Capítulo II

Los siguientes meses transcurrieron sin nada usual, yendo de viaje cada fin de mes. Sin embargo, había pasado tan de prisa que no fue del todo consciente, sino hasta que su editora le dijese, en una ocasión, que solo faltaban ocho semanas y todo volvería a ser como siempre. Por supuesto, Odette seguía insistiendo en que la dejase leer su nueva novela. Solo necesitaba un simple borrador. Luego de tanta tozudez, terminó accediendo a brindarle un dechado.

En todo ese tiempo, Mávros creció considerablemente. Dejó de ser aquel gatito asustadizo y escuálido, ahora era todo lo opuesto. De alguna manera lo fascinaba y en más de una oportunidad, se encontraba observándolo. Era como estar viendo y conviviendo con una pequeña pantera. El porte y la elegancia del gato lo hipnotizaban de cierta forma y, más de una vez, se encontró escribiendo todo gracias a la inspiración que le causaba su mascota.

Él se inspiraba de una manera un tanto peculiar, lo cual en varías ocasiones —en sus momentos de reflexión interna— se cuestionaba el por qué de su forma de ver e imaginar las cosas, acciones y demás, logrando que sus escritos contuviesen ese toque enigmático tan particular. Podía estar observando a la misma nada y allí, en su mente, aparecían los personajes, los escenarios, los diálogos y, lo más importante, la trama para ser desarrollada. De por sí, se daba cuenta de que no era una persona normal y no estaba lejos de la realidad. No mantenía contacto con nadie —aparte de Odette—, no le gustaba hablar; de hecho, llegó a un punto en el cual de solo pensar en pronunciar una simple sílaba lo enervaba y se preguntaba el por qué de aquello.

No tenía amigos. Sus únicos amigos eran los viejos libros, fieles compañeros que no lo abandonaban nunca. Amaba leer cualquier tipo de género y últimamente se inclinaba por novelas vampíricas. Contaba con una biblioteca en la cual cientos de libros descansaban en las distintas repisas y, por obvias razones, había adquirido, no hace mucho, «Las crónicas vampíricas», un total de once novelas de la autora Anne Rice a quien comenzó a admirar ya que las obras lo transportaban a ese mundo paralelo en el cual existían vampiros, escenarios fantásticos y criaturas que solo la autora lograba describir, otorgándole a él cierta fascinación por ese universo. Sin embargo, se dio cuenta de que jamás podría escribir algo de índole género.

No era lo suyo. 

(…)

Apoyó la espalda contra el cómodo sillón, dejó la taza con un humeante y delicioso Earl Grey en la mesita. Encendió el televisor, solo para quebrar el silencio de su extravagante y enorme casa.

Luego de quedarse completamente solo, optó por hacer algunas remodelaciones. Quitó cuadros antiguos, remplazándolos por unos modernos y pintorescos. Cambió el color de las paredes, antes —según él— de un horrible color maíz, ahora lucían de un moderno y elegante color hueso-marfil, dándole distinción y confort, sin mencionar que gracias a las significativas modificaciones contaba con mayor luminosidad, lo cual lo beneficiaba.

La mayor parte del tiempo se la pasaba en el living y dedicaba muchas horas sentando en el sofá con su computadora portátil.

Bebió el té con parsimonia, tratando de no pensar que pronto la paz se acabaría y tendría que volver al antiguo ritmo de trabajo. Porque, por supuesto, su editora no le daría ni un respiro. Aun así, despejó todo rastro de posible pesadumbre, no quería pensar, no lo necesitaba, por ahora.

Observó el entorno, buscando a cierto felino, no lo encontró.

«Seguramente estará en el jardín», pensó.

Depositó la taza sobre la mesa, abrió su portátil. La novela estaba más que avanzada y pronto la finalizaría. No tardó en seguir el hilo de la narración.

“Dos años y aún no puedo creerlo, ¡Dios!, cómo ha pasado el tiempo. Mi vida ha cambiado tanto que me es imposible de asimilar. Ya no me persiguen viejos fantasmas del pasado, puedo asegurar que hoy día soy libre de todo lo que alguna vez me ató.

He estado saliendo con mayor frecuencia. Nada especial, solo disfrutando de lo que hacía tiempo había olvidado. El trabajo de maravilla. Finalicé mis estudios, cuento con el título de graduado en Derecho. Ha sido un arduo trayecto, pero la gloria de poder concluir con numerosas ofertas de trabajos fue, sin dudas, el mejor logro de mi vida. Está de más decir que no pienso abandonar a Alix. Él fue mi mayor pilar en tiempos de insomnios cuando tuve que trasnochar estudiando. Nuestra amistad alcanzó su mayor cúspide, nos hicimos muy íntimos y confidentes. Sin embargo, debo de ser franco y, la cosa es que hace ya unos meses, he notado ciertas actitudes de su parte para conmigo. Lo que me tiene un tanto desconcertado es el hecho de que no me asusta, disfruto de esos detalles y, la verdad, no sé qué me sucede. Algo que también noté es que jamás lo he visto en alguna situación comprometedora, por así decirlo, con alguien más. No hubo ninguna chica, nadie en realidad...”.

Dejó de tipear, ¿por qué acababa de escribir eso? Se suponía que sería una novela como las demás, pero no.

Echó la cabeza hacia atrás, con ambas manos se masajeó las sienes, ¿por qué le estaba dando un giro drástico al protagonista? ¿Por qué de pronto se le ocurrió escribir algo distinto? Algo no estaba bien, algo había cambiando y no sabía qué.

Decidió dejar de escribir, puesto que comenzaba a narrar situaciones que no estaban planeadas para el cierre final de la trama. Se sintió frustrado, tal vez lo que le hacía falta era un viaje más. Despejar su mente, volver a sincronizarse con el personaje, con su historia, con lo que ya tenía pensado para desencadenar el final.

Cerró el portátil e incorporándose del sofá con taza en mano, se dirigió hacia la cocina. Su mente, una maraña de confusión. Era la primera vez que se sentía tan ofuscado por no continuar con la trama que ya tenía planificada para el final de su novela. No estaba bien, si llegase a dar un giro radical a la vida del personaje sería fatídico, pero y entonces, ¿por qué no hacer algo distinto? ¿La novela llegaría a la cúspide en el mercado literario como las demás? ¿Por qué siquiera estaba pensando en esa posibilidad? No, imposible.

Lavó la taza, colocó comida en el tazón de Mávros. Definitivamente le urgía salir de viaje, el último, así su mente se despejaría y acomodaría de nuevo el arquetipo principal de la trama.

(...)

Le costó convencer a Odette para que quedase al cuidado de su mascota, pero —después de casi suplicarle— accedió con la condición de que todo lo que escribiese de ahora en mas no tardase en mostrárselo. Obvió comentarle que no estaba conforme con la vuelta inesperada e impensada de su personaje; por el contrario, su editora no lo hubiese dejado en paz y la conocía perfectamente. A Odette le fascinaba lo no convencional y él no se encontraba dispuesto a entrar en terrenos desconocidos en el campo literario… Aún.

Tenía conocimientos de novelas de autores muy reconocidos de la misma editorial, en las cuales la temática principal de las obras iba dirigida a un público en específico. Él había leído —hace años atrás— una novela bastante peculiar en la cual los principales protagonista eran dos hombres. En sí, la lectura no le fue desagradable, pero una cosa era que hubiese leído y otra…

Abordó el tren, su mente siendo una broza de ideas un tanto alocada y no, no lo cautivaban en lo absoluto.

Buscó su asiento. Dejó escapar un suspiro cansino, necesitaba despejarse con urgencia. Por el contrario, acabaría por cometer, tal vez, un error.

(...)

Nada más reconfortante que las vistas del inmenso paisaje montañoso que observaba tan concentrado que se le olvidó, por un instante, todo el lío de su cabeza. Desde que se sentó, no hizo otra cosa que mirar por la ventanilla, concentrándose en el punto más alejado como si en realidad estuviese observando a la misma nada. La mente en blanco, sin… nada.

—Papí, tengo hambre.

Aquella suave voz lo sacó de dónde fuese que se encontrase su consciencia.

Volvió en sí, percatándose de que estaba en el mismo vagón con otros tres pasajeros.

—Cuando veamos al camarero, pediré algo, cariño.

Una voz rasposa y profunda fue la que contestó.

—¿Puedo ir a llamarlo? —preguntó la niña.

—No es seguro para una princesa como tú —sugirió la voz hosca con un toque infantil—. Solo debes de ser paciente, el camarero no tardará.

Unos murmullos, semejante a quejas, se oyó detrás del él. La niña no estaba contenta con la sugerencia de su padre.

Sacudió la cabeza, no fue su intención andar escuchando conversaciones ajenas, pero, después de todo, no fue su culpa.

Desplegó la mesita, apoyó el portátil y leyó el último párrafo que había escrito. Hizo una mueca de disgusto, no estaba conforme. Lo que escribió no era en absoluto lo que ya tenía pensado para el tramo final de su novela.

Las manos suspendidas a milímetros del teclado. Movió apenas la derecha, su dedo índice a nada de la tecla DEL, titubeante, indeciso.

—Oh, mira, papí, allí viene el camarero.

Oyó de nuevo, sin querer, a la niña. Después de todo, imposible no hacerlo si se encontraban en los asientos detrás de él.

—Sí, cariño —acotó la voz gruesa—. Disculpe, muchacho, ¿puede traernos algo de comer?

—Buenas tardes, señor —¿De dónde le resultaba familiar esa peculiar voz?—. Hola, princesa…

Dejó de prestar atención. Además, no era su asunto y era de muy mala educación andar oyendo conversaciones ajenas, aunque no tuviese la culpa.

Volvió a concentrarse en la pantalla, repasando nuevamente aquel último párrafo y terminó borrándolo. Definitivamente no daría un vuelco a su novela. Seguiría la línea principal con la cual había iniciado desde un principio, valga la redundancia.  

No se encontraba preparado para ingresar a ese campo literario, no era su estilo. Giró apenas la cabeza, acaparando todo el panorama, el campo verde, árboles lejanos, montañas, ¿por qué no podía concentrarse? ¿Acaso perdió la esencia? No, eso no podía estar pasándole, no ahora, no cuando faltaba poco para que terminasen sus vacaciones.

Un pensamiento cruzó por su mente, ¿debiese de consultarlo con su editora? Pero, incluso, él mismo desechó aquello, sabía que Odette lo alentaría a continuar porque él…

—Buenas tardes, señor, espero y esté disfrutando el viaje con nosotros —Se sobresaltó al escuchar la voz cavernosa—. ¿Desea algo de comer o beber?

Negó leve con la cabeza, sin mirar al camarero. No le apetecía nada, solo necesitaba pensar.

Su mente volvió a ser un tremendo lío de pensamientos. Su novela, su nueva obra estaba pendiendo de un hilo porque no sabía cómo encaminarla al principio. La trama se le estaba yendo de las manos y eso era inaceptable. Él, quién nunca dudó un instante en escribir siguiendo sus ideales, ahora se encontraba en una incertidumbre densa, asfixiante…

—Lo siento, no fue mi intención interrumpirlo —profesó alguien—. Veo que usted escribe.

Y aquel comentario inocente hizo que cerrase el portátil, sin importarle si su acción se viese exagerada. Inhaló profundo, sus facciones se volvieron toscas. Alzó la mirada con nítida intención de que, con solo un gesto, el camarero se diese cuenta de que no deseaba nada. Él solo necesitaba que lo dejasen en paz.

Toda su intención se vio truncada en el segundo en cual sus ojos hicieron contacto con la persona de pie en el pasillo, ¿de dónde conocía aquellos fanales color verde musgo? Le resultaba familiar aquel rostro…

—Señor, ¿se encuentra bien, necesita alguna cosa?

En algún recóndito lugar de su memoria, aquel chico se le hacía conocido, pero no supo de dónde.

Frunció el ceño y dibujó un mohín en los labios. No, no recordaba, por más que buscase en su mente, no recordaba nada. Todo estaba cubierto por una densa neblina. Aun así, esa voz le resultaba afable, ¿tendría que contestar? Tampoco deseaba hablar, pero al percatarse de que el chico no quitaba los ojos de él, esperando por una respuesta, se rindió.

—Sí, todo bien —profesó—. No necesito nada.

—Discúlpeme, no fue mi intención incomodarlo.

Notó el rostro del chico decaído, ¿hubo sido su culpa? Por supuesto que no.

—Yo, solo preguntaba por si le apetecía alguna cosa, nunca tuve pretensión de…

—Dije que no —enunció con desdén—. Estoy bien, gracias.

El camarero se retiró.

Se dio cuenta de que el semblante alegre mutó a uno cabizbajo y hasta triste. Hizo caso omiso a la pequeña molestia que sintió en su pecho. No era su problema, a fin de cuentas, solo dijo lo que sentía y aquel chico, evidentemente, lo importunó.

(...)

Se había hospedado en una pequeña posada en un pueblo que ni siquiera sabía el nombre o la ubicación exacta.

Su mente lo traicionó la primera noche cuando salió a caminar por las calles iluminadas y pacíficas de la villa. Paseó por una feria, viendo los diferentes puestos de comidas y artesanía, entre otros que realmente no prestó mucha atención.

Le urgía poner orden a sus pensamientos para poder terminar su novela. Pensó en lo que escribió, en el giro que le dio a la obra y todo se volvió más caótico puesto que —mientras paseaba con la mente perdida en sus cosas— divisó a una pareja de jóvenes. Dos chicos que quizá no llegaban a tener 25 años de edad. Fue testigo de un acto de valentía y del más puro amor. Allí, en medio de una nimia multitud de turistas y personas del pueblo, uno de los chicos se arrodilló, sin importarle nada más que su pareja. Tendió una pequeña cajita mientras el otro muchacho cubría su rostro con ambas manos y luego…

—¡Sí quiero casarme contigo! —exclamó el muchacho una vez su… novio le hubiese deslizado en su dedo anular izquierdo un anillo.

Unos gritos y silbidos de emoción se dejaron oír por parte de los paseantes que, al igual que él, fueron testigo de aquel acto de amor. Unos minutos después, cada quién retomó lo que fuese que estuviesen haciendo. Todo volvió a la normalidad y vio a aquellos jóvenes riendo, abrazados y dándose besos sin dar relevancia a nada de su alrededor. Fue entonces que más dilemas azotaron su pobre mente ya cansada de tantos enigmas.

Se perdió entre la multitud, anhelando poder llegar a la posada y ponerse a escribir.

(…)

Abordó el tren, deseando estar en la comodidad de su casa y por más insólito que le pareciese, extrañaba a Mávros y la ansiedad de hablar con su editora, carcomía lenta y tortuosamente su cabeza.

Escribió dos finales para su novela. Jamás lo había hecho porque —siendo sincero— nunca tuvo tantas dudas al respecto. La ansiedad no era su mejor fuerte y la desesperación por llegar y dejar expuesto aquello ante Odette, no lo dejaban tranquilo.

Agradeció a todos los Santos porque en el vagón de primera clase él era el único pasajero. Nadie quien lo molestase, nada de cuchicheos, solo paz, confort y tranquilidad.

(...)

Las horas transcurrían, el paisaje cada más familiar. Sus piernas entumecidas le exigieron incorporarse. Por poco pierde el equilibrio en el instante en el cual estuvo de pie, sosteniéndose con ambas manos al respaldo de uno de los asientos. Exhaló un suspiro y pronto sintió la circulación de la sangre correr fluidamente por sus extremidades, permitiéndole desperezarse y estirarse a su antojo.

Inhaló profundo. La necesidad imperiosa de ir hasta el vagón-bar y pedir un té.

Caminó por el solitario pasillo, admirando el paisaje por las ventanillas. Era extraño que no se sintiese como si estuviese en un tren, este no emitía sonido alguno o, por lo menos, a sus oídos no llegaba el ruido cotidiano. Si no fuese por estar admirando el constante cambio del panorama, hubiese jurado estar en un ferrocarril estático.

Llegó a su destino, no divisó a nadie. Algo que realmente detestaba era el hecho de hablar, de verdad lo hacía. Sin embargo, no le quedaba otra alternativa que hacerse notar.

Una pequeña campañilla descansaba en la barra metálica esperando ser tocada. Una, dos y tres veces y una fémina salió de atrás de unas diminutas puertas vaivén.

—Buenas tardes, señor —imperó la chica de manera mecánica y con una sonrisa más que fingida—. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Desea ver el menú para ordenar?

—Buenas tardes —profirió—. No, gracias. Solo quiero un Twinings White, por favor.

—¿Algo para acompañar el té? —preguntó la chica, que lo miraba como si él fuese un…

—No, gracias —replicó neutro.

La fémina asintió, volviéndose sobre los pasos y adentrándose en la diminuta cocina. Por su parte, se acercó a las ventanillas.

Su mirada perdida en el lienzo que poco a poco se teñía de diferentes gamas de colores, dando la bienvenida al ocaso, ¿qué pensaría su editora al leer el final de su novela o, bueno, ambos finales? ¿Se sorprendería al darse cuenta del giro drástico que le dio al personaje en uno de ellos? Conocía a Odette desde hacía unos años. Ella amaba lo no convencional, lo atípico. Quizá por primera vez, en su carrera como escritor, le daría a Odette el placer de leer una obra fuera de lo usual.

—Señor, ¿está atendido? —cuestionó una voz adusta, sacándolo de sus pensamientos, devolviéndolo a la realidad.

Por momentos se perdía tanto porque su mente era un mundo de posibles nuevas vidas y escenarios en los cuales desencadenarían batallas y guerras, sí, su numen afloraba en los momentos menos idóneos y estaba bien.

—Sí, gracias —enunció, sin voltearse, ¿por qué hacerlo? Ya saldría la chica con su bendito y necesitado té y se largaría de nuevo a su asiento.

—Usted no me recuerda.

Eso, a sus oídos, sonó mas como un lamento que como comentario al azar.

—Bueno, tampoco pretendía que lo hiciese. A veces tiendo a ser un poco desubicado con mis observaciones, pero no lo sé. Tenía la esperanza de que usted me recordase.

Algo se removió en su interior, ¿de dónde conocía aquella peculiar voz?

Frunció el ceño, sin despegar la mirada de la ventanilla, tratando en vano de hacer memoria… Nada. Aun así, el malestar en su pecho le insinuaba algo, algo que posiblemente estuviese relacionado con aquella voz adusta. Dibujó un mohín en los labios, frustrado por cavilaciones sin sentido.

Haciendo acopio de sus fuerzas, giró sobre sí, enfrentándose con aquel que le dirigió la palabra o, mejor dicho, un pequeño discurso.

Sus ojos dieron con otros de un color verde musgo que lo escrutaban sin reparos. Distinguió, en el fondo de estos, la esperanza, pero también el manto de melancolía. No lo recordaba. Su memoria no era buena con los rostros. Nunca lo fue.

—Lo siento, pero creo que te confundes —expresó, manteniendo el ceño levemente fruncido—. No lo sé, quizá te hubiese visto. Suelo viajar de seguido, pero, sinceramente, no creo que me conozcas, mucho menos que yo te conozca.

—Me lo supuse —El chico esbozó una sonrisa triste—. Lo siento, no debí importunarlo con mis tonterías.

—No te preocupes, muchas personas suelen confundirse —comentó, sin darse cuenta del daño que causaba en aquel muchacho—. ¿Le dices, por favor, a tu compañera que me acerque el té hasta mi asiento?

—Por supuesto, señor…

—Baron —indicó, sintiéndose abochornado sin razón lógica—. Bien, gracias.

Pasó por un costado del chico, dirigiéndose hacia su sitio, pero antes de alejarse completamente, pudo escuchar nítidamente aquel susurro detrás de sí...

—Mi nombre es Dominic…

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