CAPÍTULO 1

Tres meses más tarde...

Gema tarareaba una canción sintiendo la fresca brisa acariciar su rostro, mientras iba de camino a su trabajo en su adorada bicicleta. No era una amante de los deportes, pero vaya que le encantaba pedalear cada vez que podía. Su vida era como hacer malabares, iba de aquí para allá casi todo el día y compararse con una hormiguita arriera le quedaba pequeño. Siempre había querido una vida mejor para ella y sobre todo para sus padres casi ancianos, por eso trabajaba en un restaurante de comida variada que se encontraba a dos calles de la plaza de Covent Garden y cerca de la Royal Opera House. Tanto la plaza como sus alrededores hacían del lugar algo atractivo para los turistas y ciudadanos.

—¡Buenos días! —Abrió la puerta y el tintineo de la campanilla se oyó en la entrada.

Entró al restaurante esbozando una gran sonrisa mientras se ponía el delantal verde que solía usar. El lugar estaba vacío, aún no era la hora de apertura. Sus compañeros le respondieron el saludo y ella les regaló otra sonrisa, para después adentrarse en la cocina y no salir de allí durante varias horas de ajetreo.

Laboraba como ayudante de cocina y no era por alardear, pero hacía unos platos exquisitos; solo que su trabajo era mal pagado esos días, mucho trabajo y poca paga… esa era la otra cara de la moneda. Por un lado le encantaba cocinar, pero aparte de eso, muchas veces tenía que hacer de cajera y hasta de mesera en algunos casos para poder recibir un poco más de dinero, ya que su jefe era un testarudo y tacaño.

Salió de la cocina por un momento de descanso y aprovechó para limpiar una mesa manchada con salsa.

—¡Mesero! La cuenta por favor. —Una clienta elevó su voz aguda y siguió mirando su teléfono celular con tal devoción.

La escena llamó la atención de Gema: al lado de aquella extraña mujer, se encontraba sentado un hombre apuesto y de cierta edad mayor, pero elegante. Con infinita curiosidad, intentó desviar la mirada y no ser tan fisgona, sin embargo, no aguantó las ganas de observar de nuevo al hombre que cerraba concienzudamente la tapa de un estuche que a simple vista se notaba que era de una carísima alhaja. Al final lo escondió en un maletín negro, y luego de intercambiar un par de frases con la mujer, se fue con prisa del restaurante, no sin antes estudiar a Gema de una forma que la hizo temblar y bajar la mirada. Queriendo parecer distraída tomando mechones de su cabello rizado y rojizo, se quedó sin habla y desorientada.

—Señorita, si no le molesta... aquellos caballeros están ofreciendo pagar su almuerzo. —Una vez salió el extraño hombre por la puerta, el mesero se acercó y le transmitió el mensaje a la mujer.

—¿De verdad? —Sonrió de forma socarrona—. De nada me sirvió cubrirme tanto… —musitó irritada.

Karol era esa mujer que tanto llamaba la atención del público masculino en aquel restaurante. Nadie podía negar que era muy atractiva; sus curvas se ceñían al vestido blanco que llevaba puesto, dejaba ver un mentón firme y delicado bajo el sombrero que ocultaba gran parte de su rostro y tenía un cabello oscuro muy llamativo.

Ni hablar de la sonrisa triunfante que esbozaba luego de haber escapado de la cárcel hacía unos días atrás, y todo con la ayuda de alguien que trabajaba justo para su despreciable ex jefe: Colin Blackwell. Qué irónica era la vida. Estaba a un paso de lograr lo que había planeado meses atrás, y vaya que iba a darlo todo por conseguirlo. Los planes estaban saliendo a las mil maravillas, gracias a la inigualable ayuda de James, el mayordomo fantoche de la mansión Blackwell.

Ver a los tres hombres sonriéndole con coquetería le colmó la poca paciencia que tenía. Respiró profundo y caminó directamente hacia la zona de pagos, ante la mirada de todas las personas que allí se encontraban. Y ahí estaba Gema, de pie justo a un lado de la caja, con una expresión desubicada y sintiéndose incómoda, porque seguro su rostro lucía enrojecido por el calor de las estufas y para su mala suerte, de la ropa se desprendía un aroma a guiso.

—¿Disculpe? —interpeló a Gema con cierto desprecio.

—Sí, dígame... —Le respondió abriendo y cerrando los ojos como si hubiese despertado de un sueño. La extraña escena la desencajó por completo, no entendía cómo era posible enloquecer así a medio restaurante.

Ni en sueños tres hombres se disputarán por pagar mi almuerzo, dijo aquello para sus adentros y se miró con pesar los zapatos sucios de harina.

—Voy a pagar con tarjeta de crédito, porque por lo que veo sus meseros ni siquiera sirven para cobrar en efectivo. Parecen estatuas. —De nuevo la observó como si fuese una sucia mosca dentro de un vaso de leche. Aunque lo cierto era que estaba un poco envidiosa de la belleza en bruto de aquella joven muchacha pelirroja de la caja.

Una vez hecho el pago, Gema le regresó la tarjeta de crédito a Karol una vez finalizó y ella la tomó con cuidado, como si de un lingote de oro puro se tratase. Lo curioso era que aquella cuenta estaba a nombre de un tal James de Luca, por lo que Gema supuso que se trataba del marido o novio de la antipática clienta.

—Gracias por preferir nuestros servicios, vuelva pronto señorita Karol —George, el jefe de Gema, apareció de la nada y se alejó de la caja junto a la mujer que ya conocía hace tiempo.

—Oh, George, claro que sí. Volveré pronto... —respondió con aquel tono de voz agudo.

Se despidió de él y se marchó caminando de forma aristocrática, como si fuera a contaminarse con solo pisar el suelo.

—¿Cómo puede ser alguien tan estúpida? —Gema negó con la cabeza mientras veía a su jefe siendo salamero con la riquilla—. Qué desagradable...

Negó con la cabeza y entrecerró los ojos.

—Lo mismo me pregunto yo. Gracias por cubrirme, linda —Paul, el cajero, le regaló una sonrisa a la pecosa pelirroja y ella solo se limitó a sonreír de vuelta.

Se retiró del salón en silencio y regresó a la cocina, el único lugar donde se sentía tranquila y en casa. Era mejor mantenerse alejada de las cosas que no podría tener; eso pensaba.

Quería alguna vez verse linda, comprar hermosos vestidos, ser respetada por sus colegas y figurar entre la sociedad como una mujer de éxito. Anhelaba triunfar como una gran chef pastelera o algo relacionado con la cocina... ¿Sonaba bien, no? Pero por más que trabajaba, no le alcanzaba para pagar sus estudios y ayudar a sus padres. No tenían una casa propia, ni siquiera una mesa donde comer, solamente dos habitaciones con camas antiguas, un baño cutre y una televisión vieja. Sin mencionar el sofá, que ya estaba dando sus últimos días de utilidad... Apenas les alcanzaba para comer, ¿cómo Gema podría pensar en arreglarse y verse linda si había otras cosas importantes en las que pensar? Ella no sabía que ya era indudablemente hermosa así, un diamante en bruto a punto de brillar, solo debía esperar el momento adecuado para hacerlo, al igual que lo hacían las flores en primavera.

La jornada de trabajo terminó a las cuatro de la tarde y como pudo fue corriendo a tomar el autobús. Sus clases de cocina iniciaban a las seis y no se encontraba para nada cerca de la universidad pública a la que asistía. Creyendo que ya iba tarde, llegó al aula con el corazón en la boca y se hizo lugar detrás de sus compañeros, con los que bromeó un poco antes de ver la silueta del severo profesor Jones aparecer por la entrada. Se hizo el silencio y todos se quedaron tan derechos como una vara en sus asientos hasta que la clase acabó cerca de las diez de la noche.

Con los talones doloridos y un tremendo dolor de cabeza, Gema por fin regresó a casa.

Giselle, su madre, la recibió en la entrada y le ayudó con su mochila.

—¿Cómo te fue hoy? —preguntó interesada, viendo el pálido y cansado rostro de su hija.

Madre, padre e hija tomaron asiento en el destartalado sofá, para ver televisión como todos los días antes de dormir.

—Muy bien mamá, el día no estuvo tan ajetreado como casi siempre. —Echó un vistazo a su mochila y bostezó con ganas—. ¿Ya cenaron?

—Sí hija, un poco de lo que sobró ayer por lo noche —Peter masajeó los pies de Gema, la cual lo miró con dulzura.

—Gracias papá. Bueno... traje comida, ya saben que siempre preparo algo antes de salir. Hoy les traje espinacas con pescado. Aunque no deberíamos comer tan tarde...

Los ojos de sus padres se iluminaron a la luz de la lámpara. Amaba verlos comer y emocionarse siempre por el olor delicioso de lo que preparaba, tenía a sus fanáticos número uno en casa.

—Hija... comemos como reyes gracias a ti —Giselle sonrió y comenzó a servir la mesa.

—Es lo menos que puedo hacer. —Se quedó pensativa, sus ojos se volvieron cristalinos y tuvo que tragar en seco para no echarse a llorar. —Iré a dar una vuelta. Regreso en un momento —dijo aquella excusa escueta y salió por la puerta como un alma en pena.

¿Comer como reyes? Le dolía vivir así, ver a sus padres enfermos y sin poder disfrutar de una cama digna para dormir. ¿Cómo podían ellos tener una mentalidad tan pobre? No podían seguir así, conformándose con todo, dado por sentado un destino incierto. La vida era más que eso…

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