Capítulo III

El tiempo de gloria acabó, dejándole un sabor agridulce. Sus predicciones fueron acertadas cuando entregó la novela a su editora y esta eligió el final alternativo.

Aceptó que su novela fuese publicada con aquel desenlace un tanto bastante contradictorio a sus ideales. Aun así, Odette le aseguró que sería un existo. Y sucedió, Love again —título que le dio a su nueva obra— pronto se convirtió en el libro más vendido de las librerías de la ciudad. Otro éxito y más fama, aunque esto último se lo ganó William, él solo era un mero espectador de aquel seudónimo.

Volvió a la misma rutina de hace un año atrás y descartó volver a escribir algo similar a su novela recién publicada.

Seguiría sus propias reglas. Su propia esencia.

(...)

Dos meses después.

Una persona dentro de la sociedad actual, mas siendo un hombre joven, está ligada a un centenar de responsabilidades y obligaciones, aunque siempre existirán esas excepciones en las cuales muchos jóvenes se dedican a… nada. Él no encajaba en ninguna. Si bien su vida estaba más que constituida con sus deberes y obligaciones, él no era normal. Un ser totalmente aislado del contacto humano —obviando, por supuesto, a Odette—, carente de esa facilidad para socializar, para hacerse notar o decir: «aquí estoy, soy uno más del montón». No. Definitivamente, su vida, su rutina, no concordaba en lo absoluto con los jóvenes de su edad, ¿qué chico normal dudaría en salir de fiesta, tener amigos? Él.

Un carácter totalmente bohemio. Una mente libre en la cual solo albergaba espacio para sus historias, sus personajes, sus ideales. Hilvanando asiduamente palabras, uniéndolas, formando versos, diálogos, párrafos y, tal vez, eso era lo único que necesitaba. Se sentía feliz siendo como era, ¿por qué desperdiciar tiempo en salidas o posibles amigos cuando su propia consciencia podía libremente crearlos? ¿Qué ganaba estando en un bar o discoteca rodeado de personas que no tenían ni idea de lo que hacer con sus vidas? Posiblemente divertirse. Sin embargo, sus mejores amigos eran los libros quiénes jamás —desde que aprendió a leer— lo abandonaron. Siempre dispuestos a hacerle compañía en una noche de sábado, mejor aún si llovía. El panorama ideal, ¿por qué necesitaría de otro ser humano como amigo si ya tenía a Mávros? Con su mascota hablaba diariamente, aunque sabía muy bien que jamás obtendría replicas del minino, pero le gustaba pensar que aquel gato negro lo escuchaba, que le prestaba atención cuando pedía un consejo sobre cierta trama o nombres para sus personajes.

La soledad, para muchos, era una enfermedad.

Para él... significaba libertad.

(…)

Un haz de luz dorada atravesó la delgada cortina de seda color marfil del gran ventanal del living. Observó las partículas de polvo danzar en aquel nimio rayo ocre como si fuese la cosa más interesante que ver y analizar. Algo tan fuera de lo usual para cualquier persona con un poco de raciocinio. Y, para él, aquello era digno de toda su atención. Imaginó cómo sería si él fuese un pequeño corpúsculo danzando con sus pares iguales, ¿dónde irían, dónde terminarían, dónde acabarían todas aquellas motas danzantes? El universo mismo está compuesto de nimias partículas y él… era consciente de que era parte de ese montón, ¿qué lo hacía diferente? Después de todo, era un ser humano como cualquier otro. Cuando se golpeaba con algún mueble o cualquier cosa que estuviese en su camino, dolía. Cuando se rasuraba y la filosa navaja interceptaba más que los vellos fáciles, sangraba. Calificaba como un ser humano igual a los demás, entonces, ¿por qué se sentía diferente? ¿Sería su estilo de vida, su rutina, su forma de ver, pensar y analizar las cosas y situaciones ordinarias que desarrollaba día tras día? Nada en su rutina era usual. Él se sentía y era diferente. No necesitaba la aprobación de nadie, excepto de sí mismo, para lo que fuese que estuviese haciendo o por hacer.

Su vida. Su rutina. Sus reglas.

(...)

Mávros, en tan solo unos meses, conquistó su corazón. Aquel gato negro de esferas amarillas, porte elegante y pelaje tan ébano, digno de su nombre, logró algo que nadie —ningún ser humano— consiguió antes: hacerlo hablar fluidamente. Se le hizo costumbre dialogar tan entretenidamente con su mascota o, bueno, él en todo caso. Monólogos tras monólogos, gesticulando con las manos a la par de sus palabras en torno al minino como si este estuviese a punto de replicar y no pasaba, jamás pasaría cosa semejante, pero él era feliz.

—Tengo algo en mente que comenzaré a desarrollar —espetó, caminando de un lado al otro bajo la perezosa mirada color dorada—, pero no quiero decirle nada a Odette. Sabes cómo puede llegar a ser si se lo digo. No quiero estar bajo presión.

Por supuesto, no recibió respuesta por parte de aquella pelota de pelo negro que lo observaba con los ojos entrecerrados a causa del sueño. Sin embargo, no quitaba esa sensación de ser escuchado y, tal vez, hasta comprendido.

—¡Mávros! —exclamó, cuando posó la mirada sobre el minino—. No te duermas cuando te estoy hablando, gato perezoso —Exhaló un suspiro—. De acuerdo, está bien. Duerme si quieres. Iré a buscar el portátil y comenzaré de una buena vez.

~*~

La habitación contaba con unas vistas preciosas hacia el exterior.

El vasto jardín revestido de diferentes arbustos, flores y algunos árboles tupidos. Corrió las cortinas, dejando que la luz natural se filtrase por los cristales (dando un aspecto mágico al entorno).

Las manos ansiosas, dedos trémulos afanosos por posarse en las teclas. La necesidad de darle vida a todo lo que emergía en su mente. Una enredadera de palabras amoldándose en la cabeza. Imaginó diferentes escenarios, distintos panoramas, personajes sin rostros, sin nombres, pululando, formándose. Y le dio riendas sueltas a su creatividad.

Le urgía —primeramente— una taza con té.

Salió del cuarto, bajando veloz las escaleras, llegando al living. Depositó con cuidado el portátil en la mesita, miró a Mávros quién dormía plácidamente, ajeno al baqueteo que él estaba haciendo en ese instante. Restó importancia, dirigiéndose hacia la cocina.

El aroma a menta inundó sus fosas nasales. Dio un sorbo de aquel té que tanto le urgía. El suave gusto a miel se aferró a su paladar, mezclándose con la menta. Tarareó gustoso y ufano. Se sentó en el sofá, a un lado de su mascota.

Arrastró el portátil, ubicándolo en su regazo. Las yemas de sus dedos excoriaron tenues las teclas, las ansias escalando por cada poro de su piel, cada minúscula fibra siendo invadida por la inspiración. Otro sorbo, uno largo.

Dejó la taza en la mesita. 

“El telón se alza frente a mí, la luz brillante me encandila los ojos. No soy capaz de ver a través del reflector, es tan cegador. Aun así, estoy seguro de que una multitud está observándome. El escenario donde me encuentro de pie es, literalmente, enorme. Me tiemblan las manos y trato de apaciguar los nervios que crecen de pronto. No era la primera vez, ya había pasado por este estado con anterioridad. Pese a ello, no puedo evitar sentir un revoltijo en el estómago. Y no, no se tratan de las mariposas, aquellas que describen los enamorados cuando están frente a la persona amaba, en lo absoluto. Son los hostigados nervios.

Hice una reverencia, saludando al público que no podía ver a causa de las luces, pero supe que allí estaban. Los aplausos no tardaron en llenar el ambiente. Esbocé una media sonrisa; ladeé la cabeza hacia un lado y cuando lo vi, simplemente todo lo demás dejó de importar.

Imponente y elegante, alzándose en todo su esplendor en el ala izquierda del gran escenario, llamándome. Teclas blancas y negras esperando por mis dedos, pedales por mis pies. Caminé los pocos pasos que me separaban de aquel gigante majestuoso. El banquillo ofreciéndome el confort y comodidad.

El piano: mi gran y único amante.

Mis dedos bailaban sobre las teclas, ofreciendo y dando vida a las notas que se transformaban en melodías. Armoniosa, sincronizada. Una paz indescriptible, olvidándome de dónde me encontraba realmente, ¿importa? En lo absoluto. Una última nota se dejó oír, concluyendo el concierto… Mi concierto.

Me erguí del banquillo, reverencia al público, un ademán con la mano derecha y los aplausos no tardaron en emerger del público. Sencillamente magistral…”.

Dejó escapar un bostezo y presionó la última tecla. Escribió lo suficiente como para amoldar el texto al tramo final de la novela. Lentamente, se incorporó del sofá, dejando el portátil en la mesita. Una breve mirada a su mascota quién dormía sereno y tranquilo, hecho una bola en un rincón del sillón.

Negó leve con la cabeza, contemplado a aquella pequeña pantera, ajena a todo a su alrededor.

Encarceló la taza entre los dedos, dirigiéndose a la cocina.

La hora de la cena estaba cerca y debía de preparase algo de comer.

(…)

¿Quién, en su sano juicio, osaba por arrancarlo de la tibieza de su lecho a las ocho de la mañana? Odette, por supuesto.

Anoche, posterior a cenar, continuó escribiendo y no se dio cuenta de la hora, sino hasta las cuatro de la madrugada. Y no era como si estuviese dispuesto a trasnochar, solo se dejó llevar por su numen.

Luego de haber dado una extensa batalla con las sábanas, terminó por levantarse, darse una ducha y —luego de treinta minutos— llegó al living. Por obvias razones, su editora tuvo que esperar todo ese tiempo afuera, en la entrada de la casa, en la puerta. Y ahora —después del desayuno— se encontraban con la usual disputa.

Odette insistía en que escribiese una nueva novela similar a la, hace poco meses, publicada.

—No lo haré —dictaminó—. No es mi estilo, no es mi campo.

—Entiende que lo cliché ya pasó un poco de moda —insistió la fémina—. Además, no negarás que ha sido tu mayor reto y mira los resultados, Liam. Tu libro ha sido un rotundo existo.

—De William, Odette —gruñó, con un dejo de molestia—. Es él quien escribe, quien imagina, quien hace y crea toda la magia.

—¿Tú eres tonto? —cuestionó su editora, arqueando una ceja—. Hablas como si no fuesen la misma persona.

—No lo somos —inquirió, bastante molesto—. William es quien recibe y hace todo. Simplemente soy un mero títere que es manejado a su total y absoluto control cuando de escribir se trata. Así que, por favor, no insistas.

—A veces no sé cómo te soporto —imperó la chica, dando un sorbo de su amargo y negro café—. Te sugiero que comiences a pensar en la idea de salir del anonimato, han sido más de cuatro años y tus…

—Ni siquiera lo pienses, menos lo sugieras —Se irguió del sofá, dando largas zancadas de un lado al otro—. Eso jamás sucederá. Liam Baron nunca saldrá de las sombras de William Norba.

—Piénsalo, ¿de acuerdo? —recomendó Odette—. Sé que estos meses has estado bajo estrés y bastante presión, pero tal vez es hora de…

—¡Que no! —exclamó, deteniéndose. Miró directo a los ojos de la chica—. Jamás pasará. Cuando dejé que mis trabajos saliesen a la luz fui muy honesto al decir que mi verdadero nombre no estuviese nominado como autor. Tú aceptaste que fuese bajo seudónimo y ahora me estás pidiendo que… No y no, Odette, jamás sucederá.

—¿A qué le temes? —La observó. Sus ojos sombríos fijos en la mirada penetrante y escéptica de su editora—. ¿Por qué este miedo a ser reconocido cuando tienes prácticamente a un centenar de personas que aman tus novelas? ¿Cuál es el problema?

—No hablaré de eso —espetó neutro—. No es miedo ni nada que se le asemeje. Solo quiero vivir tranquilo. Solo quiero paz, libertad y sería todo lo contrario si dejase de vivir detrás del anonimato.

—Tómate unos días —sugirió, de la nada, la fémina—. Creo que lo necesitas. Por Mávros no te preocupes, quedaré a su cuidado.

—Bien, esto me parece de lo más extraño —profirió, desplomándose en uno de los sofás —Tú, ¿qué estás planeando exactamente? Sabes que viajar es…

—Tu vida, tu libertad, lo sé. A la par de escribir —expresó la chica, dando un último sorbo al café amargo—. Solo sal de viaje y ya. No estoy tramando nada. Es un hecho que lo necesitas y cuando lo haces, está demás decir que tus historias contienen ese toque especial.

—Buen punto.

(...)

Abordó el tren de las seis de la tarde, ¿por qué esperar al día siguiente? Ni bien terminó de charlar con su editora, preparó una pequeña maleta, el morral y todo lo que necesitaría para el inesperado viaje. Un poco frenético quizá, pero restaba relevancia. Odette llevaba la razón. Un viaje no le asentaría nada mal.

Acomodó las cosas. La maleta en la parte superior encajaba bien en el maletero de la estantería. El morral, por supuesto, junto a él. Inclinó la cabeza hacia atrás en el cómodo respaldo de la butaca, párpados cerrados y el casi imperceptible movimiento del tren, dando por iniciado el trayecto.

Estaba demás decir que no sabía el destino. Un boleto al azar, primera clase como de costumbre… El resto carecía de relevancia. Lo único que le importaba era tener unos días para despejar la mente, más ahora que su editora le había sugerido semejante atrocidad (porque eso era para él).

Dejó de prestar atención a todo a su alrededor, abrió lentamente los ojos, acostumbrándose a la tenue luz del pasillo. Ladeó la cabeza, descubriendo que hubo anochecido, ¿quedó dormido? Tal vez. Desplegó la mesita, colocando el portátil, esperó unos segundos.

Tres archivos, su mirada inspeccionando cada uno, pensando cuál historia retomar. Exhaló un suspiro mientras su mente se volvía una maraña de pensamientos. No lograba obtener la concentración necesaria y si siguiese de ese modo, cometería un grave error. Bufó varios improperios mentalmente, cerrando su laptop y acomodó todo, de nuevo, en su lugar.

Se irguió del asiento, sus extremidades inferiores agradeciéndole y soltó un bostezo que atrapó con una mano. Nadie más que él se encontraba en el vagón lo cual, por supuesto, agradeció a todos los Santos e incluso al mismísimo Lucifer por ese gran detalle.

Paz. Tranquilidad.

~*~

Si no fuese por el rugido de su estómago hubiese quedado en el confort del asiento, pero no. En cambio, tuvo que dirigirse hacia el vagón-bar.

Durante el trayecto, practicó para sí en cómo pediría un simple té y quizá tostadas o lo que fuese que tuviesen para un rápido refrigerio.

Una campanilla. Dos toques hicieron necesarios para que una chica pelirroja y de mirada color miel, saliese de detrás de las pequeñas puertas vaivén.

—Buenas noches, señor —enunció la muchacha.

Una rápida mirada, percatándose de que aquel color caoba no era propio de la fémina. Se sintió un poco perturbado al analizar ese detalle, ¿por qué daba relevancia al color de cabello de la chica?

—Espero que esté disfrutando el viaje con nosotros —Asintió, la sonrisa mecánica de la chica fue el hincapié para quitar importancia a su observación indebida—. ¿Desea algo de cenar? Aquí tiene el menú.

—No, no me apetece nada —Su voz tan neutra, carente de emoción, como siempre—. Solo un simple té Earl Grey y unas tostadas, gracias.

—Bien, señor, como guste —profirió la pelirroja—. ¿Quiere que se lo acerque a su asiento o prefiere esperar aquí?

—Aquí está bien —inquirió.

La muchacha esbozó una sonrisa automática. Asintió, desapareciendo detrás de las puertas.

Diez minuto y nada, ¿qué tanto hacía dentro de la cocina? Podía oír los murmullos, era evidente que más de una persona se encontraba ahí dentro, pero no podía ver más allá de la pequeña abertura de las puertas vaivén. No tenía paciencia, mucho menos cuando era consciente de que tenía que hablar de nuevo. Decidió aguardar unos breves minutos más; por el contario, regresaría a su lugar.

El paisaje no era nítido, no lograba apreciar las vistas por causa de la poca iluminación de afuera, sumándole las luces del vagón. Además, veía más su propio reflejo en el cristal que otra cosa.

—Es mi maldita última semana arriba de un tren.

Frunció el ceño al escuchar aquella voz. Demasiado hosca, aturdida, incluso para sonar enojada. Nítidamente, notó la ira impregnada en aquellas palabras.

—Pues no me importa —Otra voz se sumó. Una femenina, igual de enojada—. Te la pasas mas leyendo que haciendo tu maldito trabajo.

—¡Eso no es cierto! —exclamó la hosca y extrañamente familiar voz, ¿de dónde?—. Cumplo con mis labores mejor que cualquiera de ustedes. Hasta realizo sus tareas cuando no debiese de ser así.

—No eres más que un idiota con aire de soñador —retrucó la fémina.

No los podía ver, aquellas personas se encontraban dentro de la cocina. No era su intención andar oyendo. Solo esperaba por su pedido.

—Menos mal que renunciarás y ya no te tendremos que soportar. Eres tan malditamente tonto, Dominic, nunca llegarás a nada porque no eres nada.

—Eso… no es cierto —Tristeza, angustia. Giró sobre sí, dispuesto a largarse de allí—. Yo trabajé realmente duro para…

—Deja ya de decir tonterías. Mejor lleva esto al señor que seguramente estará esperando.

Murmullos y algún que otro insulto mas mientras él caminaba rumbo a su vagón.

No deseaba estar ni un solo segundo más allí.

(...)

Reclinó el asiento, levemente, hacia atrás, necesitaba despejar la mente. No pudo escribir mucho. De hecho, solo dio vida a tres míseros párrafos y luego su cabeza pareciese querer explotar.

Más de media hora pasó desde que regresó a su asiento. El incidente en el vagón-bar aún pululaba dentro de su mente. Rememoró aquella voz tan peculiar, aquellas palabras de la muchacha que sonaron hirientes y hasta con atisbo de discriminación hacia su compañero. Un motivo más que sumaba a su larga lista de por qué prefería no tener personas en su entorno. Siempre buscaban alguna cosa para molestar, herir, cualquier oportunidad para clavarte un puñal por la espalda.

—Disculpe, señor —Se sobresaltó y, con disimulo, guardó la compostura—. Llevo varios minutos buscándolo, pero por fin di con usted.

Levantó la mirada. La luz tenue del pasillo y, a pesar de ello, pudo distinguir el rostro del chico.

Trató de enfocar bien la mirada porque estaba a punto de dormirse. Percibió nítidamente aquel rastro rojizo en los fanales color verde que lo miraban atento como si él fuese una especie de espejismo o vaya a saber qué. Fue imposible no percatarse de la nostalgia que emanaba el muchacho que sostenía entre las manos una bandeja y, ¡oh!, aquello era su té.

Inhaló profundamente, haciendo caso omiso a su observación resiente. No era su asunto, no era su problema. Sin embargo, sí lo era el hecho de tener que abrir la boca para dejar que fluyesen las palabras que no estaba al ciento por ciento de pronunciar, pero tuvo que resignarse.

—¿Qué necesitas? —preguntó evasivo.

Después de todo, no iba a cambiar así porque si por una persona que evidentemente se notaba angustiada. No era su problema.

—Pues sé que es tarde, pero le he traído su té —Observó al muchacho, luego examinó la charola—. Realmente me disculpo por la demora. Tuvimos un pequeño percance en la cocina, así que esto es por cuenta de la casa, bueno…

—Bien, no importa —interrumpió, quitando el portátil de la mesita—. Sinceramente, el servicio es pésimo. Debería de dejar una queja con algún gerente o directamente con la empresa. Los empleados dejan mucho que desear a la hora de cumplir con su trabajo.

—Lo siento —profesó el chico.

Y se odio a sí mismo, por primera vez, al notar aquella voz singularmente cavernosa quebrarse, ¿fue por lo qué dijo?

—Aquí tiene, señor.

El muchacho colocó la bandeja en la mesita.

Él se encontraba batallando internamente consigo mismo. Las ansias que le causó aquel rostro melancólico con un dejo de desolación, además, la voz apagada, carente de vida como si alguien hubiese pisoteado al pobre chico, aunque, por supuesto, él no tenía por qué darle relevancia alguna.

—Discúlpame, no fue mi intensión sonar descortés —señaló, tan neutro como de costumbre y miró fijo al chico, sorprendiéndose a sí mismo de sus propias palabras—. Gracias por trae el té. No era tu trabajo, sino de tu compañera.

—Sí, bueno, verá…

Nervioso. Por supuesto que percibió el nerviosismo del chico tan palpable, incluso parecía ser un niño.

—Tuvimos un desacuerdo con mis compañeros. La verdad es que nadie quiere andar trabajando hasta tarde y… Ni siquiera sé por qué le estoy contando esto. Perdóneme, no fue mi intención. Lo siento, señor.

—Tranquilo, suele pasar —comentó, encogiéndose de hombros—. Y no te preocupes, no presentaré una queja. Es evidente que no fue tu culpa, gracias de todas maneras.

—Señor, tal vez le suene muy inapropiado —Envolvió los dedos a la taza, dispuesto a dar un sorbo al té—, pero usted no me recuerda, ¿cierto? No es la primera vez que viaja con nosotros y en varias oportunidades nos hemos visto y hasta charlado, bueno, no una conversación como tal, pero sí algo similar como ahora.

—No, no te recuerdo —enunció, atrapando la mirada del chico. Tristeza—. De hecho, no creo haber hablado contigo antes. No soy una persona sociable en todo caso.

—Sí, lo he notado —Arqueó las cejas ante el comentario. Dio un sorbo de té—. Discúlpeme, no quise incomodarlo. Es solo que pensé… Olvídelo. No importa, ¿necesita algo más?

—No, gracias —El muchacho asintió, dispuesto a marcharse—. Espera, ¿cuál es tu nombre?

—Dominic.

Una casi imperceptible curvatura divisó en aquellos labios rosados y voluminosos.

—Espero que disfrute el resto del viaje, señor Baron.

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