CAPÍTULO 4

Los días siguientes transcurrieron entre molestias físicas. Tenía un malestar estomacal que me estaba torturando, además, estaba experimentando una crisis de sueño terrible y un dolor de cabeza extremo. Realmente me sentía mal, muy mal.

Me levanté como de costumbre y al ponerme las pantuflas sentí un fuerte mareo, todo me daba vueltas y luego sentí un leve cosquilleo en mi vientre, me senté en el borde de mi cama y esperé unos segundos para que se normalizara el movimiento que daban las cosas ante mi vista.

Sin embargo, me fue casi imposible soportar dos minutos más sentada. Allí estaba de nuevo.

—¿Estás bien? —preguntó mi mamá, sosteniendo una notable expresión preocupada al entrar y verme arrodillada frente al inodoro.

Una de las peores cosas que estaba pasando en los últimos tres días, había sido una oleada de náuseas y vómitos, lo que me dejaba aún peor de lo agotada y fatigada que ya estaba.

—Sí, mamá. De seguro algo me cayó mal —repliqué, quitándole importancia al asunto. Me sequé la boca después de haberme lavado los dientes y para que se quedara más tranquila agregué —: Debe ser alguna de las comidas de la refresquería de la academia de arte, ya sabes que todo lo cocinan con muchos condimentos y…

Mi madre negó varias veces con su cabeza y levantó una de sus cejas, lo que se traducía en una severa preocupación. Caminó unos pasos hacia mí y me miró con fijeza.

—A ver, hace varios días no vas a la academia y ese malestar fue hace poco. No has salido de casa y no has pedido comida a domicilio, no he cocinado nada extraño y a nadie más le ha hecho daño mis comidas —enumeró rápidamente con sus dedos y luego hizo una pausa, tomó una bocanada de aire y agregó con voz aguda —: Así que esto es mucho más grave.

La miré incrédula y resoplé. Estaba haciendo demasiado drama por una crisis del estómago.

—Mamá, por favor ¿cómo va a ser grave un mal estomacal?

—Es que no es solo eso. También te he visto tomar pastillas para el dolor de cabeza y... ¿crees que no me doy cuenta que nuevamente estás durmiendo todo el día? —replicó con impaciencia—. Bella, esto no es normal, no lo es.

Rodé los ojos y me miré en el espejo. Tenía unas grandes ojeras a pesar de haber dormido trece horas seguidas y mis labios estaban resecos, y al peinar mi cabello que caía sobre mi pecho, sentí un leve dolor en mis senos. Quizás si me estaba afectando la pequeña ola de calor que estaba pasando por nuestra ciudad.

—Hija, mírame —susurró mi madre, su voz era temblorosa, lo que denotaba lo preocupada que estaba.

Suspiré y levanté el rostro. Dejé la toalla sobre el lavamanos y me enfoqué en su rostro, sus ojos color miel me examinaban atentamente, su labio temblaba y su respiración era agitada. Había olvidado lo bella que era mi madre, su cabello negro amarrado en un perfecto moño la hacían ver elegante, pero sus labios delgados hacían un juego perfecto con sus ojos.

Me sobresalté cuando aquellos labios emitieron una mueca extraña, como una mezcla entre sorpresa y enojo, sus facciones se tensaron y sus labios empezaron a temblar con más fuerza. 

Me observó con profundidad y hasta noté un escalofrío cuando recorrió cada centímetro de mi cuerpo con sus ojos.

—¿Te ha venido el periodo? —cuestionó de pronto en un hilo de voz y me hizo pegar un brinco sorpresivo por su pregunta.

Me incorporé y enarqué una ceja. Ahí iba de nuevo con qué seguramente estaba embarazada y que bla, bla, bla....

—¡Mamá! —farfullé molesta y me crucé de brazos— ahí vas otra vez. No puede ser que cada vez que estoy enferma pienses que es porque tendré un hijo.

Me giré nuevamente hacia el espejo y resoplé con furia. Siempre evitaba que mi madre supiera cuando me sentía mal o cuando pescaba un resfrío, porque al mínimo síntoma, siempre lo primero que decía era que estaba embarazada, que de seguro había salido con mi domingo siete.

—No estoy embarazada, mamá, por favor déjame en paz. Esto se me quitará con unas pastillas, no es nada grave— dije luego de respirar profundo para calmar un poco la rabia que empezaba a aflorar en mí—. Es algo pasajero, estoy segura. 

—Responde —insistió molesta y tomándome por la cintura me hizo girar hasta quedar frente a ella de nuevo, luego me zarandeó un poco y exclamó—: ¡Responde!

Rodé los ojos y con plena seguridad tomé aire para asegurarle que esta vez, como todas las anteriores, no sería abuela.

—Pues claro que sí, madre.  Me vino hace unos días, de hecho, hace poco, el... — contesté impaciente y saqué cuentas con la mente. Estaba segura que hacía poco e había venido, solo tenía que recordar la fecha específica y ya estaba, no era tan difícil recordarlo.

Y sí, lo recordé, pero a diferencia de la seguridad que había poseído mi cuerpo unos minutos antes, me paralicé por completo, y mis nervios se empezaron a alborotar a medida que mi mente viajaba días antes...

¡Oh, oh!

¡No!

Salí del baño casi corriendo y me abalancé sobre mi cama. Con el corazón latiendo a mil por hora, tomé mi móvil que se encontraba sobre la almohada. Lo desbloqueé nerviosa y de inmediato abrí la aplicación de calendario con las manos temblorosas. Podía sentir mi corazón casi en la garganta, palpitando con todas sus fuerzas, impidiéndome tomar aire y provocándome un intenso dolor de cabeza.

Al aparecer los números del mes corriente, mis ojos se abrieron tanto, que sentí como se secaron mis pupilas. Mi corazón se aceleró con aun más intensidad, el dolor en mi cabeza me palpitó con fuerza. Mis manos soltaron el celular y cayó con brusquedad en el suelo cubierto de baldosas blancas.

¡Hacía diez días me tenía que haber llegado!

¡Diez, diez, diez días!

Me pegué con furia en la frente, lo que solo aceleró más el dolor de cabeza, pero eso era lo de menos en ese momento. La preocupación que estaba invadiendo cada célula de mi cuerpo no tenía explicación.  No podía estar embarazada. No ahora. No así.

—¡Contesta, Bella! —forzó mi mamá, sumamente alterada al ver mi expresión de terror—. Caray, Bella, ¡contesta!

—No me ha venido —respondí temblorosa, con un delgado hilo de voz que no sé de dónde salió porque no tenía ni fuerzas—. Tengo diez días de retraso, mamá.

El silencio y la tensión cubrió la habitación como una capa de polvo y de inmediato todo volvió a mi mente: James y su desaparición, la boda, el altar, James y su desaparición, las noches llorando, mis días sin vivir, más días tristes, noches en soledad, James y su desaparición. Todo se resumía a James, a que ya no estaba, a que estaba sola.

Mi madre me miró aterrada, la miré aún con más miedo. La miré y me miró. En silencio nos observamos durante algunos segundos intentando asimilar las palabras que habían salido de mi boca.

—Voy a sacar una cita con el ginecólogo para esta misma tarde —masculló rompiendo el silencio y salió disparada de la habitación dejándome con quizás el miedo más grande que había experimentado en toda mi vida.

Fueron las tres horas más decisivas de mi vida, esperar para recibir una respuesta que podía cambiarla para siempre.

La sala de espera no me ayudaba a bajar mis nervios. El color claro penetraba mis ojos y me hacía delirar, mientras forzaba mi mente en no pensar en lo que estaba por ocurrir. Jugaba con mi cabello para despejar mis pensamientos y de vez en cuando mordisqueaba mis uñas, subía y bajaba mis piernas en un movimiento rítmico y tapaba mis ojos con las manos para calmar mi ansiedad.

A mi lado mi madre, sentada en una posición elegante no dejaba de observar hasta el último detalle en mí, tanto, que ya me empezaba a fastidiar.  Sus ojos se movían de mi vientre a mi rostro y viceversa, luego negaba con la cabeza y se desahogaba en murmullos inentendibles.

El tiempo me empezaba a parecer eterno y mi mente solo podía albergar las esperanzas de que no fuera cierto todo lo que estaba pasando. Ni siquiera estaba segura de si quería saber la respuesta; pensarlo me hacía sentir un enorme vacío en mi estómago y solo complicaba más mi estancia en aquel lugar.

Veía mujeres entrar y salir, los minutos del reloj pasar con lentitud y la hora de mi cita nunca llegaba. Estaba cansada, estaba nerviosa, estaba mal… y posiblemente ¿embarazada?

Solo de pensarlo la sangre se me congelaba y la respiración se tornaba agresiva. Tenía miedo. Tenía temor.

—Bella Graze —llamó por fin la enfermera, saliendo del consultorio del doctor y buscando con la mirada entre las presentes.

Al escuchar mi nombre mis piernas empezaron a temblar aún más y el frío recorrió cada centímetro de mi cuerpo. Estaba a punto de saber qué pasaba conmigo y qué pasaría de allí en adelante con mi vida.

—Vamos — farfulló mi madre entre dientes. Me tomó del brazo y prácticamente me arrastró hacia aquella puerta.

Los nervios estaban haciendo fiesta con mi cuerpo, mi cerebro estaba en un colapso y mi corazón empezaba a marcar latidos muy fuertes. La actitud de mi mamá no me ayudaba en nada. Mantenía una expresión seria y bastante alterada, pero mantenía la elegancia. Aunque, realmente, esa actitud era justo la que me atemorizaba.

—Buenas tardes —saludó el doctor, de unos cuarenta y tantos años, de ojos azules y nariz perfilada; bastante apuesto.

—Buenas tardes —dijimos al unísono y con frialdad debido a la tensión que ambas manteníamos.

—Tomen asiento —pidió con cordialidad—. Supongo que tú debes ser Bella, ¿es así? —agregó posando su mirada azul intensa sobre mis ojos.

Asentí temblorosa e intenté mostrar una sonrisa, pero fue imposible que saliera de mis labios.

—Tu mamá pidió una cita para ti— informó, mientras pasaba una página de su agenda—, así que necesito tus datos.

Asentí con un débil movimiento de cabeza. Observé a mi madre, quien también me miraba de reojo. Estaba pálida como un papel y sus manos estaban cruzadas sobre sus piernas, como si esforzara en mantenerse tranquila. Suspiré y dirigí mi vista de nuevo hacia el doctor, mis piernas se movían por sí solas como si no tuvieran control, pero intenté enfocarme en el formulario que llenaba el médico.

—¿Nombre?

—Bella Linda Graze Jones.

—¿Edad?

—Veintidós años.

—¿Estado civil?

Sus palabras penetraron en mi corazón como si enterrara una espada por el centro al recordar aquel día en que la soledad se apoderó de mi vida.

—Soltera —respondí con seguridad.

El doctor hizo una pausa porque, aunque yo intentara mantener la compostura, mi voz se quebró en las últimas dos letras que logré pronunciar. Era un proceso que me estaba costando superar y aunque poco a poco lo estaba logrando, aun no estaba preparada para aceptarlo en mi interior.

—¿Has tenido relaciones sin protección? —retomó luego de bajar y levantar su mirada para enfocarla en mí nuevamente.

Tragué saliva con mucha dificultad, sentí como si se me helara la sangre.

Podía sentir cómo ambos me miraban con gran intriga e interés, de seguro esperando una respuesta sensata, madura y responsable.

No podía articular el monosílabo que quería salir de mi garganta y que sabía que dictaría la verdad en todo esto. El doctor bajó sus lentes hasta su nariz y me examinó por encima de ellos. Mis dedos jugaban entre ellos mientras mi respiración se agitaba más y más. Tenía que hacerlo, debía decir la verdad, una mentira no me sería útil, debía ser sincera con ellos y conmigo misma. Tomé una gran bocanada de aire una vez más antes de responder, porque sabía todo lo que me esperaría cuando aquella mínima palabra saliera de mis labios.

─Sí.

Mi mamá hizo una mueca de sorpresa e incredulidad acompañada de un gemido furioso. Resopló con fuerza, negó con la cabeza y siguió mirando al doctor.

—¿Pareja estable?

—No. Bueno sí... pero ya no —murmuré con voz débil, ese interrogatorio me estaba regresando a aquel punto en que mi vida se había destrozado.

—¿Días de retraso?

—Diez.

—¿Último periodo menstrual?

—Hace más de un mes.

—¿Eres de menstruación regular o irregular?

—Regular.

—¿Cuáles son los síntomas que has experimentado en los últimos siete días?

Pasé mi mano por mi rostro y suspiré.

—Dolor de cabeza, vómitos, náuseas, fatiga y mucho sueño. He tenido un dolor leve en la parte baja del vientre, pero puede ser una crisis estomacal, de seguro…

—Bella, después de mantener relaciones sexuales sin el uso de métodos anticonceptivos, nada es seguro —interrumpió en un tono cargado de comprensión, pero pude sentir su regaño.

Dejé escapar un poco de aire por mis labios y asentí con la cabeza.

 —Voy a pesarte, medir tu talla y calcular tu presión arterial —anunció y se puso de pie. Temblorosa le acompañé hasta la otra esquina de su consultorio para que tomara los datos que necesitaba para completar mi información en el expediente. 

Minutos más tarde, el doctor terminó de anotarlos. Llenó otros papeles rápidamente y tomó aire antes de levantar su mirada y observarme con detenimiento.

—Vamos a hacerte una prueba de embarazo de sangre. Te seré muy sincero, llevo muchos años en esta profesión y los síntomas que manifiestas los he visto tantas veces confirmar un embarazo, que mentiría si te digo que no estás embarazada —dijo en voz baja y noté como mi corazón se paralizó unos segundos—, pero debemos estar seguros. De ser negativo, habrá que hacerte otros exámenes para saber qué está pasando y porqué tantos cambios en tu ciclo y en tu estado físico.  Entrégale esto a la enfermera, ella te sacará la muestra de sangre. Cuando esté listo el resultado te volvemos a llamar. ¡Ánimo, todo estará bien!

Me levanté casi tambaleando. Era imposible concentrarme en mis pasos, no podía coordinar mis movimientos. Mis manos temblaban y mi corazón galopaba, estaba fría como el hielo y tan miedosa como si viviera una película de terror. Mi madre caminaba a mi lado, sin siquiera dirigirme la mirada en aquellos tres metros que nos separaban de la sala de espera. Iba furiosa y podía escuchar como resoplaba y murmuraba cosas que mi cerebro no procesaba.

La enfermera abrió la puerta y salimos del consultorio. Todo en aquel lugar me ponía peor, me mareaba, me mataba: el olor a alcohol, el blanco de sus paredes, sumado a la tensión enorme de una respuesta que podía marcar toda mi vida.

Cuando estuvimos en un rincón del pasillo y me disponía a entregar la orden de examen a la enfermera que estaba en la recepción del laboratorio, mi madre me tomó por el brazo con fuerza obligándome a girarme y quedar frente a sus ojos inyectados de ira.

—Bella Graze ¡¿Qué tienes en la cabeza?! ¡¿Qué has hecho con tu vida?! —vociferó furiosa salpicándome con algunas gotas de saliva por la forma tan grotesca en que salieron aquellas palabras de su boca—. ¿Qué rayos piensas de la vida?

—Mamá, no empieces —supliqué en un susurro al ver cómo llamábamos la atención de medio hospital. Me sentía cansada, agotada de todo aquel tormento en mi cabeza, que no necesitaba más. Ya era suficiente con recriminármelo yo misma con cada instante de suspenso que pasaba sin saber la respuesta.

—¿Qué no empiece? —susurró alarmada—. ¿Y si es positivo? ¿Sabes lo que eso conlleva? ¿No estás pensando en ti y en tu futuro? ¿Cómo fuiste a hacer esto? ¿Qué clase de hija eres? Eres solo una niña y no tienes idea de lo que es tener un hijo. ¡¡No eres capaz de hacerte cargo de un hijo!!

Esas palabras penetraron en mi cabeza y en mi corazón. ¿Mi madre decía que yo no era capaz de cuidar de un bebé? ¿Mi propia madre?

—Escucha, mamá—respondí de forma pausada y la miré fijamente para explicarle mis razones—, no soy una niña, soy una mujer adulta que puede tomar sus propias decisiones, y solo para que te quede claro, hace un mes ya hubiese estado casada si no...

Ella abrió la boca para interrumpirme, pero me adelanté:

—Así que no tienes porqué juzgarme, soy una mujer dueña de mi vida. Y si no soy capaz de ser madre es porque tú no me has enseñado como serlo, siempre te esfuerzas sólo en ver mis errores, mis debilidades y jamás te has detenido a pensar en mí y en lo que quiero y más aún, en lo que puedo y soy capaz de hacer —espeté molesta y me solté de su agarre.

Se quedó callada mientras me observaba con furia.

─Pero...

Me alejé lo más rápido que pude, dejándola con sus palabras en el aire. Entregué el papel firmado por el doctor a la enfermera rubia que había estado escuchando nuestra conversación a lo lejos. Me dedicó una sonrisa comprensiva y me hizo pasar a una pequeña habitación llena de insumos médicos y de inyecciones.

—¿Estás bien? —preguntó con dulzura.

Asentí y limpié una lágrima que caía por mi mejilla.

—Dale tiempo, quizás no ha entendido que su niña ya creció—susurró en tanto limpiaba mi brazo con alcohol para extraer la sangre—. Muchas veces las madres deben ser drásticas con los hijos para que sean felices y tomen las mejores decisiones.

Resoplé y la miré incrédula.

—Ella ha sido dura todo el tiempo y…

—Son cosas de mamás.

—Quisiera que no fuera así.

—Pero es así. Muchas veces debemos dejar de lado nuestro orgullo y entender, de esa forma evitamos el dolor. Está claro que no te entiende, pero ¿qué tal si la entiendes tu primero? ¿Y si te das una oportunidad para entender que ella solo quiere lo mejor para ti?

—Usted la defiende solo porque de seguro es madre también y… —discutí molesta.

—Quizás tú también lo seas— replicó con dulzura y me mostró el envase con sangre. Ya la había extraído y ni siquiera había sentido nada.

—¿Cómo hizo para que no sintiera nada de dolor? —cuestioné apretando el algodón sobre la punzada en mi brazo.

—Cosas de mamás —susurró y me guiñó un ojo. Sonrió y me dejó sola en aquella pequeña habitación con muchas dudas.

Cuando salí me dispuse a encontrar a mi madre que se había perdido de aquel pasillo donde la había dejado sola. Caminé varios metros adelante buscándola entre las personas que pasaban apuradas, aunque me costara aceptarlo, sabía que mi madre tenía parte de razón en todo aquello. No estaba preparada, pero podía demostrarle que podía aprender, y para eso necesitaba de ella. Quería empezar de cero, pedirle una disculpa por aquellas últimas palabras que le había dirigido y poder hablar de nuestras diferencias.

La divisé a lo lejos, sentada en aquella sala de espera en la que habíamos estado minutos antes, frente al consultorio del doctor. Caminé apurada y aunque ella no me vio llegar, tomé aire e intenté hacer una de las cosas que desde muchos meses no hacía.

La abracé desde atrás, pero al sentir mis brazos rodear su cuerpo, la respuesta que recibí fue muy distinta a la que esperé. Se levantó molesta y me dirigió una mirada furiosa.

—Madre, yo…

—No quiero escuchar nada hasta no saber la respuesta de esa prueba —dijo con frialdad y se sentó nuevamente, con la mirada perdida y los labios fruncidos.

Sequé una lágrima que quería salir y afirmé con la cabeza.

Segundos más tarde, la puerta se abrió y la enfermera con su voz formal pronunció mi nombre.

Mis sentidos volvieron a tornarse débiles, pero intenté caminar lo más rápido que podía. Necesitaba salir de ese lugar lo más pronto que se pudiera, quería mi cama y mi cobija, quería dormir y despertar en un lugar lejano a tanto dolor.

Mi madre seguía mis pasos y podía sentir su mirada en mi nuca, lo que me estremecía aún más. Pero faltando unos pasos para llegar a la silla que sería el escenario que podía marcar mi vida para siempre, tomé una decisión. Debía ser fuerte. Debía afrontarlo. Debía superarlo. Fuera lo que fuera, debía hacerme cargo.

—Siéntense —pidió el doctor con una notable amabilidad que desde ese momento tornó mi sospecha más angustiosa.

—¿Todo bien? —cuestioné con un hilo de voz que apenas se escuchó—. ¿Estoy bien?

Volvió a mirarnos con detenimiento y pasó su vista de a mi madre para por fin enfocarse en mis ojos.

—Bella todo está bien, muy bien —repetía una y otra vez, lo que aumentaba mi nerviosismo y hacía que mi espera fuera más angustiante.

¿Eso era un positivo o negativo? ¿Qué significaba que todo estaba bien? A fin de cuentas, un embarazo puede ser visto desde distintas perspectivas... ¿cuál era la que veía el doctor?

—¿Está o no está embarazada? —replicó mi mamá y levantó su tono de voz al ver que el doctor buscaba la forma de decirlo—. Dígalo de una buena vez.

El doctor tomó una bocanada de aire y tomó mi mano por encima del escritorio. Luego la apretó al mismo tiempo que exclamó:

—Vas a ser mamá, Bella. Es positivo. ¡Estás embarazada!

Fue como si mi cerebro se hubiese sumergido en un lago helado, no podía pensar en nada. Mis extremidades empezaron a flaquear, mis piernas no respondían y mis manos temblaban al compás de mis labios. Mi corazón se aceleró más de lo que pensé que podía hacerlo y mi mente sufrió un total colapso, deteniendo el tiempo en dos palabras: Estás embarazada.

—¿Q-qué? —fue lo único que pude decir y apenas se escuchó mi voz.

—Las pruebas han dado positivo, hemos hecho dos para estar seguros debido a la insistencia de tu mamá —explicó con seriedad—, y no hay duda. Estás embarazada. Tienes cuatro semanas de embarazo. Estás empezando a gestar un bebé que crece en tu útero, este trimestre es el primero y más delicado. Debes cuidarte y...

¡Estás embarazada! Esas palabras retumbaban en mis oídos como un cuchillo en mi estómago. El filo de esas palabras se perpetuaba por mis venas y me impedía pensar con claridad.

—Bien. Gracias doctor —dije sin siquiera prestar atención a lo que sucedía a mi alrededor. Quería estar lejos, gritar, llorar, sacar toda la angustia y la preocupación que me estaba calando los huesos.

Salimos apresuradas del consultorio. Mi mamá con ganas de gritarme, yo con ganas de llorar. Mi madre me llevaba casi arrastrada, yo ni siquiera podía caminar y pensar a la vez. Mi situación era crítica, en todo el sentido de la palabra.

—¡Te lo dije! —decía mi mamá una y otra vez arrastrándome más y más por el pasillo abarrotado de gente—. Rayos, Bella, ¡te lo dije!

—¡Basta! —exclamé furiosa y me solté de su mano. Había decidido entenderla, pero ella no se dejaba entender, solo me juzgaba, me hacía sentir peor, me mataba con su actitud—. No soy una niña. Tampoco es fácil para mí. De todos, la más afectada soy yo. ¿Te has puesto a pensar en mí? ¿Cómo puedo entenderte si no me permites hacerlo? ¡Me juzgas sin saber nada, madre!

Al gritar esas palabras recibí muchas miradas de sorpresa y un regaño de una enfermera que pidió silencio. Seguí caminando hacia la salida del hospital, era en serio, necesitaba salir de ese lugar.

—Bella, escucha. Un hijo es una responsabilidad de por vida y mírate ¡estás sola! ¡James ni siquiera está enterado! —clamó alterada y bastante enojada siguiendo mi paso por el largo pasillo que daba a la salida—. ¿Cuándo se lo dirás? ¡Tiene que saber que estás esperando un hijo suyo! ¡Tienen que casarse!

Era la primera vez que hablábamos de James después del desplante en la boda, no había tocado más ese tema con mis padres por temor a sus respuestas o a sus ideas, pero ya estaba rebasando el límite. No iba a permitir que decidiera si quería o no decirle a James que tendría un hijo. Esa era mi decisión y debía respetarla.

—Yo puedo sola—afirmé decidida y sin detener mis pasos—. No necesito de ese idiota, puedo salir adelante sin él.

—No sabes lo que dices —dijo alterada y fulminándome con la mirada—. En definitiva, no sabes nada de la vida.

—Puede que no sepa tanto como tú, mamá, pero sí sé muchas cosas que tu jamás te has dado la oportunidad de conocer. Y si no lo sé ¿no crees que tengo derecho a que la vida me enseñe? —pregunté masajeando mi sien porque en ese momento una migraña intensa corrompía mi cabeza—. ¿O tu naciste sabiendo?

Una bofetada me sorprendió al instante. Su mano rozó con fuerza mi mejilla y sentí el calor rápidamente esparcirse por mi piel. La miré furiosa y con mis ojos anegados en lágrimas.

—¿P-por qué no te cuidaste? —espetó alterada y sin saber hacia dónde mirar para evitar mis ojos—. ¿Qué estabas pensando Bella Graze? ¿No existen métodos para eso? ¡Mírate ahora! ¡Tendrás un hijo pudiendo haberlo evitado!

—¿Si hubieras tenido la oportunidad de evitarme lo hubieras hecho, mamá? —cuestioné herida y limpié mis lágrimas con rabia—. Debiste hacerlo, así no estaríamos aquí discutiendo porque te avergüenza que esté embarazada. ¿No crees?

Levantó su mano para darme otra bofetada, pero la agarré antes de que pudiera hacerlo.

—¿Sabes por qué no me cuide? Porque nunca recibí educación sexual de tu parte, lo que aprendí lo hice por mis propios medios, siempre me aislaste del mundo, me robaste las oportunidades de muchas cosas, me cerraste muchas puertas y encontré esa atención y el amor en James, un idiota al que vi como el amor de mi vida. Además, nos íbamos a casar, iba a ser mi esposo, deposité mi confianza en él, pasamos mucho tiempo juntos y nunca pensé que me hiciera eso. Iba a ser mi esposo —expliqué enojada y podía sentir como mis venas palpitaban cada vez que pronunciaba una palabra.

—Iba —repitió haciendo un especial énfasis en esas tres letras—, porque estás sola, por si no te has dado cuenta.

Al decir aquellas palabras, fue imposible no romper en llanto. Eran tantas emociones que estaba viviendo, un laberinto sin salida, un revuelo de sensaciones que iban desde la tristeza hasta la decepción. Estaba sumida en un abismo, era como si estuviera en medio de un huracán y la lluvia me golpeara con fuerza, llevándose la poca vida que me había quedado después de tanto dolor que me había tocado sufrir en poco tiempo.

—¿No puedes entender que tú no eres la única que está mal? —sollocé—. ¿Sabes? Yo también lo estoy. Estoy tan mal como tú, ah no, espera, estoy peor, soy yo la que está embarazada y ¿tú solo sabes hablar de James?

—Pero es el padre...

—Pero estoy sola —fueron las últimas palabras que pronuncié antes de girarme, para salir corriendo por el estacionamiento del odioso local hospitalario, bajo la lluvia que había empezado a caer. 

Mi cabello se tornó de seco a mojado en cuestión de segundos y rápidamente el frio se apoderó de mi cuerpo. Los pensamientos aparecían en mi cabeza como un remolino, todo estaba tan confuso, tan difícil de vivir; pero, aunque no sabía cómo ni qué iba a hacer, estaba segura y determinada de que, por primera vez en mi vida, debía enfrentar mi destino y, sobre todo, ser una mujer valiente, demostrar que podía ser fuerte, aunque estuviera sola, aunque el mundo entero me hubiese abandonado.

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