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—¿Qué les pasa?

—¿A quiénes, cariño?

—A ustedes. Papá y tú están muy raros últimamente. Es por mi culpa, ¿verdad?

Sospecho que Luz escuchó el crujido de mi corazón, por eso me regala una caricia en la mejilla y me ve con esos ojos que pronto, según los doctores, cerrarán para siempre.

¿Cómo le haré para seguir adelante?, si al imaginarla muerta se me parte el alma. ¿Para qué continuar?, si desde hace cinco años esto ya no es vida.

—Arreglen sus cosas, por favor. Es lo único que les pido. No me quiero ir sabiendo que fui la causante de su divorcio.

—No digas eso, corazón. Los dos estamos muy nerviosos por todo lo que está pasando, pero no vamos a divorciarnos. Y tú no vas a irte a ningún lado.

Nos divorciamos, y ella se fue a otro lado. El juez puso aquél papel sobre la mesa y nosotros lo firmamos como si estuviésemos liquidando alguna deuda, porque, probablemente, eso estábamos haciendo. Una deuda con el destino y la tragedia que nos arrancó el alma. La culpa de Martín y su terquedad de enseñar a montar a nuestra hija también forma parte de la carga, como mi negligencia como madre al haberlo permitido. Si tan solo…

—Solo prométeme una cosa, Blanca.

Blanca… es duro escucharlo así. Tan alejado del cariño que durante treinta años alimentamos. Tampoco me sorprende. Desde el accidente, el único sentimiento que nos acompaña es el rencor.

—¿Qué pasó?

—Prométeme que acá termina todo. No quiero que te sigas culpando. Quizás el Padre tiene razón y esto pasó por algo.

—Porque fallamos, Martín. Por eso pasó.

—¿Cuándo fallamos? Los accidentes pasan, Blanca.

—Los accidentes. No las tragedias.

Firmamos el papel y no volvemos a saber más de nuestras vidas. Nos alejamos tanto de las propias como de las ajenas.

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