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Hay una mujer en el fondo. Supongo que es rubia o de piel muy clara, mas no logro distinguirlo. Su nombre es Rocío. No sé por qué lo sé, pero lo sé. Se acerca a mí y yo intento saludarla, mas no lo consigo. Grito; mi voz no sale. Me agito sin recordar algo de lo vivido, y sin embargo, sé que he vivido más allá de estas memorias cortadas y mundo borroso. Espera un momento. De pronto cambio de vista y me vuelvo un tercero. Veo a mi madre llorar de alegría mientras Rocío deposita en sus manos una bola de carne blanca.

¿Soy yo? ¿Este es mi nacimiento?

Fue mi nacimiento. Han pasado cinco años desde entonces. ¿Saben lo frustrante que es verte crecer sin poder hacer algo al respecto? Ver que das tus primeros pasos y te golpeas en cualquier esquina es molesto, porque aún de muerto sientes dolor. Eres esa pequeña criatura que va y viene y no puede verte, pero de alguna manera te siente. Sobre todo en los cumpleaños.

Recuerdo el tercero. Mamá hizo una fiesta y yo iba tan feliz como un ser sin deber ni qué hacer puede ser, cuando mi corta vida se puso en peligro.

Mi infancia se dividió en tres mil casas. Cada año pasábamos de un barrio a otro, de una ciudad a otra. Mucho se debía al trabajo de papá, que como actor debía trasladarse a los sitios de filmación.

No obstante, tampoco exento del todo a nuestro lado gitano. Mis padres llegaron de Cuba siendo unos adolescentes. El mundo le ofrecía poco a pubertos soñadores; tuvieron que remarla desde abajo.

Desde bares de mala muerte hasta restaurantes de percha rica y mala paga, papá y mamá hicieron de todo para medio vivir… y medio vivieron. Claro que el destino no iba a dejarlos sin su premio.

Luego de sacrificar el ocio por el negocio, llegó el momento de vivir de lo que querían: actuar y cantar. Papá era un actor reconocido en Cuba, por eso no le costó mucho escapar de la isla. Mamá, por el contrario, apenas comenzaba a sonar en sitios locales. Se tuvo que hacer novia del actor de moda para salir del infierno con sólo quince años en el morral. Papá de veintiuno; mamá de quince, y no faltaba mucho para que yo naciera.

Así el mundo de los Nassar en los primeros años del segundo milenio.

Pronto el mexicano se encariñó de la voz de Perla (mi madre). Eso impulsó la ya reconocida trayectoria de Julio el grande (mi padre), y en eso el destino infló el vientre de mamá y nací yo: el culpable de que Perla dejara su carrera como cantante para disfrutarme a tiempo completo.

La decisión de mamá ayudó a que papá se concentrara aún más en su carrera. Poco a poco fue dejando de lado los papeles secundarios en novelas y tomó protagonismo en entregas internacionales. Ahí empezó la mudanza perpetua. De casas rodantes a mansiones con alberca y jardines enormes. Así de volátil era nuestra suerte.

Vivíamos en una casa grande cuando cumplí tres. El festejo se llevaba a cabo en el jardín, pero por algún motivo yo jugaba en el cuarto piso. Hallé la forma de salirme por la ventana y me arrojé como si no hubiese un mañana. La piel erizada y la sangre helada, me hicieron sentir vivo nuevamente, bajo condición de que sintiera al 100% mi muerte.

Recuerdo haber bajado como loco las escaleras. Pude haberme asomado por la ventana y constatar la tragedia, pero no quise. Intenté alargar el desenlace.

Cuando llegué al sitio donde me pensé con la cabeza abierta y los huesitos desarticulados, caí sorprendido al verme sonriendo entre los brazos de papá. No había forma de que eso ocurriera. No sin que mamá llorara de alegría por verme con vida, o de culpa por dejarme solo en el cuarto piso.

Volteo hacia el ventanal de donde me lancé, y esta cerrado de par en par. Nada pasó. O mejor dicho, pasó, pero algo quiso dar marcha atrás. Porque yo no debía morir aquel día. Debía vivir más para sufrir algo que ahora no recuerdo. Me veo, y por primera vez la versión pequeña de lo que fui me ve. Me ve y me sonríe. Nos vemos sin saber que somos uno mismo.

Pasan los días y esa bola de carne blanca sigue sin hacerme caso. Le hablo y me ignora. Lo acaricio y yo siento el roce pero él ni se inmuta. Qué difícil esto de estar muerto y verse vivo.

A los seis años uno tiene muy pocas preocupaciones en la vida. El habla atrofiado es algo que los mayores entienden y ven con buena cara. Corres y hay menos soldados vigilando tus movimientos; revuelves alimentos e importa poco, tu estomago lo reciente de liviana manera aunque hay adultos que le inyectan dramatismo. Sin embargo, yo soy diferente. Ahora me doy cuenta de que la rareza y el gusto por lo difícil me lo traigo desde niño.

¿Qué es el amor?

Me pregunto ahora que sé que morí a causa de un crimen pasional (aunque no recuerdo los detalles y desconozco si soy culpable o inocente), pero sigo sin comprender ese enigma tan complejo.

Entiendo que parte de una ilusión y que gracias a ello uno se olvida del raciocinio, pues es una pasión que nos consume.

¿Qué tiene eso de bonito?

¿Quién dijo que el amor era bonito?

¿Qué es el amor?

De muerto uno adquiere gran conocimiento sobre los placeres y penares de la vida. Nos volvemos sabios por excelencia, vemos todo desde todo ángulo posible, pasamos a ser eminencias; baúl con mil respuestas, y sin embargo, por más que buscamos no hallamos la palabra que aniquile la inquietud.

El amor es una asignatura que, según sé, hasta Dios reprobó.

Algunos dicen que lo hizo a propósito, porque le encantó la enseñanza y quiso escucharla de nuevo. Otros (con mayor coherencia) argumentan que no pudo aprobarla porque simplemente es una materia sin solución.

En este embrollo del que ni Dios salió bien librado me metí desde los seis años. Entonces mis preocupaciones dejaron de ser el regaño de mis padres por caer donde me dijeron que me iba a caer, o cuando el revoltijo de golosinas cobraba factura. Ya me interesaban las mujeres.

Cavé mi tumba.

Antes de continuar me parece puntual aclararles mi situación. Estoy muerto. Me condenaron por un crimen que no sé si cometí, pero todo indica que sí. No sé si exista un cielo o un infierno, pues después de los choques eléctricos no he visto llamas o nubes, sólo mi vida desde un tercer plano. Soy un invitado en esto que claramente destruí.

Tengo vagos recuerdos, como el rostro de mi madre o el primer beso. La primera borrachera y el día que vencí a las resacas. Sé que fui músico como mamá, o actor como papá, o una mezcla de los dos. Sé que me gustaron mucho las mujeres, y que Alma fue la primera.

Dicen que el primer amor nunca se olvida, y es cierto. Risiblemente mi corazón se agitó por una damita cuando yo entendía poco de la vida y tocó destruirse antes de que siquiera madurara por completo. Esa ilusión de kinder era ilusión de todos. Esos ojitos me miraban a mí como miraban a todos. Uno se gasta su mala suerte desde pequeño, entonces entendemos que las cosas no son como creemos.

Y así como me pasó con Alma estoy seguro de que me pasó con quien me condenó a la silla asesina. Sé que la amé demasiado aunque hoy no sé quien sea. Sé que le hice algo muy malo aunque hoy no sé qué le hice. Mis recuerdos van desarticulados y yo debo de esforzarme por armarlos y medio entender por qué acabé así… por qué me encuentro en el limbo.

De los cinco a los diez viví cosas muy chistosas. Iba siempre en cara triste y mente encendida. Papá era más del corte liviano; mamá la estricta. Mucho tiene que ver que a él lo veo poco porque siempre se la pasa grabando y a mamá la encuentro en cada rincón de la casa, como vigilando que no vaya a cometer un crimen. Si supiera. Si pudiera darle voz a esta alma en pena que soy, den por seguro que me le acercaría a esa blanca y menuda mujer y le diría que no se esfuerce tanto en corregir a su muchacho. Que él igual hallará la manera de joderlo todo. O quizás no. Quizás le diría que se esforzara más. Que hable con papá y se plantee meterlo a un colegio militar apenas y entre a la adolescencia. Quizás así seguiría con vida.

Tenía ocho años cuando tomé mi primera cerveza. A papá le tocó actuar en un metraje filmado en un barco, y se llevó a la familia para mitigar su fobia al mar. Yo feliz. Aquello era una mansión increíble, había cuartos de juegos para niños y para adultos. Me gustó más el de adultos.

Una noche de sábado los directores de la película ofrecieron un baile. Papá y mamá se permitieron olvidarse de mí. Yo agradecí la cortesía colándome al bar y tomando una de esas latas rojas que a los actores tanto les gustaban. Sabía que era una cerveza. Por eso me la bebí volteando a todos lados, entendiendo que quien me viera no se callaría y le llevaría el chisme a mamá. Ella me castigaría y yo tendría que llorar para rebajarle días a mi condena.

El único que me vio fue un tal Gustavo. O Hector. O Carlos.

¿Quién recuerda a los soplones?

El tipo sacó una foto y la vendió al periodismo rosa por una cantidad que desconozco, pero que seguro fue lo suficientemente generosa como para que se comprara varias de esas latas rojas.

La foto en sí no fue el problema, sino la intención con la que se manejó todo el rodeo.

De tal palo tal astilla, titularon la pieza semanal, comparando mi travesura con días perdidos de papá. Cuando era joven y vivía en Cuba. Cuando el nombre le alcanzaba para mucho, mas no para lo que quería: armarse una familia y vivir en libertad. Sin tener que dar explicaciones a quienes no tenían voz en sus decisiones. Por eso huyó de la isla y la sufrió en México. No fue fácil. Como ya dijimos, la fama no alcanzaba para las necesidades del día a día. Mamá y él remaron a contracorriente en los primeros años, y cuando al fin la vida les hacía justicia, ¿llegaban estos vende nada?

Pensándolo bien, ésta anécdota no entra en la categoría de lo chistoso.

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