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En una calurosa mañana de abril la veo sentada frente al amplio ventanal de nuestra recamara y no puedo no escribirle una canción. Trabajo en ella cuando se me acerca y en tono acabado me dice…

—Tenemos que hablar.

El corazón se me acelera; puedo sentirlo latir y es raro que eso suceda. Desde que morí he padecido todo tipo de dolor, incluyendo emociones extremas, mas no se me movía el corazón.

Ahora se mueve como compensando dieciocho años de ausencia.

—¿Qué pasa?

El teléfono suena; lo ignoro.

Nancy permanece en silencio y agacha la mirada. Cuando se dispone a hablar, vuelven a llamar.

Intento desconectarlo, pero los nervios me traicionan. Levanto la bocina antes de desenchufarlo.

‘’…contesto en tono agrio sin saber que aquella llamada confirmaría la muerte de papá…’’

Probablemente ningún ser vivo o muerto tomaría con tanta calma la muerte de su viejo. Extraña tranquilidad que en nada se parece a la felicidad. Claro que me dolió saberlo muerto, más desde acá, donde lo supe hijo de la misma pena. Pero es distinto. Distinto a cuando mamá se fue.

Con mi vieja todo era culpa y gratitud. Culpa porque le corté la carrera; gratitud por tal decisión. Mira que no es fácil botar tu sueño para cuidar los de alguien más. Poco importa (ahora pienso), que ese alguien más sea tu hijo, primo o hermano. Nadie merece cortarte la felicidad. Por eso le agradezco. Por eso me culpo hasta la médula.

Con mi viejo hay una especie de pacto callado. Así lo entendí de vivo, y así lo confirmé de muerto. Me hubiese encantado hablar y romper el trato, descubrir a tiempo que le fallábamos a la memoria de Perla con tanta indiferencia, pero ya no es posible. Ahora solo queda aceptar el pacto. En él prometimos arrancar de cero, olvidarnos de todo lo que nos llevara a aquel fatídico día en el que mamá partió de nuestras vidas. De la vida y del mundo. De este lugar que es gris desde que se fue.

No importaba que en el trance debíamos de separarnos, olvidar que éramos padre e hijo, pues en el parentesco radicaba el más intenso de los recuerdos. Por eso nos alejamos y continuamos. Por eso no nos permitimos extrañarnos aunque nuestro pecho dijera lo contrario.

Ahora que uno de los dos ha muerto, la cosa es más sencilla. Será valido llorarle al difunto… al recuerdo. Mas no a la decisión.

La ventaja es que nadie vigila lo de adentro, entonces puedo llorarle a la decisión y decir que le lloro a la ausencia y no a la culpa. Una culpa desconocida por todos.

He llorado poco. Casi nada. Ni una lagrima derramé cuando me escuché contarle lo ocurrido a Nancy. El shock me dejó mudo, la deuda liquidada me emocionaba de triste manera.

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