—¿Y ella qué opina de todo esto?
—¿De las terapias?
—No. Espera… ¿sabe de ellas?
—No.
La doctora suspira y le entrega su paciencia al de arriba. Él la ignora. O hace como que la escucha. Para el caso es lo mismo.
—Me refiero a lo que me cuentas. ¿Sabe que te culpas?
—¿Que si lo sabe? Es su deporte favorito.
…
Era un mañana otoñal. De esas veces que a esta ciudad rara se le antoja obedecer a las estaciones. Salimos de casa. Luz y Blanca portaban un impermeable amarillo, yo disfrutaba de la lluvia. Te vas a enfermar, ambas me advirtieron, mas yo no hice caso. Emulé la rebeldía de hace unos cuantos meses, cuando convencí a mi niña de montarse a caballo para sacarme el susto de mi vida. Me espanta, admito, recordar más la emoción de verla cabalgando que el susto de su muerte. Creí que se me iba, no me olvido más. Tampoco es como que Blanca me lo permita.
—Llegamos.
El tono de mi mujer es el de una madre confundida que se enorgullece con un: te lo dije a sus hijos, pero igual le preocupan las consecuencias de sus actos.
Nuestro acto fue una cabalgata en la madrugada. Las consecuencias; un tumor en el cerebro de esta niña que apenas comienza a vivir.
—Lo siento mucho.
¿Por qué los doctores se empeñan en jugar un papel que no les corresponde? Está como aquél médico al que tanto quiso mi mujer. Sabrá Dios qué pasó con él, pero su cantaleta de distraer a los niños con un juguete mientras los inyecta me rebota noche a noche, sobre todo cuando Blanca me da la espalda alegando que le duele la cabeza.
No hay semana que no piense en ese sujeto de baja estatura y nula cabellera. No hay mes, confieso, en que no lo imagine viendose a escondidas con mi mujer. Sea en un cuarto de hotel o en un café, en horas que debería compartir conmigo. ¿O no?
—¿Cómo se lo vamos a decir?, si el mes que viene es su fiesta de quinceaños.
Entonces me di cuenta de todo. Mi ataque de celos no era más que una máscara. Un sitio a dónde ir para no lidiar con esa fría realidad. Mi hija tenía cáncer, y todo por culpa mía. Aquél golpe en la cabeza le condenó los días.
—¿Qué les pasa?—¿A quiénes, cariño?—A ustedes. Papá y tú están muy raros últimamente. Es por mi culpa, ¿verdad?Sospecho que Luz escuchó el crujido de mi corazón, por eso me regala una caricia en la mejilla y me ve con esos ojos que pronto, según los doctores, cerrarán para siempre.¿Cómo le haré para seguir adelante?, si al imaginarla muerta se me parte el alma. ¿Para qué continuar?, si desde hace cinco años esto ya no es vida.—Arreglen sus cosas, por favor. Es lo único que les pido. No me quiero ir sabiendo que fui la causante de su divorcio.—No digas eso, corazón. Los dos estamos muy nerviosos por todo lo que está pasando, pero no vamos a divorciarnos. Y tú no vas a irte a ningún lado.
Dicen que las penas unen o desunen, pero lo que hizo con nosotros no tiene nombre. No hay ratos buenos ni ratos malos. Estamos mezclados en una cueva de la que, sospecho, jamás saldremos.En los días menos muertos nos respondemos el saludo y decidimos ignorarnos hasta que el sueño nos recoja. Esto es casi siempre a las ocho o nueve de la noche. Mientras más corto sea el día, mejor. Mientras más duremos en otro mundo, también.—Anoche hablé con Luz —soltó Blanca, reflexiva—. Me hizo prometerle una tontería.—¿Qué cosa?—Quiere que nos llevemos mejor.—Quizás eso deberíamos hacer.—Quizás, pero no podremos.—No bajo esa actitud —agregué—. Me dejas remando solo, Blanca.
—¿Realmente crees que fue su culpa?—Hablemos de otra cosa, Georgina.—Estás en tu derecho, pero creo que no puedes ser tan injusta con mi hermano.—Ese es el problema —le digo—. Martín es tu hermano. Ves por él, y está bien. Yo veo por Luz.—Luz ya no está más, Blanca. ¿Crees que le encantaría saber que ustedes se divorciaron poco tiempo después de su…?—No sigas, por favor —le suplico en un hilo de voz casi inaudible.—Lo siento.—Está bien —agrego sin voltearla a ver—. Tengo que irme. Me siento un poco mareada.—¿De nuevo?—Sí. No he dormido bien últimamente.Miento. He dormido más de la cuenta.—Está bien. ¿Quedamos el lunes?&mda
—El problema fue que la quise cuando no me quería ni a mi mismo.Suelto sin darme cuenta de que la doctora bien puede tomar mi acalorada deducción como un agravio a su profesión. Como quienes aseguran que la depresión se cura sola o que el cáncer te da por acumular sentimientos negativos.Ella, sin embargo, conserva la calma. Hoy viene de buenas, me parece.—Cuéntame un poco sobre Blanca —me dice—. ¿Qué fue lo que hizo que te enamoraras de ella?—Era la más hermosa del colegio, ¿sabes? Tenía unos ojos que te invitaban a sonreír y luego te perdía en ellos. Aún no entiendo qué vio en mí.—Las mujeres somos vanidosas, Martín. Nos enamoramos de quienes nos ven como tú la veías.—¿Y cómo sabes cómo la ve&i
—¿Pudo haber sido el accidente?—No necesariamente.—¿Pero existe la posibilidad?—Son solo hipótesis, señora. No hay antecedentes concretos.Es difícil odiar a quien le juraste amor eterno frente a un altar, pero es imposible no hacerlo después de que éste te condenó a la hija.—Es injusto —participa Martín.—Estoy de acuerdo. Es injusto que le hayas arruinado la vida a nuestra niña —le respondo mientras le ofrezco una mirada endiablada.Él agacha la cabeza, quiere ser cualquiera menos mi esposo… menos el padre de esa niña que nos espera allá afuera sin saber que escuchará la peor de las noticias.—Perdonen que me entrometa —dice el doctor—, pero les recomiendo calmarse antes de hablar con Luz. —Quizás lo mejor sea el divorcio.Blanca es ágil de mente, si tarda en responder es porque busca las palabras adecuadas para el momento.—Me lo he estado pensando mucho en estos días, ¿sabes?¿Responder con una pregunta?, ésta no es Blanca. A ella le domina el orgullo o el intelecto, nunca la incertidumbre. Va siempre fría o caliente… ¿tibia? Jamás.—No creo que tengamos solución —le digo.Ella ríe un poco, yo la acompaño en el engaño. Podrán haber ocurrido mil cosas desde el accidente hasta ahora, mas nunca hemos dejado de amarnos.—¿Y si lo pensamos un poco? —propone.Duramos cuatro años como novios, llevamos treinta de casados y nunca la había escuchado con tanta ternura, con tanto amor. Su pregunta es ligera, bastante norma11
Tras colgar, acabo convencida de algunas cosas. Por ejemplo, mi odio por Martín no es genuino. Si realmente lo odiara, habría colgado en cuanto escuché su voz del otro lado del teléfono.Me preocupas, dijo. Y aunque en el momento debí sentir rabia o algo parecido a la furia, he de admitir que me emocioné. Y mira que sale cara la alegría en tiempos de tragedia.—Estoy —le digo—. Eso ya es ganancia.—Pero quiero que estés mejor.Así inició aquella conversación que acabaría con su inesperada propuesta.…—Quizás lo mejor sea el divorcio.¿Así de fácil? ¿Dos meses fueron suficientes para que me olvidaras? Claro, entiendo por dónde va la flecha. Quieres continuar como si nada hubiera pasado. Olv
—¿Qué tal la vida de soltero?La pregunta de Rogelio me sabe a amargo consuelo, pero la frescura de su mirada evidencía la autenticidad de sus palabras.¿Realmente le interesa la suerte de este cincuentón enojado con la vida?Supongo que es parte del escenario. En menos de un año perdí a mi hija y a mi esposa, cualquier morboso quisiera saber cómo me las arreglo para seguir de pie. Eso, o quizás desconoce la pesadez de mi andar. A primera instancia me parece ridículo, mas luego recuerdo que no ve con mis ojos ni siente con mi pecho, entonces me inclino por esa idea.—Pues va, Rogelio —le contesto—. ¿Qué te digo? De a poco me acostumbro a dialogar con la pared. En algo ayudaron los últimos años con Blanca.—¿Y ella?