CAÍN

En los juegos del amor yo siempre me creí un ganador. Pero no de esos antipáticos que viven de la competencia, sino de los otros. Hombres que hallan gloria como no buscándola, como no queriéndola, y una vez en sus manos, la arrogancia los posee.

¿Cómo pasó? ¿En qué momento sucumbí ante las caderas irresistibles de esa flaca sudamericana? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo arrepentirme?

Mi nombre es Joaquín Villamonte Cardone. Vivo en un cuarto más pequeño que la habitación de mi madre en la Colonia del Valle, pero con la libertad que en San Pedro nunca adquirí. Mi hermano nos visita cada tercer semana, y en verdad es complicado hablar de todo sin poder mencionarla. Cuanta ironía, que hablando de todo no puedo contarle de mi todo. Tengo que callarlo. Por ella. Por mí. Para que estos encuentros bandidos y benditos nunca se acaben.

Tenía 21 años cuando decidí independizarme. Mi madre puso el grito en el cielo, y no perdió oportunidad para compararme con el viejo. ¿Para qué contrariar una verdad? Aunque fuese distinto a ese hombre que dejé de ver hace más de diez años, el espejo me recordaría las raíces y me cortaría lo diferente.

Mi primo Humberto me ayuda a pagar el alquiler a cambio de ocupar un cuarto los fines de semana, o en esos raros martes o miércoles donde se encuentra con alguna muñeca de cortas faldas.

Cuando mi hermano nos visita, admito que la situación se pone incómoda. Humberto sabe de mi amorío con ella, pero se mete nada. Martín, en cambio, se le saldría lo Cardone por las venas. Gritaría tanto como mi madre, y juro por el Diego que de no ser por las barbas largas de Martín y su voz ronca, imaginaría a la Gertrudis regañando al hijo ‘’alejado’’, cuya condena salió cara por parecerse tanto al padre.

De Valentina hay tanto que decir, pero más que callar. Pasa que me encariñé hasta de sus manías, y mira que no lo cuento a rodeo suelto, en verdad amé sus defectos. Adoro sus enojos sin sentido. A raíz de ella, los espejos de la casa me ofrecen la silueta de un idiota que juré nunca ser, mas hoy vale la pena jugar el papel.

Nos conocimos en un día predilecto para los falsos enamorados. Ese clásico catorce de febrero tan lleno de todo y vacío de tanto. Confieso que no odio la fecha más allá del precio elevado de los chocolates o el tráfico de seis a siete, de siete a ocho, y de todo a todo. Sin embargo, no creía que cupido tomara el único día en que es vigilado 24/7 para lanzar flechas por aquí y por allá. Definitivamente estaba equivocado.

Creo que ya es momento de contarles la parte mala de Valentina. Ella está casada. Es la mujer de mi mejor amigo.

No tengo palabras para limpiarme la imagen ni corregirme el camino. Pasa que no las hay. Y si las hubiera, juro por el Diego que las escondería.

¿Cómo conservar la empatía por uno mismo cuando hiciste lo peor? ¿Cómo no odiarme si en el fondo disfrutaba hacérselo a Valentina mientras mi amigo se la partía en el trabajo? No hay manera. En verdad que no la hay. Rodrigo fue más que un amigo para mí, y yo le robé todo.

Nunca olvidaré su cara destrozada cuando confesé lo que sentía por su mujer. En aquel momento, creí que odiaba mi descaro, pero pronto descubrí que no había enojo, sino dolor. Y no por lo dicho, sino porque Valentina había hecho lo mismo.

Entonces supe que el mal estaba compartido, y mentiría si les digo que aquello no representó un pequeño alivio. Fue como un pase a gol en fuera de lugar evidente, que igual recibes y pateas y marcas, pero más nada. Así me enteré de que realmente amaba a la mujer prohibida, y que ella también me quería. Cantado había quedado el gol ilegal.

Rodrigo sabe tanto de mí como ningún otro. Incluso, he llegado a sospechar que me conoce más de lo que me conozco. De lo que creo ser, y él sabe si soy o no soy. Seguramente lo visualizó todo. Por eso no se enojó cuando le hablé de mi crimen. Entiende que en el corazón no se manda. Que nadie elige qué le gusta o a quien quiere. Sin embargo, no deja de sorprenderme su postura cuando la que me gusta y a la quiero es a su amada. Se necesita ser mucha persona para aceptarlo sin patalear en el rodeo. Se necesita ser Rodrigo. El hombre que, sé, Valentina jamás tendrá en mí.

Sé que no puedo sentir celos. Uno pierde tal privilegio cuando le roba la mujer al amigo. Poco importa si esa amistad es producto de un mote o de la realidad, pero en verdad no puedo encelarme cuando le veo los ojos a Valentina tan llenos de un sentimiento que jamás borrará. Esa sensación de querer echar el tiempo atrás y elegir B dónde puso A. Yo era su A. Rodrigo su B. A de anormal, B de bueno.

El corazón de Rodrigo es una bodega de lindos sentimientos. Él nunca duda de alguien, a pesar de que le han fallado hasta los peores enemigos. Esos que van de falsos amigos mientras llega la chance de dañar. ¿Cómo seguir de pie con tantas flechas en la espalda? Irónica pregunta la que hace el arquero de traiciones y bajezas.

Creo que es momento de contarles cómo lo conocí a Rodrigo. Se me cae la cara de vergüenza al solo recordarlo…

Era jueves por la noche. El bar de la esquina ofrecía música en vivo, que bien no era la mejor de la escena pero buena compañía le hizo a mis penas. Le lloraba al amor jamás correspondido, nunca confesado. En frente había un hombre de treinta y pocos. Llevaba melena larga y entre cana. Una casaca del Diego en tiempos napolitanos la hizo de pretexto para hablarnos, y así nació tan bonita amistad. Con todo y mis fallos. Con todo y mis tropiezos.

Entonces tenía diecisiete años. Una década ha pasado desde aquél jueves. Mi madre valoró mucho la amistad de Rodrigo, y ni hablar de Martín. Sospecho que lo veía como él quería verse en un futuro cercano, y en verdad el deseo se le cumplió. Lo veo a Martin, y juraría que se trata de Rodrigo. Pero no puede ser. Martín solo viene a reclamarme, Rodrigo es tan bueno que recién se entero de lo mío con Valentina, y más no dijo. Solo se fue con ese malogrado reproche que no me supo ni a rencor ni a dolor. Eso fue lo peor. Si tan solo me hubiese odiado, la pena quedaría saldada. Mas Rodrigo no es de sentimientos negativos. Yo merecía sufrirlo todo.

A Valentina la conocí un catorce de febrero, aunque ya la había visto decenas de veces. Faltaban dos días para mi cumpleaños número veinte, ella me ayudaba con todo lo del festejo, mientras Rodrigo compraba el asado y la carne. La casa estaba sola, y la cama rogó que nos entregaremos en ella.

No pidan que cuente detalles, por favor. No quiero hablarles de como besó mi cuello y se robó mi voluntad. Tampoco quiero describirles como acabaron rojizas esas rubias piernas con arañazos y mordidas por doquier. Ruego no anhelen que les narre como lo hicimos una, y otra y mil veces en el cuarto donde mi amigo y ella juraban amarse. Pasa que no mentían. Se amaban casi tanto como nosotros.

Sé lo que piensan. Me pasa lo mismo. Resulta sencillo juzgar a quien trae cruz de traiciona en los hombros. Y en los ojos. Y en el alma. ¿Qué esperan?, ¿que me disculpe? nunca he pedido perdón por algo que no lamente, y no puedo lamentar habérselo hecho a Valentina, porque del sexo nació el amor, y del amor llegó mi vida.

¿Cómo les explico que uno no puede escoger los pecados que va a cometer? Yo lo comprendí la semana siguiente al catorce de febrero, fecha que, quizás esté bien decir, Rodrigo y Valentina no festejaban. ¿Por qué? Él dice que por ella, y ella que por él. A final de cuentas, no soy quien para juzgar.

Les decía que una semana después de aquella primera vez, yo entendí el circuito de los pecados. Descubrí que eran trampas que Dios prepara para nosotros, ¿cómo vamos a despreciar un platillo del Señor?

A estas alturas, acierta quien sospecha que ya he perdido el último gramo de vergüenza. Soy Caín en tiempos de falsos hermanos, loco en tiempos crudos cuerdos. ¿Cómo avergonzarme de la sonrisa más pura, del defecto más alegre?

Valentina y yo cargamos la pena del amor. Pero también hay otro tipo de cruces iguales o peores, y en ellas me sostengo para no acabar con una bala entre ceja y oreja como mi parecido padre.

La cruz del mentiroso. La cruz del falso devoto que se entrega a los peores pensamientos pero castiga al cuerpo por miedo a la pena, es la que no llevo en mi conciencia. Es la que lleva Rodrigo, y la que tenía Valentina mientras permanecía a su lado.

¿Quién jura ante un altar lo que no está en sus manos? ¿O a caso alguien viene del futuro como para saber cómo manejaremos las circunstancias y los hechos que Dios decida darnos?

Rodrigo se entrega al mañana, y aunque me siento miserable al criticarlo, digo con verdad en mano que ese fue su peor error.

Valentina cayó en mis brazos sedienta de lo que alguna vez fue su hombre. Me lo dijo sin decirlo en el primer beso, y lo gritó hace unos cuantos segundos en el último. Ella ya me espera con mi padre en el limbo de los suicidas obligados, y yo me dirijo hasta ellos no sin antes decirles que hace rato me brinqué un dato en mi nombre. Me llamo: Joaquín Rodrigo Villamonte Cardone, y hoy parto a las nubes oscuras con mis casi cuarenta, melena menos larga y más cana, pero aún con ese remera del Diego que me hizo conocerme.

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