos largos meses, Jason lo acogió y lo recibió en su casa como un miembro más de su familia. Sin embargo, aquello concluyó cuando, cinco meses más tarde, su mejor y único amigo fue reclutado y llevado al cielo con los demás guardianes por haber hecho un buen trabajo rescatando a niños como él de situaciones de índole semejanza. Y él creyó en aquellas palabras del jefe de su amigo cuando este mismo lo llevó, semanas más tarde, a la casa hogar en la cual hasta ahora se encuentra viviendo y esperando a que apareciesen las personas dispuestas a brindarle amor, comprensión, cariño y un hogar.

Con el transcurso del tiempo, las personas adultas —directivos, maestros y cuidadores— de la gran casa, le habían dicho que en cuanto menos se lo esperase, una familia vendría a por él. Y, aunque sonaba bonito, jamás ocurrió tal cosa.

Dos años, para un niño, es mucho tiempo.

Una vez su pulso calmó, levantó una mano. Los pequeños nudillos tocaron tenue la puerta. No espero mucho y la puerta se abrió, revelando a una mujer de rubios cabellos recogido en una prolija cola de caballo. El rostro surcado por unas cuantas arrugas y unos ojos color gris, enmarcados por unos lentes de pasta, detonaban un infinito cariño para con él.

La mujer dibujó una sonrisa afable, invitándolo a ingresar al interior del despacho.

—Nihil —profesó la mujer.

Él observó con ilusión a la pareja que le devolvía la misma mirada. Un deseó se aferró dentro de su pequeño corazón.

—Ellos son Anabel y Stefano Ricci y quieren conocerte.

*****

¹Nihil significa Nadie en Latín y se pronuncia Nile

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