Capítulo I

Las olas arremetían contras las rocas como si ellas fuesen capaces de quebrarlas. La frisa gélida envolviendo su cuerpo y haciéndolo tiritar. Elevó el rostro al cielo nocturno y una sutil sonrisa dibujó en los labios. Él amaba la luna. Nunca supo el motivo, pero era como si esta tuviese un poder sobre él, un tipo de imán, algo que no lograba descifrar.

Se perdió en sus pensamientos y pronto estuvo caminando, descalzo, por la arena.

A medida que avanzaba por la playa, el sonido del oleaje quedaba atrás.

Trepó la escalinata, las manos temblaban deseosas, la mente atiborrándose de inspiración.

Se sentía… libre.

Atravesó las grandes puertas de cristal del hotel (donde se hospedaba). Sus pasos siendo largas zancadas, directas, hacia el ascensor. Presionó el botón del piso correspondiente y la necesidad de llegar a su habitación lo consumía lentamente.

Las puertas metálicas se abrieron y trotó por el pasillo. Agradeció porque este estuviese alfombrado, lo cual amortiguó la carrera hasta la puerta de su cuarto. Abrió de prisa e ingresó, dirigiéndose hacia la cama en busca del portátil.

"Ayer la vi, quise correr hasta llegar a ella, abrazarla, besarla, decirle que aún sigo enamorado, que volvamos a empezar y todos mis deseos y pensamientos se hicieron trizas. Alguien se detuvo a su lado, la besó en los labios y ella sonrió feliz y dichosa. Ante aquella escena, por fin mi corazón comprendió que debo arrancarla de raíz.

Me cansé de amarla.

Esbocé una sonrisa triste, di media vuelta y me marché sin rumbo fijo, sin mirar atrás.

//

Observé el reloj que cubría mi muñeca izquierda —un vetusto regalo que aún conservo en memoria de aquel amor—, dándome cuenta de que en dos horas saldría mi vuelo. Di un último vistazo al entorno, dibujé una sonrisa cargada de nostalgia porque en estas cuatros paredes se quedarán los mejores momentos que he vivido. Ellas me han visto reír, gritar, llorar, son testigos sordas y mudas de mis emociones, de mis sentimientos y así quedarán. Sacudí la cabeza, volviendo en sí. Solté un suspiro, agarré las maletas y salí del lugar del cual por tantos años... llamé hogar...".

Bostezó cansino y dejó de escribir. Cerró el portátil y lo depositó sobre la pequeña mesa redonda. Alzó la mirada y el panorama lo asombró.

La aurora se precipitaba, llevándose la leve oscuridad que reinaba sobre el mar. Admiró la gama de colores que se trazaban con delicadeza en el firmamento como si de un pintor del período romántico se tratase y estuviese plasmando sus sentimientos, exaltando la razón de ser, solo ahí, transmitiendo el misterio de la naturaleza, algo que jamás sería comprendido del todo por el hombre.

Grabó en su memoria todo el paisaje que poco a poco iba mutando y dando paso a los sonidos ordinarios de un nuevo día.

La magia acabó.

No sabía con precisión el nombre del lugar. Un detalle que pasaba desapercibido, si fuese realista. No le importaba. Lo único que sí lo hacía, era el hecho de que después de casi cuatro años... era libre.

(…)

Se removió en la cama, sintiendo un leve cosquilleo precipitarse por todo el cuerpo.

Posterior a varios intentos, por fin pudo abrir los ojos. Lo primero que captó fue su celular. Maldijo mentalmente cuando se percató del nuevo correo electrónico.

Estiró los brazos con toda la parsimonia, liberó un bostezo. Unos segundos bastaron y pudo sentarse en el lecho. De nuevo, sintió el mismo cosquilleo y supo que se trataban de las sábanas de sedas que rodeaban su anatomía de la cintura hacia abajo. Durmió solo en ropa interior.

Desbloqueó el teléfono, abriendo la casilla de mails y sí, como lo intuyó, era Odette.

Leyó un par de veces el mail. No le apetecía cumplir con el mandato de su editora que le exigía le enviase un borrador, no lo haría esta vez. Era su tiempo libre, sin obligaciones, sin plazo de entrega.

Todo atisbo de sueño terminó por abandonarlo cuando se dio cuenta de la hora. Las dos de la tarde. Soltó un par de improperios a nadie en particular y salió de la tibieza del lecho.

Posterior a realizar sus necesidades fisiológicas y una buena ducha, arregló su cabello frente al espejo y no, no quedaba como lo deseaba. Luego de batallar con sus hebras castañas, atusó lo mejor que pudo, pasando los dedos por ellas. Se encogió de hombros haciendo caso omiso a su vestimenta. Nada formal, solo una bermuda de jeans color hueso y una camiseta básica en tono blanco. En los pies, unas simples zapatillas de lona, ideal para los paseos por la pequeña ciudad.

Salió de la habitación y, mientras esperaba el ascensor, meditó sobre hacerse pasar por una persona muda. De solo imaginarse que tendría que hablar, le provocaba hasta terror. No cabía lugar entre sus planes conversar con las personas.

(…)

Visitó un par de librerías de la zona céntrica solo... por curiosidad. Ingresó a una de ellas. Todo marchaba de maravilla hasta que divisó la sección de novelas, algunos de sus libros se encontraban en los estantes. Lo que de verdad captó su atención fue notar a varias personas con ellos en mano, leyendo la contraportada. Con disimulo, como si fuese un ordinario cliente mas, caminó entre los estantes, buscando algo sugestivo que leer. Pasó por cada sección hasta llegar a Romance. Paró en seco cuando vislumbró un pequeño cartel de papel rosa, las letras en color negro siendo resaltadas por un color amarillo chillón, su última novela se encontraba agotada. Giró sobre sí, dispuesto a marcharse. Sin embargo, su intento de huida se vio truncada.

—Disculpe, ¿trabaja aquí? —Lo estaban confundiendo con un empleado—. Es que quería saber cuándo ingresaran nuevos ejemplares de la novela.

Contuvo el impulso de salir corriendo, eso se vería muy... inadecuado e inmaduro.

Carraspeó un poco, aclarándose la garganta. Ya había hablado mucho el día de hoy, aunque solo fue para ordenar comida en un restaurante.

—Lo siento —espetó neutro—. No trabajo aquí.

La mujer, de unos 40 años, tal vez, se lo quedó viendo fijamente. Se sintió como si lo estuviese analizando y no era en lo absoluto algo relajante.

—Oh, me disculpo con usted —profirió la señora, sin quitar la mirada de su persona—. Es que necesitaba el libro. Iba a ser un regalo. Mi hija tiene casi todas las obras de este escritor. Solo le falta la última novela, pero veo que se agotó, una pena la verdad.

Asintió, dio un paso hacia atrás y su espalda colisionó contra uno de los estantes.

Dio gracias (mentalmente) porque los libros no se le viniesen encima, hubiese resultado un completo bochorno.

Su semblante mutó a una gama rojiza, producto de la vergüenza. Sin acotar una sola sílaba, huyó de allí lo más rápido que sus piernas le permitieron.

(…)

Tres meses después.

Algo modificó en su rutina diaria. Si bien lo que prevalecía la mayor parte del tiempo eran sus viajes en tren y la necesidad latente de escribir, hubo algo en su última odisea que logró transmutar su hábito.

Vagó dentro de las memorias del pasado fin de mes.

Luego de unas cuatro horas de periplo, el tren llegó a su destino. Su ciudad, su hogar. Jamás hubo necesidad de llevar un gran equipaje, simplemente una pequeña maleta y el morral donde transportaba su infaltable computadora portátil. Abandonó la estación, dirigiéndose hacia la parada de taxis. Agradeció porque el encargado del apeadero lo conocía. No hizo falta dar su dirección, mucho menos pronunciar siquiera una palabra. El conductor sabía la trayectoria hasta su hogar.

Después de unos veinte minutos y de haber pagado, dejando una buena propina al chófer, llegó a su casa. Colocó la llave en el enorme portón negro, dispuesto a ingresar, cuando algo llamó su atención. Los vellos de sus brazos se erizaron en el momento en el cual logró ver como aquello se movía, pero todo rastro de susto o lo que fuese que sintió, se esfumó al percatarse de lo que en realidad había allí. Miró hacia ambos lados, buscando algún indicio de bullicio... Nada. Sus vecinos encerrados en sus casas, nadie más que él se encontraba afuera, en la calle, en la vereda. Se inclinó hacia la cosa, olvidándose por un instante de la maleta y agarró entre los brazos aquel bulto.

Su corazón se estrujó, sus ojos fijos en aquellos que lo miraban con un dejo de tristeza y abandono. A su mente y alma sobrevino el sentimiento de protección y sin medir sus actos, agarró de nuevo la maleta. Hizo malabares con las manos para que nada cayese al suelo, sería fatal si ocurriese.

Negó tenue con la cabeza y terminó abriendo, como  pudo, el gigantesco portón de entrada.

(…)

Se desplomó sin elegancia alguna sobre el sofá del living, luego de dejar una taza con café en la mesita. Vio de soslayo a aquella nimia silueta acercarse. Encendió el televisor, hizo zapping hasta dejar en un canal de noticias. Agarró la taza humeante e inhaló el aroma y bebió un buen sorbo.

—Ven aquí —musitó—. Ya has comido, así que hazme compañía un rato.

Una bola de pelos ébano saltó al sillón. Con elegancia, se posó sobre su regazo, haciéndose de inmediato una pelota pequeña.

Mαύρος —pronunció en griego—. Sí que has crecido.

Las yemas de sus dedos se pasearon por el lomo del gato quien, gustoso a las caricias, ronroneó.

La atmósfera de quietud se interrumpió por unos constantes toques en la puerta. Frunció el ceño y gruñó por lo bajo. Otro sorbo de café, dejó al minino en el sofá.

Con taza en mano y bufando cuantos improperios se le cruzase por la mente, se incorporó y caminó hacia la puerta.

Observó por la mirilla y maldijo a todos los santos, ¿qué hacía su editora en su casa? ¿Por qué sonreía como si fuese el mismísimo Cheshire? Inhaló y exhaló profundamente, tampoco podía hacer como si no estuviese, ¿o sí? Desechó la idea. Quitó el seguro y terminó abriendo.

—Liam, te tengo buenas noticias —profesó su editora e ingresó como si nada, pasando por su lado y yendo directamente al living.

Posterior a cerrar la puerta, con seguro y llave, caminó hasta donde se encontraba la fémina. Por supuesto, seguía desagradándole la idea de hablar, pero, después de todo, era Odette, con ella podía, mínimo, mantener una conversación decente.

—Se supone que aún estoy en mi descanso —espetó, sentándose, de nuevo, en el sofá—. ¿Por qué has venido y qué son esas buenas noticias?

—Tu libro, «Love and desire: it is not the same thing», será próximamente lanzado en tres idiomas distintos —bramó entusiasta—. ¿Te das cuenta de lo qué significa? —Negó tenue con la cabeza. La verdad era que le daba igual—. Que serás reconocido a nivel internacional, Liam. Tus libros alcanzarán otra cima, ¿no te emociona?

—Me da igual —Se encogió de hombros—. El merito se lo lleva William después de todo.

—Sí, por supuesto, como si William fuese otra persona —profesó Odette, haciendo una mueca con los labios—. Y dime, ¿cuándo podré ver y leer, aunque fuese un borrador, la novela que estás escribiendo? Sabes que es mi trabajo, así que...

—Pronto —añadió, interrumpiéndola—. Además, por si no te diste cuenta, es tiempo libre, sin presiones ni plazos.

—De acuerdo —Ella se rindió y él pudo sentirse, por ahora, tranquilo—. ¿Volverás a viajar el próximo mes?

—Por supuesto —afirmó, dejando leves caricias sobre el lomo de su mascota—. Y ya que has venido, tengo que pedirte un favor.

No estaba dentro de sus planes, pero, después de todo, la inesperada visita de su editora tendría sus beneficios. Para él, obviamente.

(...)

Los días transcurrieron calmos y por más que quisiese negarlo, se encariñó mucho con Mávros. No le terminaba de gustar la idea de dejarlo solo por unos días, aunque amablemente su editora accedió a cuidarlo. Confiaba en Odette, pero eso no le quitaba el hecho de sentirse preocupado por el minino. Por otro lado, hacía ya un mes que no salía de viaje y lo necesitaba.

La estación se encontraba bastante atiborrada. Personas yendo y viniendo como si estuviesen participando de un maratón. Un profundo suspiro escapó de su boca mientras caminaba hacia la boletería. Compró un boleto con destino al azar —siempre en primera clase—, no hizo falta hablar de más porque el señor, que lo atendió, reconoció su rostro y solo preguntó lo justo y necesario.

Arrastró la pequeña maleta hasta llegar al andén por el cual abordaría el tren. La sensación de libertad lo acaparó por completo; se sentía de una manera que no comprendía del todo. Una mezcla de ansiedad e independencia como si viajar fuese su vida.

Se sentía libre.

No espero mucho tiempo. Cuando se percató, ya se encontraba sentado cómodamente en uno de los asientos del ferrocarril. No supo si era el destino o vaya a saber qué, pero el vagón se encontraba desértico, brindándole la paz y confort que tanto deseaba.

Desplegó la mesita, colocando de inmediato el portátil. Se dejó llevar por lo que su mente iba hilvanando. Esta vez, el poeta interior nació y dejó que las ideas se formasen, dándole vida a los personajes, metiéndose en la mente, dejándose influenciar por ellos.

"Es triste darse cuenta de que todo no es como parece. La realidad me golpeó, quitándome las ganas de comenzar de nuevo. Un año, para muchos, es demasiado tiempo, pero, para mí, han sido doce meses llenos de torturas y recuerdos que quisiese borrar, pero soy consciente de que nunca lograré suprimirlos. Tengo que seguir con mi vida, así me costase mas lágrimas de dolor.

//

La ciudad de Nueva York resulta ser atemorizante para alguien quien se crió y vivió la mayor parte de su vida en medio del campo. Las primeras semanas fueron caóticas. Si bien domino el inglés y por ello debiese de resultarme más sencillo, aunque en parte lo es, es difícil cuando transitas por las calles y avenidas atestadas de personas, chocándose entre sí sin importar nada. Es como si a nadie le importase nada más que su propia vida. En parte es comprensible.

No me costó conseguir un empleo. De hecho, fue realmente sencillo al punto de no solo sorprenderme, sino de dejarme un tanto temeroso. No debiese de confiar tanto.

//

A pasado más de cinco meses y mi vida a dando un nuevo giro. Me han ascendido en el trabajo, ahora me desempeño como asistente personal de un prestigioso abogado. Alix Lewis, un hombre que apenas llega a los 35 años de edad, aun así, llegó a la cúspide del reconocimiento siendo un abogado —a mí parecer— muy joven. El trato con mi jefe es bastante peculiar. De hecho, me exigió que no lo llamase con el típico apelativo que todos utilizan para acaparar su atención o simplemente por costumbre, Dr. Lewis. Según él, no es un doctor ni mucho menos, sino un simple abogado. Me causa cierta gracias porque la manera en cómo se queja por ello pareciese ser la de un niño caprichoso.

Ayer me invitó a comer. Al principio me resultó raro, pero, luego, él me informó que deseaba mi opinión personal referente a un caso en el cual trabajaba desde hace un tiempo. No negaré que me alegró al punto de hasta gritar de alegría, aunque, por supuesto, no lo hice. He estudiado Derecho, pero la carrera no la pude concluir porque, bueno, pasaron otras cosas en el medio que deseo no recordar...".

Sintió la presencia de alguien acercándose, por lo tanto, se vio obligado a dejar de escribir. Cerró el portátil, sintiéndose frustrado y la inspiración seguía a flor de piel.

—Disculpe, señor, ¿puedo ofrecerle algo de beber? —preguntó alguien.

No deseaba nada, solo necesitaba tranquilidad. Negó con la cabeza, sin mirar a la persona, anhelando, mentalmente, porque se marchase. Lo hubo interrumpido y eso... lo enervaba.

Suspiró aliviado cuando escuchó los pasos alejarse. Abrió nuevamente su portátil y leyó el último párrafo, frunció leve el ceño, tratando de que las ideas se formasen con fluidez, no funcionó. Bufó por lo bajo, soltando cuantos improperios se le cruzasen por la mente y cada uno dirigido a la persona que se atrevió a molestarlo, ¿por qué justo a él? ¿Qué no había más pasajeros?

Su teléfono vibró sobre la mesita. Hacía unos minutos que hubo decidido darse un intervalo de descanso. No se sorprendió al leer el nombre de su editora como remitente.

Una imperceptible sonrisa, apenas un tenue elevamiento de las comisuras de sus labios, esbozó al ver la foto de su gato. Por supuesto, ni se molestó en responder. Después de todo, solo era Odette y ella no se encontraba en su lista de asuntos urgentes ni primordiales. Si bien le molestaba un poco que su editora fuese tan porfiada, él hacía caso omiso, por ahora. Luego se preocuparía por el plazo de entrega.

Guardó el teléfono en el morral, plegó la mesita. No le vendría mal levantarse y estirar las piernas.

Con la idea fija de caminar por el vagón desolado, se irguió, dirigiéndose en sentido contrario a la marcha del tren. Las ventanillas le permitían un excelente panorama del paisaje, campo y más campo. No tenía ni la más remota idea de cuál sería su destino. En realidad, poco y nada le importaba. Amaba viajar porque de ese modo se sentía libre y eso era lo único relevante. Todo iba bien, todo en su entorno lo relajaba.

Siguió desplazándose con pasos lentos y arrastrados como si a sus pies les constase moverse. Tampoco tenía prisa. Sin embargo, a causa de su dilación, algo chocó contra él y de inmediato quiso insultar a los cuatro vientos.

Justo cuando en su cabeza se pespunteaban posibles representaciones de un nuevo personaje, le ocurre esto. Obviamente, no dejó salir su voz, solo alzó la mirada para encontrar ese algo y el arrepentimiento cobró vida en su interior, abarcando cada fibra de su cuerpo.

—¡Oh Dios! Discúlpeme, señor —profirió el chico delante de él—. Lo lamento tanto, fue mi culpa por andar distraído.

¿De dónde conocía esos fanales color verde musgo? Esa voz, ¿la había oído antes? Trató de concentrarse en sus memorias, pero no tuvo suerte. Pese a ello, podía jurar que ya había visto al muchacho que se encontraba con atisbo de vergüenza delante de él, ¿debiese de decir algo?

Con disimulo, inhaló hondo, dándose la valentía de poder emitir palabra.

—No te preocupes —espetó neutro—. También fue culpa mía por andar desprevenido. Con permiso.

Giró sobre sí, dispuesto a olvidarse de la bochornosa situación. Necesitaba regresar a su asiento y volver a escribir.

—Señor, espere —Eso era exactamente lo que quería evitar—. Déjeme acompañarlo hasta su lugar y luego llevarle algo de beber. Cortesía de la casa, bueno, del tren, bueno, usted me entiende, ¿no?

Nunca en su vida quiso reír como en este preciso momento, ¿qué le pasaba al chico?

De por sí, el tono de su voz no lo favorecía —adusta y algo cavernosa— y para colmo, habló tan de prisa que no se percató de lo que decía.

Frunció los labios porque, bueno, no quería delatar la sonrisa que se precipitaba por dibujarse. Volteó apenas la cabeza, fijando sus ojos en aquellos fanales color verde musgo que lo observaban expectantes. Se apiadó del pobre chico.

—Está bien, puedes acompañarme —acotó y comenzó a caminar rumbo a su asiento.

—Gracias, señor —Asintió—. Por cierto, sé que no le importará, pero quiero presentarme. Mi nombre es Dominic Ricci, me desempeño como camarero y esporádicamente como auxiliar de servicios —enunció el muchacho.

Asintió de nuevo. Por supuesto, no le era en absoluto relevante tal información.

Lo primordial, para él, era volver a su lugar, a su espacio junto al portátil y que lo dejasen en paz, pero por alguna extraña razón, anotó en su mente el nombre del chico. Quizá le sería útil para dar vida a un nuevo personaje. 

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