Fragancia criminal
Fragancia criminal
Por: Jaime Garza Autor
LA EJECUCIÓN

‘’…esa mañana fuimos felices. Bebimos café negro sin azúcar, como yo siempre lo he tomado, como ella aprendió a beberlo desde que empezamos a querernos. Hojeamos el libro amarillo con diez mil números, cogimos uno al azar y lo marcamos. Seguimos con éstas bromas estúpidas… las llevamos de rutina. Como esas pequeñas memorias que uno recolecta para no perderse en la nada, para que el agobio del mañana no borre a quien amamos.…’’

En eso y más pienso mientras invierto mis últimos pasos. Camino hacia la silla eléctrica; ahí todo acabará.

La sensación se le parece a la de aquella noche, pero ahora no hay luces ni confusiones. O las hay, pero no rojas ni azules, y de la incertidumbre… ¿qué les digo? De tanto buscar respuestas uno se acostumbra a no encontrarlas.

Estoy cerca de morir. ¿Por qué he de sorprenderme? Si yo fui quien decidió estar aquí.

Todos hemos pensado en nuestro último día. Los miedosos lo callan, pero seguro se imaginan postrados en una cama, con la esposa siempre fiel y los hijos llorándole en una esquina. Los escépticos se preocupan más por dejarle buenas historias al muerto que por cuidarle una sana despedida, pero igual y se ven caídos de un infarto, de una pulmonía o de simple vejez… como si esto último fuera una enfermedad.

¿Qué dicen de los valientes? Esos que no le sacamos la vuelta a la huesuda y hasta la invitamos a bailar.

Nosotros gustamos hablar de ella y nos emocionamos imaginándonos desenlaces de película, sabiendo que a cero de cada diez se les cumple el capricho.

A mí me lo cumplió, sin embargo. Moriré como siempre quise, pero no es como lo imaginé.

Mientras el policía me amarra a la silla, yo no intento zafarme. Al contrario, añoro que la enciendan. En el ventanal hay mucha gente, incluso periodistas clandestinos que se harán millonarios al grabar mi último quejido.

No me quejo. Siempre quise ser el centro de atención y hasta de muerto lo lograré. El problema es que nadie de los que están aquí siente algo por mí, y eso duele.

No hablo de amor. Eso es mucho pedir. Hablo de odio o de reproche, pero del verdadero, no de éstas poses dignas de falsos ofendidos.

Fingen odiarme porque así lo dicta la naturaleza. Soy el blanco perfecto para desahogar frustraciones y apagar indiferencias. Me odian para no pensar en lo jodida que está su vida.

¿Quién no odia a Julio Nassar?

Que sencillo resulta decirlo sin saber cómo estuvieron las cosas.

No los culpo. Yo tampoco entiendo cómo está el rodeo y también me odio.

A diferencia de ustedes, mi odio es real. Odio cada fibra de mi ser y de mi no ser. Odio el momento preciso en el que decidí convertirme en lo que soy.

¿O acaso no fue mi decisión?

Un crujido me incomoda el cuerpo y lo hace temblar. Pronto olvido que soy de carne y hueso… el dolor me hace olvidar. Caigo rendido en gritos desarticulados mientras me esfuerzo en no acabar con los ojos en blanco. Los quiero bien abiertos, mas no perdidos. No ante la mirada sedienta del nido de hipócritas que disfrutan con la entrega.

Muero. Muero rápidamente pero de forma lenta. Lenta para ellos y lenta para mí. Para ellos, porque aunque les gusta verme sufrir quieren botarme de sus días. Saber que Julio partió del mundo como ellos sabiamente lo predijeron. Anhelan volver a sus miserables vidas y morirse de la nada. Yo, al menos, muero de algo. Algo que no entiendo ni entenderé, pero de alguna forma tiene que ver con ella. Con el amor. Con el amor de ésta vida que se apaga lentamente. Lento, para mí, porque me duele el alma. Ni las descargas eléctricas me sanan. Sigo preguntándome por ti, cariño. ¿Dónde estás, Sophía? ¿Dónde dejaste nuestro último beso?

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