Pecados ajenos
Pecados ajenos
Por: Jaime Garza Autor
GRACIAS

I

Invierno, 1990.

¿Qué otra cosa puede salir mal?, pregunta Soledad para sí mientras camina sigilosamente por el angosto y eterno callejón que la conduce hasta el trabajo.

No ha sido un buen día. Creyó que era domingo; es lunes. Por eso despertó a las cinco con cuarenta y siete de la mañana y no a las cinco en punto. Entra a las ocho, mas la estación de metro donde labora queda del otro lado de la ciudad.

Para no acabarse el sueldo en camiones, solo toma uno, baja en Diez de mayo y anda durante más de cuarenta minutos. Ahora debe correr, sin embargo. Porque son las siete con cincuenta y ocho y el jefe comienza a descontar desde el primer minuto.

—Perdóneme —dice al entrar a la estación. Se me hizo tarde.

—Son las ocho con cuatro, Soledad. Es la tercera vez que sucede en lo que va del mes.

Se equivoca. Jamás ha llegado tarde. La confunde con Lu, que también tiene ojos verdes y piel morena. Soledad, no obstante, lleva el cabello recogido y Lu casi siempre lo trae suelto; a la altura del hombro.

—No volverá a pasar.

—Claro que no volverá a pasar. Una más y te vas.

—Entendido.

—Ponte a trabajar.

—Entendido.

Deja el pesado bolso sobre el escritorio y busca las llaves del cuarto de archivo. Torpe y ágil a la vez, como solo ella lo sabe hacer.

—¿Cómo lo aguantas? —pregunta Ruby apenas el estirado y alto del patrón abandona la oficina con poco de ancho; menos de largo.

—No tengo otra opción.

—No es el único trabajo del mundo.

—Tampoco es como que una niña de quince años tenga muchas opciones.

—Deberías enfocarte en tus estudios.

—Y la presidenta debería cumplir con sus promesas de campaña, o cuando menos dejar el cargo al finalizar el sexenio, como Dios manda. En cambio amenazó con reelegirse. ¿Qué te digo? La vida no es color de rosa.

—¿Qué buscas?

—Las putas llaves.

—Tranquila.

—¡No están por ningún lado!

—Déjame ayudarte.

—No, gracias.

—Estás revolviendo todo, Soledad.

—Tengo perfectamente ordenado mi desorden.

No miente. Por eso lo de ágil y torpe. Anda a mil por hora, lanza esto por aquí, aquello por allá. Deja caer casi todo, menos lo que no debe caer. Ejemplo: si en su búsqueda se le atraviesa un vaso de vidrio y un tenedor de plástico sucio, arruinará el tenedor, pero el vaso quedará intacto.

—¡Pinche Carlos! —grita y lanza al piso las llaves de su hermano.

II

Verano, 2011.

—¿Cero?

—Es la propuesta más estúpida que he leído.

—¡Dijo que podíamos proponer lo que quisiéramos!

—También pedí que fueran realistas.

—Lo fui.

—Planteas imposibles. Derechos humanos jamás lo permitiría.

—Consideré un argumento para ellos.

—Lo sé; apartado dos, línea seis.

—¿Y?

—Es la propuesta más estúpida que he leído.

Fausto se cruza de brazos. Aprieta los labios intentando contener la ira, mientras el profesor Hurtado parece disfrutar de la humillación.

—¿Qué pasa? ¿Al fósil del salón le calan las verdades? —pregunta en una risotada burlona. Deja entre ver el colmillo de oro.

—¿Cuál es su puto problema?

—Cuidado con las palabras.

—Cuídese usted, hijo de puta. Ojalá la bala le hubiese reventado el cerebro.

Se refiere al atentado que sufrió a inicios de los dos mil, cuando todavía ejercía como jurista en los tribunales. Apareció en los periódicos y le dieron múltiples reconocimientos. Un poco por lo mediático que resultó el caso, otro tanto porque supo rodearse de gente correcta. O incorrecta, pero que igual le dio acceso a ciertos privilegios.

Lo cierto es que si la camioneta negra hubiera cerrado el paso de cualquier abogado de oficio, o bien, de un abogado poco reconocido, o incluso de un juez o magistrado no tan bien amistado como él, las tapas de los periódicos habrían respetado al campeón del torneo de fútbol (como acostumbran), y no a un gordo baleado en medio de la nada.

—¿Sabes que puedo tomar esto como una amenaza, tarado?

—Quizás lo sea.

—¿Tú? ¿Una amenaza para mí? ¡Ni volviendo a nacer, pendejo! Te doblo la edad.

—Y el peso.

—¡Te me largas ahora mismo!

—¡Con gusto!

Fausto cierra la libreta, guarda sus cosas. Se pone de pie y seis pasos después está frente a la puerta. Los otros diez… trece compañeros lo observan como a alguien que ya murió, mas nadie le avisó. Un poco le envidian la suerte, claro. La valentía, capaz. Todos querían cantarle sus verdades a ese gordo calvo de piel tostada y bastón en mano. De sesenta y algo… de sesenta y nada. Porque apenas Fausto abandona el salón de clases y Hurtado cae abatido por un infarto fulminante.

III

Primavera, 1972.

Muerte. Lalito. Solito. Tres palabras pronunciadas en orden distinto, por personas diferentes. El sentir es el mismo, sin embargo. Todos sueltan consuelo con la mirada clavada en el techo, como pidiéndole razones a Dios o al suelo, recurriendo al ángel caído ante la negativa del Divino.

—¿Cuántos años tienes, hijito?

—En once meses cumplo trece.

—Tienes que ser fuerte. A mami…

—¿Quiere dejar de hablar en diminutivo?

—Lo siento. Yo…

—No soy Lalito. Soy Eduardo. Eduardo Saldívar. Y dejen de aparentar que nada sucede. Papá y mamá murieron. Se cayó el helicóptero en el que viajaban. Es una mierda, sí. Pero es lo que es. ¿Qué va a pasar conmigo? Mejor le pregunto: ¿ustedes me van a recibir en su casa?

—Hijo, nosotros…

—Tienen cuatro hijas. Lo sé. Dos de ellas bebés, las otras bien entradas en la adolescencia. Mi tío trabaja como taxista. Es una labor digna, mas no da para alimentar otra boca.

—No quise decir eso.

—¿Entonces? ¿Puedo mudarme con ustedes?

La tía Gertrudis permanece callada. En otras circunstancias. Si la ocasión no fuera el velorio de su hermana, le habría molestado la altanería del caballerito de poca edad y corta estatura. Amplio vocabulario, considerando que no va al colegio.

Pero el hubiera no existe. Su hermana y su cuñado, con solo treinta años vividos, fallecieron hace un par de días a causa de un accidente aéreo. Los restos del hombre no fueron encontrados, sí las suficientes señales como para medio asegurar que murió. O al menos eso dijeron las autoridades. De Mariela, en cambio, encontraron un brazo por aquí, una pierna por allá. La mirada suplicante incrustada en un arbusto y el tronco desmembrado cual res en carnicería. Un poco por el impacto. Otro tanto porque los animales de la zona no perdonan.

—Con eso lo dice todo. Pierda cuidado. En su lugar ni siquiera me habría presentado.

—Era mi hermana.

—Y se odiaban.

—Claro que no.

—No se desgaste, tía. En serio. Capaz acaba por convencerme, mas usted conoce la verdad. Sabe que, si bien no quería que mamá muriera, tampoco le daba mucho gusto que viviera como vivía.

—Eres muy grosero.

—Sí. Y puedo ser peor con la gente que lo merece. Pasa que usted no es de esas personas. Mamá era la mala, y mire que no estoy siendo sarcástico.

Gertrudis siente el correr de sus lágrimas sobre las mejillas; menudo resbaladero que le purifica el alma y le repara el corazón. Su sobrino tiene razón. Ella tuvo errores, sí. Pero Mariela fue la desagradecida. Murió de la peor manera, y aunque jamás le deseó algo así, al recordar el momento preciso en que la familia se echó a perder por culpa de la malcriada de la casa, entra en debate sobre si merecía o no tan terrible desenlace.

IV

Invierno, 1990.

—¡No te desquites con tu hermano!

—¡Por su culpa me corrieron del trabajo!

—¡Ya se disculpó contigo!

—¿Qué mierda hacía en mi bolsa?

—Te digo que…

—¡Tú ni me hables! Sé perfectamente por qué lo hiciste.

Soledad tiene razón. Lo de Carlos no fue un error, sí un ajuste de cuentas. Hace un par de días lo vio en el parque central con una chica. Él tenía novia. Soledad la conocía de nombre, mas no en persona. Supuso que era ella y la saludó.

¿Minerva?

Preguntó sin intención de boicotearle la relación al hermano. Resultó que no. Que no era Minerva. Que era una sin nombre con la que pretendía salir un par de veces, a la tercera acostarse con ella y después desaparecer. La muchacha se fue apenas se enteró de la situación.

—¡Pudiste aventarme una señal! No sé, fingir que lo de Minerva era un chiste local. ¿Cómo iba a saber que…?

—¡No me voltees las cosas! No debiste mentar el nombre. Era completamente innecesario.

—Ya te pedí disculpas.

—Pues no las acepto.

—Muy tu problema.

—Me la vas a pagar. Te juro que me la vas a pagar.

Mara es madre de ambos, pero parece querer más a Carlos. Soledad culpa a los tiempos. Él nació cuatro años antes, fue el primero… el deseado. Ella el accidente… por quien tuvo que abandonar el trabajo cuando mejor le iba.

También está la otra vertiente. Que Carlos es blanco y de ojos color miel, como Mara. Soledad, en cambio, es morena y de ojos verdes. No atiende cuestiones netamente raciales, más bien tiene que ver con el hecho de que la hija es el vil retrato de aquel hombre que algún día fue a la tienda por cigarros y no volvió más.

—Eres idéntica a tu padre.

Concluye Mara, como leyéndole el pensamiento.

—Los odio.

—Qué triste. Ve a dormir, que mañana te levantas temprano.

—¿Para qué? La bromita de tu hijo me dejó sin quehacer.

—Vas a darte de baja en la escuela. No pienso gastar un peso en tus tonterías.

—¡Pero el curso empieza hasta dentro de un mes! Puedo buscar trabajo.

—¿Y si no encuentras?

—Encontraré.

—Nadie contrata en estas fechas. Menos a mocosas inútiles como tú. Mañana te das de baja. No está en discusión.

Soledad abandona la cocina y se encierra en el cuarto. El piso es pequeño. Da gracias por eso. De vivir con la abuela, tardaría más en largarse de Mara y de Carlos. Tendría que recorrer el extenso pasillo, cruzar la sala… el comedor. Subir las escaleras centrales para dar con su habitación. Peligro y en el trance se le acababan las lágrimas. En cambio el departamento tiene todo a la mano. La cocina, el baño y la sala están a tres suspiros. ¿Comedor? Familias cortadas no tienen derecho a uno.

—No quiero batallar en despertarte, Soledad. Mañana a primera hora…

—Mañana a primera hora me vuelvo una mediocre como tú.

En vano pone seguro a la puerta. Sabe que su madre tiene llave. Un minuto después, también en acto superfluo, utiliza como escudo sábanas ligeras y viejas. El impacto de la chancla igual duele hasta la médula. Un poco por la fuerza de Mara. Otro tanto porque a la herida externa se le suma la interna.

V

Verano, 2011.

—¿Y cuál fue la propuesta?

—Control de natalidad.

—¿Sigues con eso?

—Le di un enfoque distinto. No solo plantee un hijo por familia. Ahora…

—¿Permitirás dos?

—Hasta siete. Siempre y cuando puedan ofrecerle una buena calidad de vida. Digna, cuando menos.

—¿Le estás poniendo precio a la familia?

—No se trata solamente de dinero. Puedes tener millones en la cuenta, pero si no tienes tiempo para atenderlos, o no estás facultado mentalmente…

—¿Facultado mentalmente?

—Me refiero a…

—A lo que te refieras, Fausto. Por Dios.

—¿Qué?

—Madura. Tienes veinticinco años. Planeamos tener un hijo, y tú…

—Y yo sigo sin poder graduarme.

—Sabes que ese no es el problema. Llevas siete años en la carrera. Son muchos, sí. Debiste graduarte como yo en el 2009, también. Mas eso no me jode. Sé que la has remado duro. Que la tuviste más complicada que el resto de la generación. Pero ya estás muy cerca, y las trabas te las pones solo. Te hace falta brazo izquierdo.

—Hipocresía, querrás decir.

—¿Me consideras hipócrita?

—Prefiero no responder.

—¿Me estás jodiendo?

—Perdona, cariño. Entiéndeme.

—¿Que te entienda? Llevamos siete años juntos, Fausto. Y desde el principio no he hecho otra cosa más que apoyarte… entenderte.

—Yo…

—Pero todo tiene un límite.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Te amo. Eres una persona increíble. Fuiste el mejor novio, mas hace un par de años decidimos casarnos y sigo sin ver en ti a un esposo.

—¿Me estás dejando?

—Quizás lo mejor sea darnos un tiempo.

—¿Por lo de Hurtado?

—Por nosotros, Fausto. Me va y viene la muerte de ese señor. Igual nadie lo quería.

—¿Entonces? Ésta discusión empezó por lo de la tarea.

—La tarea es lo de menos. Lo que me disgusta de ti es la forma en la que te conduces por la vida. Pareciera que te quedaste estancado en los veinte, cuando…

—Cuando murieron mis padres.

—Y cuando pusiste el salón de fiestas. ¿Qué pasó con ese Fausto?

—Su esposa quiere dejarlo.

—Hablo en serio. ¿Qué pasó con ese hombre que se las arreglaba siempre para salir bien librado?

—Comenzó a ser auténtico. Se amputó el brazo izquierdo, para que entiendas.

—No lo tomes a mal.

—Lo tomo como es. Y pensándolo bien, creo que tienes razón. Necesitamos separarnos.

—Es lo mejor para…

—Quiero el divorcio.

Mercedes pudo decir mucho. Que lo amaba hasta la médula, por ejemplo. O que no debían terminar así. Enfriar el tema, neutralizar la ocasión. En cambio calló. Vio a Fausto directamente a los ojos, como esperando que esas lunas grises los rescataran del abismo. Nada pasó. Tomó la bolsa, dio la media vuelta y partió. Abandonó la pieza sin pactar fecha para recoger sus cosas; menos para negociar quién se quedaría con la casa financiada a sudor y moneda de ambos. Ya habría tiempo para eso. Entonces lo que quería era salir de ahí. En parte para pensar cómo una simple tarea influyó en la muerte de un sujeto… en el fin de su matrimonio. En otra para llorar. Soltar lágrimas ahogadas.

VI

Primavera, 1975.

La muerte de sus padres trajo cambios drásticos a la vida de Eduardo. Cogió fobia a los aviones, por ejemplo. De los helicópteros ni hablemos. Soñaba con convertirse en piloto; tuvo que cambiar de fantasía. Aprendió a cocinar lo indispensable para no morir de hambre. Cereal como desayuno, huevo para almorzar. Sopa a la hora de la comida, fruta picada antes de dormir.

No faltó más a la escuela. Un poco porque en el orfanato lo obligaban a asistir, otro tanto porque las clases de Historia despertaron en él un genuino interés. No así los números. Por eso cada jueves, cuando el curso implicaba horas exhaustivas de matemáticas, física y química, fingía dolor de estómago. En ocasiones los del instituto le creían y le perdonaban la ida al colegio. En otras no, pero hacían como que sí. La mayoría de las veces, no obstante, le ensartaban cualquier pastilla y lo obligaban a cumplir con sus deberes. Capaz el karma de jugar con la salud se habló de a tú con la negligencia clínica de los directivos, y por eso ahora padece gastritis.

Al orfanato llegó una semana después de la muerte de sus padres. Gertrudis consideró irresponsable el modus operandi de las autoridades; igual jamás pasó por su mente darle techo a su sobrino. Eduardo se quedó en lo de un amigo. Ahí perfeccionó lo que sabía del cereal con leche, aprendió a cocinar los huevos menos estéticos del mundo, sopa sin que en acto dantesco el agua se incendiara, y picó fruta sin abrirse los dedos. Todo eso lo solía hacer Carmen: la muchacha de amplias caderas y rizos alborotados que ayudaba en casa. Ahora él era quien ayudaba en otra casa. Diminuta en comparación con la suya, dicho sea de paso.

—La siete es la que te queda más cerca —agrega una mujer de voz atabacada y rostro maltratado. Es blanca y de ojos oscuros, aunque detrás de esa ventanilla Saldívar solo aprecia a una persona robusta; carcomida entre las sombras de la burocracia.

—Está bien.

—¿Modalidad tradicional?

—¿Cuál es la otra?

—Manejamos un sistema especializado. ¿Te gusta alguna materia en particular?

—Historia.

—Puedes tomar la especializad en Humanidades.

—¿Eso no tiene que ver con el cuerpo?

—No. Se enfoca en Ciencias Sociales.

—También me gusta eso. Y Cívica. Biología no me gusta, pero…

—El detalle es que aún no da para abrir grupo. Puedes venir la semana entrante. Capaz se suman algunos.

—¿Cuántos necesitan?

—Mínimo quince.

—¿Y cuántos llevan?

—Contigo son… uno, dos, tres… ah, no. Ella se dio de baja. Él también. Uno… uno…

—¿Solo soy yo?

—Creo que sí. Igual las inscripciones apenas comienzan.

—Creo que podría traerles a algunos cuantos —dice pensando en los chicos del orfanato.

—Te lo agradeceríamos mucho.

—Haré lo posible.

—Que tengas suerte

No creo en la suerte, quiere decir. Gracias, suelta. Después da la media vuelta y la respiración se le entrecorta. La culpa es de una chica que le resulta estúpidamente guapa.

VII

Invierno, 1990.

Soledad abandona el piso cerca de las once y quince de la noche. La humedad de su piel entra en contacto con los pocos grados centígrados que congelan la ciudad. ¿Ocho? Menos. ¿Cinco? Más.

—¿A dónde se dirige? —pregunta el taxista.

—A la estación veintisiete, por favor.

—No voy para allá.

—¿Perdón?

—Es peligroso.

Soledad lanza los ojos arriba. Intenta abrir la puerta.

—Está atascada.

—Solo abre por fuera.

—¿Puede abrirme?

—Claro. Son quince pesos.

—¡Pero no me llevó a ningún lado!

—Justo por eso. No la llevé a ningún lado. En ese tiempo perdido pude subir a alguien que fuera a donde sí lleguen los rezos.

—No pienso pagarle.

—No pienso bajarla.

—¿Está bromeando?

—¿Me ve cara de payaso?

Sí, quiere responder. Pero incluso en el enojo entiende que aquello sería una pésima idea. Además, el hombre no tiene cara de payaso. Sí de chimpancé con esa barba que prácticamente le cubre el rostro; barriga a dos centímetros del claxon.

—Aquí tiene —dice. Pone una moneda de diez y otra de cinco en la mano escarpada del sujeto.

—Que tenga buena noche —agrega mientras Soledad cierra la puerta.

VIII

Las calles taciturnas, una ligera llovizna amenaza con bajar aún más la temperatura. Son las doce con cuarenta y siete de la noche… ¿o ya es madrugada?, cuando Ruby y Soledad arriban a la estación.

—¿En serio pensabas venirte caminando?

—Iba a esperar otro taxi.

—De noche nadie viene para acá.

—No estaba enterada.

Ruby es de esas personas que aparentan más edad de la que tienen. No hablamos del metro setenta de estatura, tampoco de la cara larga ni el cabello entrecano a sus apenas veintisiete años. Nos referimos a la forma de conducirse por la vida. La protección ofrecida a sus semejantes, sobre todo si los calcula vulnerables.

—Afortunadamente te encontré. Intenté llamarte, pero…

—¿Qué crees que quiera?

—Ni idea.

—Creí que era para lo de mi liquidación.

—Como si esas cosas sucedieran —concluye Ruby mientras hace sonar el timbre. Adentro se escuchan algunos pasos; voces lejanas.

—¿Crees que haya sido buena idea? —pregunta Soledad.

—¿A qué te refieres?

—A esto. Es media noche; estamos solas.

—El año pasado ocurrió igual. Nos llamó de urgencia, sin decirnos nada.

—¿Y?

—Acabamos envolviendo regalos para su familia.

—¿Crees que otra vez sea para lo mismo?

Formula una respuesta. Algo que vaya más allá del simple: y logre tranquilizar a Soledad. De pronto un duro golpe en la nuca la manda a descansar.

—¡La mataste! —grita un tipo barbón… de barriga abultada. Tiene las manos ásperas. Soledad lo sabe porque hace un par de horas se montó en su taxi.

IX

Verano, 2015.

Resulta que Hurtado no murió por obra y gracia del Espíritu Santo. O tal vez sí, pero con ayuda de gotas asesinas previamente colocadas en su taza de café.

Fausto, como uno de los tantos alumnos liados con el profesor de Constitucional, habría sido, cuando menos, interrogado por los detectives encargados del caso. Más si sumamos que con él Hurtado tuvo su última discusión, misma que desembocó en una suerte de amenaza.

Sin embargo, un poco para no meterse en líos, otro tanto para configurar a cabalidad el crimencito, sus compañeros decidieron no contar lo del pleito. Los detectives, por su parte, compartieron la mitad de su sueldo con el médico forense, a fin de que el dictamen dijera: paro cardiorrespiratorio, no: intoxicación digitálica.

Si bien hubiese salido limpio del asunto, el trago amargo lo habría pasado. Y de otro igual o peor se libró a finales de ese mismo año…

—Si sigues con lo del divorcio… —hipo repentino le traba el habla—, te mato.

—No digas estupideces, Fausto.

—Ya te dije. Si no eres mía, no serás de nadie.

—¿Me estás amenazando?

—Tómalo… tómalo como quieras.

—Estás borracho.

—No te interesa.

—¿Sabes que puedo denunciarte?

—¿Y por qué no… —otra vez el hipo—, por qué no lo haces? Igual me dejarás sin nada.

—El abogado dice que…

—Lo que diga el abogado me tiene sin cuidado. ¿Te coge rico?

—Eres un pendejo.

Afortunadamente, para Fausto, Mercedes colgó el teléfono y tomó aquello como una mala pasada. Tampoco puso al tanto de la situación a su abogado. La habría convencido de que expusiera lo ocurrido ante el juez. Los bienes ya los tenía en la bolsa, Mercedes estimó rudeza innecesaria montarle un cargo penal.

Con el corazón roto e ideas a luz del fuego, Fausto tomó malas decisiones. Dejó la escuela… quebró el salón de fiestas. Hoy trabaja en una tienda de autoservicio y se permite lujos de tercera mano a costa de vender tabaco a menores; alcohol fuera de hora.

Está por cerrar los ojos y encontrarse nuevamente con Mercedes. Pedirle perdón, prometerle que cambiará. Ponerse a la altura de sus muslos y recibir lo mejor de ella. Besarla. Aprovechar cada instante de su segunda oportunidad. En eso un hombre robusto, de piel aperlada y altura infinita, lo devuelve a la realidad.

—¿Es usted Fausto Escalante?

—Depende de quién me busque y para qué —responde en un intento burdo por restarle tensión a la ocasión.

—Te busca la policía, y mejor que nadie sabes para qué.

—¿Y si me da una pista?

—El asesinato de Mercedes Rojas.

X

Primavera, 1975.

Eduardo vuelve a la Dependencia una semana después. Se acerca a la ventanilla y saluda sonriente mientras busca algo en la mochila. La del otro lado atiende de inmediato. Saldívar halla un sabor dulce en el timbre de la empleada, como si amara trabajar diez horas diarias a cambio de cualquier cosa por encima del mínimo y un par de prestaciones decorosas.

—¿Cuál es tu nombre?

—Eduardo. Eduardo Saldívar.

—¿Ya habías venido antes? —pregunta la mujer. Susurra el nombre de Eduardo en repetidas ocasiones, al compás del cambio de hoja.

—Sí. Vengo a…

—A lo de Humanidades, ¿no? —agrega victoriosa. Como si dar con el informe antes de que Eduardo se lo dijera le aumentara un par de cifras al cheque quincenal.

—Ajá.

—Lo siento. Pero solo se inscribieron cuatro.

—¿Entonces?

—Está la tres y la uno.

—¿Cuál es mejor?

—La tres. Pero el campus queda bastante lejos. ¿Vives cerca?

—Algo así —responde agachando la mirada. Vacila entre usar y no la baraja del orfanato. El orfanato no queda muy lejos, pero el transporte no nos lleva a cualquier parte. Con apuro estoy aquí.

—¿Orfanato?

—Sí.

—Dame un momento.

La chica que está bien entrada en los veinte (pero aún le faltan años para llegar a los treinta), revela su falta de experiencia como funcionaria pública. Va con la jefa directa y la pone al tanto de la situación. La mujer, polo opuesto, ahoga insultos en perjuicio de la muchachita rubia y de ojo celeste que prácticamente le implora una buena plaza para Eduardito (como ya le dice sin siquiera conocerlo), o algún subsidio para el trasporte. Cualquier cosa que al niño no le quite las ganas de estudiar. Al final cede. Un poco porque no le conviene negarle algo a la amante en turno del Secretario de Educación Pública. Otro tanto porque el gesto es bueno, y en épocas de elecciones estos detalles marcan diferencia.

—Adivina —suelta contenta.

—¿Perdón?

—¡Abriremos grupo de Humanidades!

—¡Genial! ¿Y en dónde será?

—Esa es la mejor parte. Por ser una excepción, los acomodaremos en el campus que mejor les convenga. Hay muchas materias de tronco común. Todas esas las llevarás con los de Biología, Ciencias Exactas o Tradicional, según corresponda, y las optativas las tendrás aparte.

—Estupendo. ¿Qué es lo que sigue?

Eduardo recibe una serie de información importante. No presta atención, sin embargo. Queda anonadado con la persona que se suma a la fila de dos. De cabello castaño y mirada de: no rompo un plato, sino mil. Igual le entran ganas de romperlos junto a ella. El sol de primavera tiende a ser el favorito de la gente, mas a la chica parece molestarle. Frunce el par de cejas gruesas, Eduardo la encuentra aún más bella. Suelta una sonrisa rara. Más del gremio del enojo que de la felicidad. Se le forman pocillos en las mejillas y Saldívar… Saldívar simplemente se da por vencido.

—¿Y? —pregunta la de ventanilla.

—¿Perdón?

—¿Qué campus tomarás?

Eduardo voltea con la chica y pregunta sin reparar en lo ridículo que pueda sonar.

—¿A cuál vas tú?

—¿Perdón?

—¿A qué bachillerato vas?

—Ni idea. ¿Se abrió Humanidades?

Saldívar esboza la sonrisa más grande y pura de todos los tiempos. Agradece al de arriba por ponerle nuevamente en el camino a esa niña de metro y poquito, alarmantemente delgada y hermosa. Hace una semana la vio, mas no fue capaz de intercambiar palabras con ella. Entonces llevaba vestidito amarillo, apenas arriba de la rodilla. Hoy trae vaqueros ajustados y blusa café. Igual de linda. Un tanto más perfecta.

—¿Cómo te llamas?

—Luisa.

—Inscríbeme en lo de Luisa, por favor.

XI

Invierno, 1990.

—¿Dónde estoy?

La pregunta la hace Soledad, que está atada a pies y manos en una silla de madera. Parpadea mil veces por segundo. El entorno tarda en clarificarse.

—¿Dónde estoy? —vuelve a preguntar, pero los cuatro sujetos permanecen callados. Pasan frente a ella, mas no voltean a verla.

—¿Alguien tiene hambre? —pregunta el más joven de los ahí presentes.

—¿Dónde carajo estoy?

—Yo —dice el más viejo.

—También yo —agrega el más gordo.

—Yo desayuné tarde. Vayan ustedes —concluye el delgado.

Soledad intenta gritar, pero la voz queda atrapada en un hilo casi inaudible. El gordo, el viejo y el joven se van. Acaba a solas con el flaco, que suelta como si dijera que allá afuera hace frío o que el campeón del torneo pasado se cae a pedazos…

—Estás secuestrada.

—¿Perdón?

—Descuida. No va a pasarte nada. Según entendí no tienes dinero.

—No. No tengo. ¿Quién mierda eres?

—Uno de tus secuestradores.

—¿Y Ruby? ¿Qué le hicieron a Ruby?

—Murió.

—¿Qué?

—A Gordo se le pasó la mano. La idea era…

—¡Sáquenme de aquí!

—Ni te desgastes. Nadie va a escucharte.

—¿Y el otro sujeto?

—¿Quién?

—El taxista.

—Ah, también murió. A él sí quisimos matarlo.

—¿Él me entregó?

—¿El chango ese? Para nada. ¿Lo conoces?

—Iba a traerme hasta acá. Pero dijo que no venía… que porque era peligroso.

—Pues no se equivocó.

—¿Qué le hicieron?

—Le pegamos un tiro en la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque sabía demasiado. No podíamos correr el riesgo de que nos delatara.

—¿Qué van a hacerme?

—Ya te dije que nada.

—¿Entonces?

—Te confundimos con alguien más… también de la estación.

—¿Lu?

—Ella. Igual también nos sirves.

—Te juro que no tengo dinero.

—Pero tienes un hermoso cuerpo.

—¿Qué?

—En su momento lo entenderás.

—¡No te vayas!

El tipo da la media vuelta y deja a Soledad en estado de shock. Intenta darle orden cronológico a las cosas. Todo comenzó por la mañana de… ¿hoy?, ¿ayer?, ¿antier? Da lo mismo. Carlos intercambió las llaves y el chiste provocó que la despidieran. Se fue a casa, discutió con su familia. Estaba a punto de dormir cuando recibió una llamada de su ex jefe.

Pudo negarse. Ya no era más su empleada. Igual no podía dormir, y la esperanza de recibir cualquier cosa a modo de liquidación le pareció argumento suficiente para acatar la orden.

No le avisó a su madre. Las pastillas la desconectaban durante horas. Pensaba decirle a Carlos, pero no lo vio por ningún lado. Igual no creo tardar, calculó. Después paró a un taxi y no la llevó. Aún así le cobró quince pesos. Iba a caminar hasta la estación, en eso Ruby la vio andando entre cuadras y le dio un aventón. Llegaron, platicaron un rato. Timbraron y de la nada un tipo golpeó a su amiga, después disparó en contra del taxista que Soledad vio dos horas antes.

A ella la durmieron poniéndole algo en la boca. Alcohol, estima. Abre los ojos y está en lo que parece ser una bodega solitaria y congelada. Querían secuestrar a Lu, dijo el sujeto. Que no le pasaría nada, agregó. Mas antes de salir de la bodega mencionó que tenía un hermoso cuerpo, que en su momento entendería algunas cosas. ¿Entender qué? ¿En qué mierda estoy metida?, pregunta para sí. Luego parte en llanto.

XII

Verano, 2017.

El cuerpo sin vida de su hija tendido en el piso. La alfombra bañada en sangre… herramientas de tortura. Su mujer llorando desconsoladamente; juguetes regados por doquier.

Pudo no tomar el caso, atender el consejo de sus colegas. En cambio aceptó. Metió las manos a la lumbre y pagó de la peor manera. Le mutilaron la familia. Le arruinaron la existencia. Que los responsables murieran tras las rejas no le regresaría a su hija ni le enmendaría el matrimonio, mas representaría algo frente a la memoria de Marisol. Su muerte, al menos, salvaría a otras niñas de ese par de sicarios. Jamás imaginó, sin embargo, que esos miserables contratarían los servicios del Diablo.

—¿Cuál es su nombre?

—Humberto.

—¿Humberto qué?

—Humberto Rojas.

—¿Con quién viene?

—Fausto Escalante.

—¿Parentesco?

—Cuñado… ex cuñado.

—¿Por parte?

—Estaba casado con mi hermana.

El tipo que lo recibe no se caracteriza por ser muy inteligente. Acabó de policía porque en la Facultad de Derecho no libró el primer semestre. Demasiado torpe para manejar una patrulla, falto de neuronas para trabajar con expedientes. Es hijo, no obstante, de alguien influyente. Por eso la Comisaría le da un buen cheque cada quince días a cambio de poco… a cambio de nada.

Si el referido tuviese dos dedos de frente, abriría los ojos como platos. Si a la astucia le agregamos curiosidad o imprudencia, de pronto hasta le pregunta qué hace visitando al asesino de su hermana.

—Pase —dice.

—Gracias —responde.

XIII

Primavera, 1977.

Luisa y Eduardo acabaron el bachillerato hace un par de semanas. Saldívar sigue gustando de ella como desde el primer día. La chica, en cambio, a menudo se pregunta si el joven de metro y nada, cabellera ligera y amarillenta es lo que quiere para su vida.

El corazón dice que sí; la razón apela tal decisión. Le gusta, no obstante. Aunque la piel transparente tenga sabor a nada y las ojeras extendidas le arruinen la mirada. Tiene ojos verdes y de buen tamaño. Serían lindos si no estuvieran siempre alertas… siempre pretensiosos.

—¿Y?

—¿Qué?

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué voy a hacer de qué?

—Con Eduardo.

—¿Qué con él?

—Luisa…

—¿Qué?

—Podemos acabarnos el día. Por mí no hay problema.

—¿Qué quieres que haga?

—¿Qué quieres hacer tú?

—Estar contigo.

—¿Y Eduardo?

—Entiéndeme. Soy lo único que tiene.

—¿Y por eso te arruinarás la vida?

—Tampoco es tan malo.

—¿Y yo se supone que debo dar brincos de alegría por eso?

—No seas celosito, cariño. Sabes que te quiero.

—Y también a Saldívar.

—Es diferente.

—Claro. Él es tu novio, y yo…

—Tú eres el amor de mi vida.

—Una vida caducada, será.

—Te prometo que lo voy a dejar.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—Llevo medio año esperando a que eso suceda. ¿Crees que es muy bonito verlos juntos?

—Yo sé que no, cariño. Pero…

—Pero nada. La fiesta de graduación es en quince días. Tienes hasta entonces para terminarlo.

—¿Si no qué?

—Si no…

—Solo deja que se vaya de intercambio. Estando allá le envío una carta.

—¿Por qué no se lo dices en persona?

Porque me partiría el alma, quiere decir. Porque no sé cómo vaya a reaccionar, suelta. Y Max, que se le da de mejor amigo de Eduardo, cae en la mentira y le da un beso en la mejilla. Ha de agacharse para alcanzarla. El metro y mucho lo obliga a. Ella acepta. Se deja envolver por los brazos fuertes y bronceados; suspira ante el par de ojos negros y enreda sus dedos en la cabellera rizada de quien le gusta tanto como Saldívar, con la diferencia de que Max la hizo mujer y el otro la besó por primera vez. Y mientras Luisa debate entre la ternura y la pasión de sus dos amores, Eduardo pierde un pedazo de alma.

—Luisa…

¡Amor!, grita ella. ¡Amigo!, agrega Max.

XIV

Invierno, 1990.

Tras una semana secuestrada, Soledad encuentra distintas formas de pasar el tiempo. Platicando con flaco (que es el único que le ofrece palabras), contando las veces que Gordo sale a comer, dividiendo entre malos y muy malos los chistes del joven… calculando la edad del viejo. De vez en cuando la dejan sola, y aunque sabe que nadie la podrá escuchar (o eso le hacen creer), calienta la garganta gritando cualquier cosa. Ora una canción. Ora alguna maldición. En eso está cuando el sonido de un disparo la pone a temblar.

—¿Quién anda ahí? Pregunta, temeraria.

—¿Señorita?

—¿Quién es?

—Somos la policia.

—¡Ayúdenme, por favor!

A Soledad le da la impresión de que la voz viene de abajo. ¿Acaso la bodega es de dos plantas?

—¿Hay alguien con usted?

—No. ¿Están abajo?

—Estamos afuera. ¿Hay más víctimas?

—No… No lo sé.

—Bien. Tranquila. En seguida la rescataremos.

Un grueso portón de metal separa a Soledad de la libertad. Ella está justo en medio de la bodega. Calcula infinito el trayecto a la salida.

—¿Les falta mucho?

—No. Ya…

Otro disparo, después varios más. Gritos conocidos y desconocidos le alteran los nervios. Soledad permanece callada. Un poco porque considera imprudente sumarse a la batalla. Otro tanto porque no le saldría una sola palabra.

Tiembla. Culpa de los cuatro grados centígrados; también del miedo. Temor a que sus secuestradores acaben por cortarte los días o que a los policías se les escape alguna bala. ¿Y si impacta en la rodilla? Leyó que en la rodilla duele mucho. ¿Y en el vientre? Podría perforarle algún órgano. ¿En el brazo?

Cree negociar con Dios, cuando un fuerte estallido le daña el oído. Todo se pone blanco. Dos… tres. Mil minutos después acaba en brazos de un sujeto cuyo perfume jamás olvidará.

—¿Quién es usted? —intenta preguntar.

—Saldívar. Eduardo Saldívar —responde el tipo y ella agradece sin saber lo que le espera.

XV

Verano, 2017.

—¿Cómo estás?

—¿Qué mierda haces aquí, Humberto?

—Hey, no dejamos de ser familia.

—¿Es un puto chiste? No sé si estás enterado, pero hace un par de años…

—Te metieron preso por supuestamente haber matado a Mercedes. Una putada.

—Se necesita ser muy caradura para visitar al presunto asesino de tu hermana. Si estuviera en tus zapatos…

—Pero no lo estás. Y jamás lo estarás, porque no tienes hermanas. Además…

—¿Qué es lo que quieres?

—¿Qué puedo querer de un recluso?

Humberto tiene razón. Muy poco se puede esperar de quien vive encerrado; vigilado veinticuatro de siete. Sin embargo, Fausto cuenta también con argumentos suficientes para dudar. De una porque su ex cuñado no mueve un dedo sin esperar algo a cambio. De dos porque no tiene sentido que lo visite así, nomás. Sin reclamos al de arriba ni reproches al homicida.

En 2015 encontraron entre malezas el cuerpo sin vida de Mercedes Rojas. En él había huellas de Fausto Escalante, quien, además, según varios testigos fue visto discutiendo con ella a las afueras de su departamento horas antes de que hallaran el cadáver.

—Pero libre sí que me sirves.

—Imposible. Me darán cuarenta años.

—No si te defiende el Diablo.

—¿El Diablo?

—Eduardo Saldívar.

—El tipo murió hace más de diez años. Justo después de…

—De dejar libre a los asesinos de mi niña. Eso le hizo creer al mundo. Pero el hijo de puta está más vivo que nunca.

Humberto cierra lo dicho poniendo una foto sobre la mesa. En ella aparece un hombre que rebasa los cincuenta sin llegar a los sesenta. De escasa y amarillenta cabellera, mirada encendida. Metro y nada, delgado, aunque una ligera barriga delata su falta de ejercicio. En traje de lino color blanco, camisa naranja y zapatos cafés.

—Se parece, pero…

—Es. Eso ya lo resolvimos.

—¿Y qué tengo que ver yo?

—Tu caso fue bastante mediático. Si el tipo no le hubiera jugado al muerto, seguro lo tomaría.

—Pero le jugó, y…

—Y le entró de lleno a la mafia. Siempre fue parte de, pero… bueno. El caso es que su colectivo creció más de lo esperado. Hoy vive en Sudamérica, atiende otros temas. Acá se asoció con un par de cárteles y participa en la política. Hijo de…

—Al grano, Humberto. Al grano…

—Tanto narcos como políticos precisan de la mejor defensa. Eso provocó que Saldívar desempolvara su pasado como abogado y les ofreciera sus servicios. Desde la clandestinidad, fundó un despacho que atiende 90% casos propios, 10% alguno que otro. El tuyo encaja en esos otros.

—No tengo dinero.

—¿Y quién te está pidiendo dinero?

—Me refiero a…

—Nosotros lo pagaremos.

—¿Y qué ganan ustedes?

—Bajo defensa de ellos, recuperarás la libertad en cosa de meses. La intermediaria es una tal Catalina de la Berna. Señora joven, guapa.   Le calculo unos cuarenta y pocos. Morena y de ojo verde. Piernas largas… hermosa. Pero también bastante peligrosa. Al menor descuido te encaja una daga en el cuello.

—No entiendo a dónde vas con todo esto.

—¿Quieres recuperar tu libertad?

No, piensa responder. No merezco estar libre después de lo que le hice a Mercedes, cerrar. Sin embargo dice que sí, que obvio. Que quiere estar libre para antes de diciembre porque seguramente su equipo llegará a la final y no está dispuesto a perderse el festejo del campeonato o el llanto de la derrota.

—Entonces tendrás que ganarte la confianza de Catalina. Es la mano derecha de Saldívar. No se llega al Diablo si no es a través de ella.

Fausto endereza un poco el cuerpo, se cruza de brazos. Frota levemente su barbilla y entrecierra los ojos. Piensa. Repara en que la sala de visitas está vacía. En día y hora pico, apenas se puede caminar entre las mesas. Familias fracturadas, pleitos de esposas cansadas de hacerle el amor al recuerdo. Reos comiendo como si no hubiera un mañana, porque el guiso de la madre se parece bastante a llegar al cielo y amistarte con San Pedro. El policía que entorpece cualquier intento de charla confidencial. Todo arruina la menor sensación de libertad. Te sientes encerrado… aislado. Aunque compartas con los tuyos la hora menos oscura de tu condena. O al menos así es como Fausto lo imagina. En dos años que lleva procesado, jamás lo han visitado.

—¿Qué quieren exactamente?

—Ya te dije, que te ganes…

—Me refiero a Saldívar. ¿Qué quieren de él?

—Su vida.

—¿Lo matarán?

—No. De eso se encargará el de arriba.

—¿Entonces?

—Exhibirlo. Arruinarlo. Queremos su vida para llevarlo a la cárcel y que sufra como debieron de sufrir todos aquellos a los que injustamente dejó en libertad.

—¿Y por qué no lo exhiben y ya? Tienen la foto.

—Porque acabaríamos muertos. Como te digo, no se llega al Diablo si no es a través de Catalina. Necesitamos su testimonio.

—¿Y qué les hace pensar que me lo dará?

—No creemos que eso vaya a pasar. Calculamos noventa y nueve a que no, uno a que sí.

—¿Entonces?

—Igual vale la pena intentarlo. De todos los casos, el tuyo es el que más encaja con los defendidos por Saldívar: hombre blanco acusado de matar a su ex esposa, condenado más por apaciguar la presión popular que por otra cosa.

—Encontraron mi ADN.

—Como detective sé lo fácil que es plantarlo en cualquier escena.

—Vecinos dijeron vernos discutir.

—Normalmente la gente inventa sandeces con tal de sentirse parte del ‘’espectáculo’'.

—¿Por qué jamás te involucraste?

—Porque no podía. Como detective…

—Me refiero a como hermano. Jamás te vi en las audiencias. Ni siquiera sabía que estabas al tanto de lo ocurrido.

—Mercedes y yo nunca fuimos muy unidos.

—Pero era tu hermana, y yo…

—¿La mataste?

Fausto agacha la mirada; desearía estar en día y hora pico. Tener a un policía respirándole en la oreja, charlar de cualquier cosa menos de aquella fatídica mañana en la que su ex esposa acabó con el cuello abierto. Tuvo que limpiar la cocina, vigilar que los vecinos estuvieran en otra onda para que no vieran mientras metía el cuerpo en la cajuela. El tránsito que lo multó por saltarse una señal de alto, la falta de jurisdicción para revisarle el auto. Esconderla entre malezas e ir a laborar como si nada hubiera pasado. El tipo gigante arrestándolo; dos años en audiencias y pesadillas tras las rejas.

—Igual no es a mí a quien le corresponde juzgarte.

—Quisiera tener tu fe.

—No es algo con lo que se nazca… la fe es una semilla que nosotros sembramos y cosechamos.

—¿Cómo le haces?

—¿Para qué?

—Para ser tan frío… tan neutro.

—Llevo más de treinta años como detective. Ahorita me ves menudo, ciego. Porque no veo un carajo sin éstas gafas —dice y las arroja al suelo. Encorvado, sin pelo. Mas no siempre he sido así. Alguna vez fui un roble, ¿sabes? El típico atleta de preparatoria. Temerario… un tren sin freno.

—¿Y qué pasó?

—Desperté. La verdad es que siempre he sido este hijo de puta tan mal cogido por la vida que no le quedó de otra más que tomarse todo con calma. El suicidio precisa de una extraña valentía, y yo soy un auténtico cobarde. Tenía que aguantármela vivo. Ser detective me dio una especie de licencia en la materia. Una maestría, estimo. Influyó, claro, la muerte de mi chiquita, que apenas tenía seis. Y de mi hermana, que tenía… ¿cuántos tenía?

—Veintinueve.

—Bueno. Casi treinta. El punto es que todo eso me llevó a ser quien ahora soy. A pesar de todo —hace una pausa y traga saliva. Tengo mi lado flaco.

—¿Cuál?

—Me creo con la obligación de salvar al mundo de todo aquello que me destruyó. Como a los asesinos de Marisol, por ejemplo. O a Eduardo. Por eso me monté mi propio equipo y trabajamos día y noche hasta dar con ellos. Los sicarios murieron al poco tiempo de quedar en libertad. No tuve nada que ver, aclaro. Ajuste de cuentas, determinó un juez colombiano. Saldívar resultó vivo: creador y jefe de uno de los grupos delictivos más sanguinarios de la historia, y mira que lo digo sin exagerar.

—¿Y qué pasa si fallamos?

—Morimos. Primero tú, claro. Pero igual todos acabaríamos con una bala en la cabeza, el cuerpo desmembrado, un misterioso infarto… suicidio inesperado. Dependiendo de la creatividad de Saldívar y sus muchachos.

—¿Vale la pena?

—No lo sé. Pero es tarde para el planteo.

—Podría decir que no. La cárcel es…

—Podrías, pero morirías al instante. Algún pleito que se salga de control, policía que se le pase la mano, un misterioso infarto… suicidio inesperado. Dependiendo de la creatividad que tengamos.

—¿Me estás amenazando?

—Sí.

Fausto esboza una sonrisa torcida, vuelve a cruzarse de brazos. Alza la mirada al techo y bien le pregunta a Dios por qué a él, pero también le agradece. Porque después de lo que le hizo a Mercedes, calcula, no merece una libertad común y corriente. Lo que le ofrece Humberto es justo. Por eso clava el par de ojos grises en su ex cuñado y acepta la oferta. Extiende la mano a fin de sellar el pacto, mas en eso entra un policía y dice que la visita ha terminado. Humberto se pone en pie y se despide con total naturalidad. Coloca un cheque en el escritorio del encargado del reclusorio y desaparece a paso lento pero seguro.

XVI

Primavera, 1978.

La traición perpetuada por Luisa y Max, representó para Saldívar más que la pérdida de un amor. Ella era… Eduardo creía que era lo suficientemente buena como para confiarle la vida entera. Sus hijos se apellidarían Saldívar Villasana; mil veces pronunció la fusión frente al espejo, y mil veces sonrió al imaginarse emparentado con Luisa… con su Luisa. Con la Luisa de Max, también. Aunque él no lo sabía.

Y perderlo a Max igual tenía su luto. El tipo fue el primero en verlo borracho. Con quien lloró por primera vez al recordar la muerte de sus padres. A quien le dijo lo jodido que era vivir en el orfanato, donde todos lo trataban bien, sí, pero el problema era precisamente ese, a juicio de Eduardo.

—El trato es demasiado bueno… demasiado bondadoso. Te montan un mundo color rosa y en el acto te sientes visto con lástima. Estafado por la vida y defendido por un grupo de personas que están ahí para ti, claro, a cambio de un pago.

—Igual es su trabajo, hermano.

—Un trabajito de mierda.

—Peor los abogados. O los doctores. ¿Imaginas sus deseos cada fin de año? Que haya muchos ladrones que encerrar… que salga una nueva enfermedad.

—Al menos trabajan con la verdad. Acá todos son farsantes.

—¿Como actores?

—Del actor esperas algo falso. De estos, se supone, debes recibir algo genuino. Puta madre, los que estamos ahí no tenemos familia. Comprendemos de primera mano lo jodido que está el mundo. No es necesario que lo maquillen.

—Tú si tienes familia, viejo. Yo soy tu hermano.

El recuerdo le quema. Tan sencillo que hubiera sido acercarse y decir: hey, ¿qué crees? Mi equipo fichó de la mierda para este torneo, pero al menos tenemos buena columna vertebral. El central es alto, la media férrea. Nuestro 10 no es el chico éste que la está rompiendo en Argentina, igual se defiende. Y arriba el 9 marca hasta con la mollera. Capaz no quedamos campeones, va. Pero al menos nos clasificamos para la Libertadores. Ah, por cierto. Me gusta tu novia, y creo que ella gusta de mí.

Le habría dolido, sí. Quizás intentaba agarrarlo a golpes. Max es bastante alto en comparación con cualquier chico de su edad. Saldívar con esfuerzo rebasa el metro cincuenta.

Uno fuerte, el otro débil. Uno valiente, el otro cobarde. No obstante, cuando un código se rompe nos sentimos capaces de derrocar muros, destruir dioses… corregir diablos. Por eso es muy probable que al menos un gancho hubiese conectado en el hígado de Max, o un puñetazo le medio dañara la nariz. Después la batalla tomaría su cauce natural y Eduardo acabaría abatido por la fuerza de su amigo… de su ex amigo. Pero incluso la sangre derramada costaría menos que el trozo de alma perdida al ver a Max y a su novia besarse con la pasión que a él jamás le ofrecieron. Ni ella como pareja, ni él como colega.

Descubrió, entonces, que todo en su vida fue una mentira. Que Luisa y Max eran tan falsos como la gente del orfanato. Sufrió mucho. Lloró mucho. Hoy sonríe, sin embargo, porque es su cumpleaños número dieciocho y al fin podrá largarse del instituto.

—Gracias —dice a la directora. Pero es a Dios a quien realmente le agradece.

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