¿Cuándo se acabará el sol?
¿Cuándo se acabará el sol?
Por: Jaime Garza Autor
Ella

I

Conocí a Magdalena en el peor día de su vida. El divorcio de sus padres la motivó a luchar por sus sueños. Tenía su toque de revancha. Algo al estilo: sí a ustedes no les importó romperme la familia, a mí no me interesará que la sociedad se entere que la hija del conferencista más popular del país y de la abogada del pueblo baila por las noches colgada de un tubo. Porque ese fue siempre su sueño: dejar sin dinero a los infieles de Neize y de alguna manera vivir de la música.

¿Quién diría que su padre sería uno de los tantos hombres a los que pretendía castigar?

No nos adelantemos. Les digo que conocí a Magdalena en el peor día de su vida, porque el encuentro se dio a las afueras de la capilla en la que velaron a sus padres .

Lo más estético del mundo sería decirles que Magdalena me enamoró desde el primer momento. Que quedé fascinado con la claridad de su piel y con esos ojos verdes que se llevaban bien con el rojo de sus labios; el par de piernas largas y torneadas. Pero no. Yo en ese entonces las prefería morenas de mirada apache. El maquillaje me parecía exagerado y las piernas no eran mi delirio. Igual me acerqué a ella para matar el aburrimiento.

—¿Todo bien? —pregunté mientras la chica buscaba algo en su bolso de mano.

La pregunta fue porque sus ojos permanecían secos, y lo normal en ese sitio era llorar.

—¿Perdón? —contestó sin voltearme a ver.

—Olvídelo —respondí— ¿Quiere?

De mi bolsillo saqué una caja de cigarros y un encendedor. Dejé ambas cosas a su disposición.

—¡Justo! —agregó.

Sacó un par de cigarrillos, encendió uno y guardó el otro. Después me devolvió la caja y el encendedor.

—¿Y quién colgó los tenis? —pregunté, confiado.

—Mis padres —respondió, fría.

No supe dónde meter la cabeza.

—Perdone, yo…

—Descuida. Y háblame de a tú, por favor.

—Entiendo, pero…

—Ya quita esa cara.  La mitad de los que lloran ahí adentro lo hacen de puro gusto, y el resto guarda su mejor llanto para esta clase de ‘’eventos’’. Como si al hacerlo las lágrimas les enjuagaran el alma o qué sé yo —rió, irónica— ¿Trabajas aquí?

—Estaciono carros. ¿Eso es trabajo?

Rompimos y destruimos el mundo en horas que sentimos como segundos. Como minutos, no exageraré. De pronto su piel pasó de pálida a blanca, sus ojos color pasto adoptaron una suerte de esperanza, y sus piernas… sus piernas supieron llamar mi atención.

—Una última pregunta —solté mientras ella se dirigía de regreso a la capilla.

—¿Qué pasa?

Su timbre fue neutro, pero abrió la mirada de par en par como si en el fondo esperara que yo soltara la más atrevida de las preguntas. Algo al estilo: ¿dónde pasarás la noche? o: ¿te gustaría que te acompañara?

En una de esas me tacharía de loco e inoportuno. Me mandaría al carajo, con todo y que ya estaba cerca de él y lejos de ella. Pero también existía la posibilidad de que dijera que la pasaría sola y que le vendría bien un poco de compañía. Y esa última opción tomó fuerza cuando sonrió con tristeza. Recordé que ahí adentro yacían sin vida los cuerpos de sus padres y que ella solo tenía veintiún años. Que no importaba cuán cruda fuera su relación con ellos: la muerte de los viejos era la muerte de los viejos.

Definitivamente necesitaría de un hombro en el cual recargarse, pensé. Aunque fuera por una noche. Aunque no volviera a suceder. Estaba por soltar la indecorosa propuesta, mas antes debía conocer un pequeño detalle:

—¿Cómo te llamas?

II

Esa noche follamos como dos enfermos. Descubrí que la magia de sus ojos no estaba en la tonalidad ni en el tamaño, tampoco en ese par de cejas gruesas que le servían de techo. Yacía en todo lo que transmitía al desnudarse, y hablo en sentido literal y metafórico.

Ella no solo se sacaba la ropa a ritmo confundido mientras yo la descomponía tomándola por la cintura y besándole el cuello, sino que también botaba sus temores y los dejaba sobre la mesa de estar. Daba vida a sus fantasías y perversiones; se olvidaba de todo. Y al hacerlo me veía a los ojos y me compartía un poco de su magia. Y yo caía rendido sin amarla… sin siquiera quererla. Sumiso ante la más brava de las atracciones.

Sería injusto decir que lo suyo fue ternura y nada más. A ver… sus senos también me atraparon. ¿Y cómo no?, si parecían mandados a hacer para mis manos grandes y huesudas. Sus piernas eran un laberinto del que, sabía, no saldría bien librado, e igual me metí entre ellas y acabé sumergido en ese espacio destinado a la intimidad. Sus manos recorrieron mi espalda; sus uñas dejaron marcas permanentes. Porque al término de unos días las cicatrices desaparecieron, mas no la sensación. Una sensación que me hizo recordar al abuelo y a sus infinitas tazas de café cuando el sol aún no pintaba el día. Sí. En medio de tanto calor, pensé en el abuelo Catalán y en la abuela Lola.

El tipo se despertaba a las cuatro de la madrugada para beber café a escondidas de su mujer. Tenía una hora solamente, porque el reloj biológico de la abuela la ponía en pie a las cinco en punto, y antes de las cuatro era muy temprano… o muy tarde para entregarse al vicio. Entonces bebía lo que podía de cuatro a cuatro cincuenta, después se metía a orinar, se lavaba los dientes y se acostaba de vuelta. Siempre sospeché que Lola murió conociéndole el pecado a su viejito, pero esa es otra historia.

Alguna vez le pregunté al abuelo por qué seguía bebiendo café si sabía que le hacía daño, y él me dijo que de algo debíamos morir, y que a él le apetecía morir por culpa del café. El capricho se le concedió no mucho tiempo después de que falleciera la abuela.

Entonces yo era un niño… o un adolescente, que no es más que otra forma de decir lo mismo. Me pareció ridícula la postura del viejo. De algo nos hemos de morir, sí. Pero si podemos alargar el momento tomando una medida tan simple como dejar cierta bebida, ¿por qué no hacerlo?

Me hice esa pregunta durante muchos años, y a la mañana siguiente de mi encuentro con Magdalena, mientras veía una película llamada: El secreto de sus ojos, inspirada en una novela de Eduardo Sacheri, hallé la respuesta.

Para Catalán el café era más que una simple bebida; era su pasión. Una pasión dañina, sí, que incluso lo mató. Pero uno no escoge sus pasiones. Son ellas quienes nos escogen a nosotros, y a mí me escogió una insana adicción por Magdalena. Por sus uñas enterradas en mi espalda, por ese sexo tan salvaje que parecía enemigo del amor.

III

Alguna vez leí que no nos enamoramos de nadie más que de nosotros mismos, o de lo que somos cuando estamos con determinada persona. Partiendo de ello, podemos concluir que el amor se parece más a la gratitud que a cualquier otro sentimiento. En Magdalena lo comprobé de la peor manera.

Llevábamos meses teniendo sexo todas las noches, por las mañanas desayunábamos pizza fría y en las tardes veíamos películas de la cartelera básica porque no nos daba para pagar un mejor paquete televisivo. Entre una cosa y otra, nos entregábamos a un silencio que se confundía entre la reflexión y el aburrimiento. Fue en uno de esos trances cuando le propuse lo de ir al malecón y ella dijo que sí, que estaba bien.

Juraría que pintó una sonrisa genuina y yo me emocioné. Sentí el aleteo de esas mariposas estomacales que creía exclusivas de las películas.

Me puse mis mejores ropas, afeité los siete vellos que me salían en las mejillas y que algún intento hacían de barba. Alineé ese bigote que ya no tenía pinta de pubertad pero que tampoco parecía digno de los treinta que cumpliría en unas cuantas semanas más y conduje hasta Puerto Virginia.

—¿Qué haces? —preguntó en tono áspero al sentir mi mano sobre la suya apenas y tomamos la carretera.

—Perdona, yo…

—¿Por qué lo haces?

—¿Hacer qué?

—Esto.

—Solo tomé tu mano, Magdalena. ¿Qué tiene de malo?

—¡Todo, Cristo! ¡Tiene todo de malo! Te he dicho mil veces que no quiero nada. Ni contigo ni con nadie.

—No quieres nada con nadie, pero vivimos juntos. Y cada que se te antoja me hablas de amor. ¿Yo qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme callado como si no sintiera nada? No puedo ser tan frío, Magdalena. Al menos no contigo. Porque te quiero, y sé que me quieres.

—No me quieres. Quieres lo que eres cuando estás conmigo.

—¿Qué mierda dices?

—Nada te salía bien, fracasabas en todo. En eso llegué yo, y… mierda. Por alguna puta razón caí y me viste como un triunfo. Yo no soy eso, Cristo, y tú tampoco has ganado nada. Tarde o temprano esto acabará y me iré de tu vida. Tú tendrás que conseguir otro departamento, porque solo ni en pedo podrás pagar el que tenemos. Entonces te darás cuenta de que sigues siendo el mismo fracasado de siempre, y…

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—Yo soy un fracasado, sí. He intentado mil negocios y ninguno me ha funcionado. Tampoco me ha ido bien en el amor. ¿Qué te digo? Pero al menos intento cosas… al menos vivo. En cambio tú te la pasas con miedo.

—¡Yo no soy una…!

—Calla, que aún no termino. Dices que lo que siento por ti no es verdadero, que no te quiero a ti, sino a lo que soy cuando estoy contigo. Y quizás tengas razón, ¿sabes? Pero al menos siento, y no me avergüenzo de ello. Tú…

—¿Tú crees que yo no siento? —preguntó, indignada.

—Todo lo contrario. Sientes demasiado que te da miedo.

—¡Deja de decirme miedosa! Yo no solo siento, y no solo te quiero. Yo…

—¿Tú qué?

—Yo te amo, Cristo. Y no quiero. No quiero amarte ni a ti ni a nadie.

En eso arribamos a Puerto Virgina. El malecón quedaba a escasos cinco minutos de la caseta, pero a nosotros se nos hicieron eternos. Un poco porque Magdalena me prohibió responder a su inesperada confesión, otro tanto porque, incluso de poder hacerlo, yo no sabría qué decirle.

Tenía razón en eso de que más que quererla a ella quería lo que despertaba en mí, mas estaba seguro de que una cosa no borraba la otra.

Alguna vez leí que no nos enamoramos de nadie más que de nosotros mismos, o de lo que somos cuando estamos con determinada persona. Partiendo de ello, podemos concluir que el amor se parece más a la gratitud que a cualquier otro sentimiento. En Magdalena lo comprobé de la peor manera, porque mientras contemplaba su rostro indiferente que decía: por favor no me quieras, por favor no me ames, yo la quería y la amaba. Yo añoraba acabarme la vida con ella, aunque en el fondo algo me decía que nuestra historia acabaría en tragedia.

Pensé en los fieles creyentes. Esos que aman a Dios y le agradecen hasta por las penas. ¿Por qué yo no habría de amarla a ella y a la vez agradecerle por volverme campeón en una vida repleta de segundos lugares?

Y ahora que menciono al de arriba, descubro que estar con Magdalena era como estar con Dios. Sabía que me amaba, pero sus actos demostraban lo contrario.

IV

No existe peor sensación que la del pequeño adiós. Momento justo en el que dejas de formar parte de la vida de otra persona así, nomás. Sin previo aviso ni motivos aparentes. Como si el amor se acabara de repente, porque resulta que nunca hubo tal.

Junto a Magdalena, ese sentimiento se volvió nuestro pan de cada día…

Adoptamos la costumbre de despertarnos muy temprano, en cierto momento cambiamos la pizza por tazas de café salido de una cafetera gigantesca que nunca terminamos de pagar y que quizás era lo único de marca que teníamos en aquél departamento.

De vez en cuando intercambiábamos preguntas tribuneras al estilo: ¿y qué opinas de los norteños y su afán por independizarse?, ¿qué dices de Vieri y su comedia cada vez más forzada? La verdad no nos interesaban esos temas, pero era lo que había. No estábamos dispuestos a hablar de nuestra niñez marcada por sus padres ausentes y mis dos madres. Hasta que un día…

—¿Por qué nunca me hablas de tu tía? —preguntó ella mientras recogía las tazas y las llevaba al fregadero.

—Ya te dije todo. Mi madre y ella eran muy unidas, y cuando los abuelos fallecieron…

—No me refiero a Tita, sino a la otra.

—Mirna no es mi tía.

—¿Por qué la odias tanto?

—No la odio.

—¿Entonces? ¿Por qué nunca me hablas de ella?

—¿Qué quieres que te diga de una mujer que pedía dinero a cambio de ver a sus padres?

—Tal vez lo necesitaba.

—De las tres era la única casada, ella y su esposo trabajaban. A demás, a mi prima le iba bastante bien en el Ayuntamiento. No lo hacía por necesidad.

—¿Entonces?

—El día que logre comprenderlo quizás pueda hablarte de ella sin que se me revuelva el estómago. Por ahora mi conclusión es que le importaban una mierda mis abuelos y que solo aprovechó la ocasión para sangrar a Tita y a mamá.

Magdalena siguió lavando los trastes y ya no dijo más. Me invadió una extraña soledad. Por un lado me alegró que no siguiera con el tema, y a la vez me dolió que mis palabras fueran tomadas como sandeces tribuneras. Como si hubiese hablado de la hipocresía de la izquierda en Neize o de la falsa grandeza de los Verdes, que salen campeones cada año porque así lo determina la FIFA.

—¿Y tú? —pregunté intentando un cambio de frente.

—¿Yo qué?

—¿Por qué nunca me hablas de tu vida?

—No tengo vida más allá de esto, Cristo —dijo y me volteó a ver— y no lo tomes como halago, que no lo es.

—No lo tomo como…

—Mi madre sabía nada de leyes y fue catalogada como la abogada del pueblo. Mi padre sufrió depresión desde los quince años y se ganó la vida diciendo todo aquello que odiaba que le dijeran cuando estaba en crisis, porque así son los motivadores; alimentan el morbo de quienes ven la tristeza como una fuente de entretenimiento, no como un padecer. Ambos murieron en un accidente automovilístico, porque sí, estaban divorciados pero seguían viviendo juntos. Una locura. Yo entonces tenía veintiún años y bailaba colgada de un tubo. Llegué, y, al encontrarme con los ataúdes, no pude llorar ni sentir tristeza. Ni siquiera enojo. Estaba vacía… la muerta era yo. Por eso salí a tomar aire fresco y fue ahí cuando te conocí. Desde entonces dormimos juntos e intentamos no morir en el intento. ¿Algo más?

Hasta antes de aquella noche, recordaba nuestro primer encuentro con mayor mística. Prefería vernos como a dos enamorados que, tras hablar de todo y nada bajo la luz de la luna, hicieron el amor como dos locos y nunca más pudieron separarse. Luego escuché su versión y reparé en que sabía nada de ella. Esas dos horas platicando a las afueras de la capilla no fueron más que un escape para Magdalena, y después deshicimos el amor, no lo hicimos.

Lo que quedaba era que seguíamos juntos porque sencillamente no podíamos estar separados. Sin embargo, la necesidad comenzó a tomar matices distintos. Más de maldición que de bendición.

—Adiós —dijo ella y abandonó el departamento.

La gente no tiende a hallar grandes diferencias entre un ‘’adiós’’, un ‘’hasta pronto’’ y un ‘’hasta luego’’, mas en Magdalena era evidente. Decía adiós bajo esperanza de no volver, y yo a Dios le pedía que siguiera frenándole el deseo. Que por más que lo intentara no pudiera poner fin a lo nuestro.

V

Alguna vez una buena amiga me preguntó por qué todo en mi vida tenía que ver con Magdalena. La taché de loca.

¿Cómo iba a depender de esa mujer pálida de ojos color pasto? De ninguna manera. De los dos era ella quien no podía vivir sin mí; dicho por la propia Magdalena. En tono pesado, sí, pero igual contó. Como contó también aquella vez en la carretera, cuando rumbo a Puerto Virginia dijo que me amaba. Después puso sus dedos en mis labios y me prohibió contestar.

El desatine de aquella mujer no paró ahí. Soltó una serie de preguntas que me hicieron perder los estribos…

—¿Y a ti qué mierda te interesa si me sé su película favorita o no? Ni siquiera le gusta el cine.

—¿Seguro?

—Sí.

No estaba seguro, pero me negaba a darle por su lado.

—Bien. Olvidemos las películas. ¿Cuál es su comida favorita?

—La pizza.

—¿Seguro? Porque la otra vez…

—No, puta madre. No. No sé cuál es su película favorita ni sé qué le gusta comer. Tampoco conozco sus apellidos ni sé por qué mierda vivimos juntos, pero me gusta que sea así.

—De eso no tengo duda, Cristo. Pero escúchate, por favor. ¿Cuánto dices que llevan juntos?

—Un año y seis meses.

—Bien. Tiempo suficiente para al menos conocerle más que el punto G, ¿no crees?

—Lo nuestro no es solo sexo. Realmente nos queremos.

—Nadie lo duda. Caray… si no se quisieran no seguirían juntos, con todo y lo raros que son.

—Ella no tiene más familia. O bueno sí, pero no quisieron saber de ella.

—¿Por qué?

—Porque no le perdonaron nunca que se largara a Malquerida a bailar en un tubo.

—¿A bailar en un qué?

Le conté lo que sabía de Magdalena. Que su sueño era vivir de la música, así fuera bailando a placer de hombres asquerosos. Que dejaba que le acariciaran la piel a cambio de unos cuantos billetes, y que con eso se las arregló para medio vivir y subir lo suficiente a redes con tal de que la prensa se enterara de lo que hacía. Porque eso también era parte de su sueño: que el mundo supiera que la hija del conferencista más querido del país y de la abogada del pueblo bailaba como una puta.

—Bueno… el pole dance es una disciplina —agregó mi amiga en un mal intento de consuelo.

—El pole dance sí, lo que ella hacía no. Descuida. Estoy en paz con eso.

—¿Y ahora de qué vive?

—Es edecán en una tienda de autoservicio. De vez en cuando la contratan para eventos y tal.

—¿Y tú?

—Soy cajero en esa tienda

—Cajero en una tienda de autoservicio —soltó en un suspiro largo y tendido.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Nada si habláramos de un tipo sin estudios, pero tú eres político, Cristo. Por Dios. Te graduaste con honores y conoces a un montón de gente. Podrían colocarte en un buen trabajo… incluso a ella.

—Es por eso que prefiero vivir así. A más lejos esté de ellos, mejor.

No mentí. La política era un mundo por demás cerrado para mí. Bastaba con levantar el teléfono y marcarle a dos o tres personas para volver al partido verde, pero se me revolvía el estómago tan solo de imaginarme frente al espejo; en corbata roja y camisa blanca. Sonriendo entre criminales de bandera tricolor.

—Quizás tengas razón.

—La tengo.

Guardamos silencio durante un par de minutos. Estábamos en un bar cercano al departamento de mi amiga; en él Vieri ofreció sus primeros shows. Por eso había fotos suyas colgadas por cualquier lado.

—Deberías intentarlo —dijo ella.

—¿A qué te refieres? —pregunté, confundido.

—Vieri es gracioso, sí. Pero cada vez tiene menos contenido. Solo repite los mismos chistes una y otra vez… a lo sumo les cambia un par de cosas y listo. Con lo que tú le sabes a esa bola de ratas, serías un éxito. Y para rematar, eres gracioso.

De todo lo que hablamos esa noche, solo estuve de acuerdo en un par de cosas con mi amiga. Debía intentar lo de hacer reír a la gente con una buena sátira política, y todo en mi vida tenía que ver con Magdalena.

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