Piel de papel

Escuchar la melodía que le recuerda a ella sin que el corazón amenace con explotarle, Sebastián lo toma como una prueba irrefutable para decir que sí, que ha superado lo de la ruptura. Y si lo encaras y le dices que no, que no ha salido adelante, que sigue en lo de ella, te dirá su nombre treinta veces, y tú no hallarás sentido a sus palabras. Lo hará otras sesenta… cien, si es justo, y al rendirte te dirá que a Alma la olvidó, y que ahí está la prueba. En mencionar su nombre así: a la ligera. Como quien cita una buena anécdota sin que eso implique querer vivirla de nuevo.

De una parece coherente la postura. Lo que le hace ruido a su familia es la manía de mencionarla a cada rato. Si a la quinientas se le escapa algún suspiro, él no tiene apuro en admitir que le suspiró a ella. Si a la memoria le llega uno de los tantos días que compartieron juntos, no se muerde la lengua ni habla de otra cosa. Suelta el comentario importándole muy poco lo que opinen los demás. Pasa que Sebastián decidió conservar la ilusión de esos niños que se amaron como adultos. Calcula que el fracaso tangible no tiene por qué arruinar la fantasía.

—Tienes que superarla

Dijo alguna vez Eduardo, mientras bebían cerveza en un bar del centro de la ciudad.

—¿Y quién dice que no la he superado?

Respondió Sebastián sin mirarlo a la cara. Un poco porque no le gusta que la gente se entrometa en sus temas. Otro tanto porque entonces no estaba del todo convencido de su respuesta.

—No dejas de hablar de ella. No puedes seguir así.

—¿Por qué no?

—Porque no es sano.

—Más insano me parece lo que me proponen.

—¿Continuar?

—Continuar como si nada hubiera pasado.

—¡Porque nada pasó! Ella…

—Ella fue el amor de mi vida. Quizás lo siga siendo.

—¿Ves?

—¡Veo nada, Eduardo! Entiendo tu tema éste de borrón y cuenta nueva, pero en mí es diferente. Alma fue alguien muy especial. No me apetece vetarla de mi cabeza nada más porque ustedes creen que está mal.

—Nosotros solo queremos lo mejor para ti.

—Entones dejen de meterse en mis cosas.

—¿Para que luego acabes como la otra vez? Desde aquél día se me cayó del pedestal.

—Ni siquiera supieron qué fue lo que pasó.

—La tipa…

—¡Alma!

—¡La tipa te pidió un tiempo y no te dejaba ni hablarle!

—¡No tienes idea!

—¡Y me importa un carajo! A nosotros nos interesas tú. Para nosotros ella ya está muerta.

—Entonces a mí también denme por muerto.

Sebastián se apresuró lo que le quedaba de cerveza y salió disparado. Eduardo pensó en alcanzarlo, mas no se atrevió. Lo estimó malagradecido. De eso han pasado dos semanas, y el par de primos siguen sin hablarse.

II

Las luces encendidas, el auditorio a medio llenar. Sebastián calcula unas doscientas personas, sus alumnos juran que son más. No puede no acordarse del 23 de octubre del 2016, cuando presentó su primera obra. Se ve en la mirada brillante de los actores… en el pecho que late sin ofrecer tregua. La historia vivirá tanto como ellos lo permitan, por eso se esfuerza en tranquilizarlos. Lo mismo hizo aquella noche de octubre.

—A partir de éste momento, muchachos, todo lo bueno que se diga de la obra será mérito suyo. Lo malo me lo quedo yo. Salgan a divertirse, por favor.

Aquel recinto era pequeño, apenas albergaba cincuenta almas. A él lo embriagaba una mezcla de nervios y emoción difícil de explicar. Por un lado estaba lo de ser el tercer director de teatro más joven del país, por otro los temas a abordar y la vulnerabilidad de sus actores. Todo junto era una olla hirviendo, y sin embargo, lo que lo tenía con el estómago hecho un nudo, era la sonrisa de Alma. El par de piernas que minutos antes llenó de besos y caricias.

—No voy a poder —dice Priscila minutos antes de entrar a escena.

—¡Claro que puedes! —responde Sebastián haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar el hartazgo.

—No, no pue…

Priscila se vomita en el vestido y Sebastián se ve obligado a improvisar con alguien más. Medio agradece al de arriba porque desde hace un año trabaja para colegios, donde las obras carecen de total valor artístico. Si la entrega fuera como la de aquella vez, el equipo de actores sería corto. La audiencia estaría silbando, y su historia tendría que ser plasmada de forma excelsa para que el público le perdonara la pifia. Ahora interesa nada. A los que están ahí la mirada no les brilla por emoción, sino por miedo. Vergüenza de pararse frente a cientos de padres de familia. Y el corazón late para no devolver como devolvió Priscila. Por la historia tampoco debe preocuparse. Se necesita poco para que esos alumnos con intereses variados medio libren Romeo y Julieta. Si la historia fuera propia como la de octubre, capaz y Sebastián sufriría un paro cardiaco.

—¿Te animas, Julia?

Ella responde que sí, sin saber muy bien lo que está aceptando. Sebastián pudo invitarle cualquier cosa. Julia vive a merced de lo que le pida su profesor.

III

El ocho de febrero Sebastián decide ponerse un tatuaje. Una frase simple en el brazo izquierdo: Haz que valga la pena, en letra cursiva y abajo una fecha. La gente tomará aquello como un paraje bíblico, y la idea le gusta porque tiene su parte de verdad.

—¿Por qué no te quedas?

—¿Perdón?

—Veo que vienes seguido. Rezas y te vas. ¿Por qué no te quedas a escuchar?

—No me lo tome a mal, pero…

—No crees en la iglesia.

—No tanto así.

—Es así.

Permanecieron callados un rato más, hasta que el sacerdote se animó a confrontarlo.

—Crees necesitar de Dios, pero es Él quien necesita de ti.

—¿Y por qué Dios me necesitaría?

—¿Te gustan las películas de guerra?

—No son mis favoritas, pero…

—Desde que nos olvidamos de Él, nos ve más o menos así. Lo peor es que al Señor no le gusta nuestra guerra.

—A nadie nos gustan las guerras.

—A Él sí. Mas no la nuestra.

—¿Y contra quién peleamos?

—Contra nadie.

—Pero…

—Peleamos contra el viento, y el viento es nada. Luchamos por alcanzar una felicidad que no nos corresponde.

—No es justo.

—¿Y quién dijo que lo era?

—Dicen que Él es un Dios justo.

—Y lo es.

—¿Entonces?

—Dios es justo. Nosotros no.

—No estoy entendiendo nada.

—No estás aquí para entender. Al menos no por ahora. Vienen momentos complicados, y no podrás salir de ellos si sigues así.

—¿Así?

—Solo abre bien los ojos y piensa menos. Dios te necesita para un fin.

—¿Qué fin?

—Solo Dios lo sabe.

—Y usted.

—No. Yo tampoco lo sé.

—¿Entonces por qué me dice esto?

—Porque lo siento. Una idea… una barbaridad te trae aquí cada que te convences de intentarlo.

—¿Intentar qué?

—Tú sabes de lo que hablo.

—No. No tengo idea. Y francamente…

—Intentalo si gustas.

—¿Perdón?

—Carga esa pistola y jala el gatillo. Aún no te toca.

—¿Y por qué haría eso?

—Eso solo tú lo sabes. Si estás tan convencido, anda. Inténtalo. Igual no podrás. No hasta que cumplas con tu fin.

—¿Y cómo sabré cuando cumplí con él?

—Te darás cuenta. El camino será difícil, insisto. Solo haz que valga la pena.

Después el sacerdote dio la media vuelta y Sebastián sintió pesados los hombros, débiles las piernas. Se hincó más por necesidad que por devoción frente a una de las tantas figuras y rezó casi mecánico: hagamos que valga la pena. Después despertó en su cuarto convencido de que lo anterior no fue un sueño. Desempolvó la computadora y se puso a escribir. Dos meses después tenía en sus manos ideas mal relacionadas, una trama sin sentido pero que a él le confortaba el alma. En parte porque era la primera vez que terminaba algo que se proponía a hacer. En otra porque durante ese par de meses las ganas de quitarse la vida desaparecieron por completo.

En 2016 conoció a un grupo de actores y llevó el manuscrito a los telones. Fue reconocido como uno de los directores de teatro más jóvenes del país. La obra tuvo su éxito, aunque mientras más la veía menos le gustaba. Estimó que a eso se refería el sacerdote. Se sintió satisfecho. A mano con Dios. En 2017, sin embargo, las cosas con Alma comenzaron a empeorar.  En febrero se matriculó en un colegio como maestro y comenzó a recrear obras clásicas. Dejó de escribir y frenó de golpe su creatividad. La razón era simple: aumentarle ceros a sus cuentas bancarias y casarse con Alma antes de que se animara a dejarlo. Ella se fue, no obstante, y la sensación de deberle algo a Dios vuelve a inquietarlo por las noches. Calcula que estaría bien intentarle por otro lado. ¿Por dónde? Ya lo verá. Ahora necesita sellar el compromiso. El sacerdote habló de un camino complicado, precisará energía para afrontarlo. Energía y memoria. Sí. Por eso hoy, ocho de febrero: tres años después del sueño que calcula revelación divina, está en un estudio de tatuajes a nada de estamparse la ofrenda. Ahora en singular. Suficiente tiene Dios con los problemas del mundo como para apoyarlo en su misión.

IV

—¿Lo regañan si entro?

La pregunta la hace Julia. Sebastián le responde que no hay problema, que pase. Está sentado en una silla de madera lo suficientemente alta como para dejarle los pies volando a pesar de su metro ochenta.

—¿Qué hace?

—¡Invoco a satanás!

Acompaña lo dicho con una expresión dramática y echa las manos al viento como haciendo reverencia. Lo cierto es que hace nada. O hace poco. Busca la forma de inyectarle algo propio a la obra de San Valentín. Va de un romance en tiempos de peste negra. Donde el amor y la tragedia se unen para alimentar el morbo y la sensibilidad de la audiencia. Lleva toda la mañana pensando, mas ninguna idea le convence. Por eso dejó la libreta en la mesa de la esquina y jaló la silla hasta la parte central del estudio. Aquello configura casi un ritual previo al tendido de guantes… a la sumisión creativa.

—Quiero pedirle perdón.

—¿Por?

—Por lo de la obra.

—Ah, eso…

—Sí. No sé qué me pasó.

—Descuida. Te agarramos en curva. Priscila…

—¿Es un tatuaje?

—Sí —responde Sebastián mientras intenta esconderlo.

—A mí también me gustan los tatuajes.

Julia se recoge el cabello y deja entre ver una libélula pequeña cerca de la oreja izquierda. Después se levanta las mangas. En el brazo derecho hay un labial, en el izquierdo una rosa que cierra con una frase y arriba de ella una mandala. Voltea hacia la puerta como verificando que no haya nadie en los pasillos, luego se baja un poco el suéter por el lado del cuello y le muestra a su profesor unas letras en romano que lleva estampadas en la clavícula.

—Es mi fecha de cumpleaños… aún tengo más.

La situación se torna un tanto incómoda. Sebastián puede preguntarle cuántos más, ella responder cualquier cantidad. Desmenuzar el significado de cada uno, olvidarse de que están en el estudio B, donde solo los maestros pueden entrar. Capaz y se ponen a platicar como un par de colegas con gustos en común. Capaz y no. Igual Sebastián no quiere correr riesgos y manda el esférico a saque de banda.

—Lo confirmo… eres una artista. Que bueno que te sumaste.

—Está de broma, ¿no?

—No.

—¡Soy un asco!

—Yo no lo veo así.

—¿Vio cómo me trabé en la obra?

—Para la cual no ensayaste e igual subiste al escenario. Felicidades, por cierto.

—Vaya arranque.

—Nada mal para quien apenas lleva dos meses con nosotros. Muchos ni siquiera habrían terminado la función.

—Estuve a punto de bajarme, te juro… le juro. Perdón.

—Háblame de a tú, no te preocupes.

—¿Seguro?

—¿Qué tienes? ¿veintiuno?

—Ajá.

—Yo tengo veintitrés. Casi somos de la edad.

—Y tú dando clase.

—Y tú aprendiendo.

—A veces me pesa mucho, ¿sabes?

—¿Qué cosa?

—El tema de la edad. Mis compañeros tienen dieciséis… diecisiete, a lo sumo. ¿De qué hablo con ellos? Si hubiera hecho las cosas bien…

—¿Y quién dice que las estás haciendo mal?

—Me refiero a los tiempos. Si me hubiese enfocado en los estudios…

—Hoy estarías por lo del título universitario, calculo. De una trabajando o haciendo prácticas. De dos hasta con uno de estos carritos pequeños que caben en cualquier lado. Independiente, lo más probable. Pero eso no quiere decir que estarías mejor que ahora. Yo tomé el camino que crees correcto, y créeme cuando te digo que no es la gran cosa.

—¡A celebrar por nuestras malas decisiones! —dice Julia y de la nada se le enciende la mirada. Gracias a ellas hoy estamos aquí, conociéndonos. Y me gusta mucho conocerte.

Julia termina su parte obsequiándole una sonrisa torcida, estacionando sus ojos en los de él. Apoya su mano izquierda en la rodilla de Sebastián y él se da cuenta de algunas cosas. Mandó el esférico a saque de banda, sí. Mas igual el rebote no le ayudó demasiado y acabó charlando de más con su alumna. El corazón amenaza con salírsele del pecho, las mejillas se le tiñen de rojo sangre y las ideas se convierten en deseos. Quiere quedarse ahí para siempre. En la mirada de esa mujer con piel de papel.

V

—¿Y no la extrañas?

La pregunta la hace Andrés, un viejo amigo de Sebastián. Conviven poco pero se ven bien. Acompañan al morocho en su festejo. A él lo conocieron en una de esas interminables tardes de fútbol con los colegas.

—Es raro. A veces siento que no se ha ido —responde Sebastián y hace una pausa ligera para poner en orden sus ideas. No quiere amontonar lo salido de la lengua con lo del corazón. Mi familia piensa que no la he superado, pero te juro que sí.

—Mas eso no implica que la olvides.

—¡Exacto!

—Fueron muchos años, hermano. ¿A qué edad empezaron?

—Quince. Teníamos quince cuando nos pusimos de novios.

—No puedes olvidarla sin perder un poco de ti. Entiendo a tu familia, sin embargo. Ellos quieren lo mejor, pero no están en tu cabeza. Entonces no te sientas mal si algún día quieres hablar de ella. Incluso hablar con ella.

Esa baraja Sebastián la descartó apenas y se despidió de Alma. Cuando le dijo te quiero y el corazón frunció el ceño. No mintió. La quería… la quiere. Mas no de la forma correcta. Cupido tenía miedo de que la nostalgia les embargara el pecho y quisieran volver a intentarlo. Ninguno se atrevió, no obstante, y él se permitió llorarle por última vez al amor de una vida caducada. Llorarle sin que el existir le lastimara ni el recuerdo le quemara. Llorarle sonriendo, incluso. Por lo que fueron.

De una aparece el morocho y les ofrece otro trago. Éste trae familia bajo el brazo y para cuando acuerdan, están borrachos. Pactan algo para luego. Una botella de whisky, una charla sincera. Sebastián le pasa su nuevo número, porque el viejo lo perdió aquella noche en el museo.

VI

—Tienes que tener mucho cuidado.

—Entiendo, pero no estábamos haciendo nada malo.

—Y te creo, mas esto es una preparatoria. Los muchachos son así. Un mal entendido puede arruinarte la carrera.

—¿Qué te dijeron exactamente?

—No puedo decirte.

—Dejé pasar a una alumna al estudio B. Sí. Sé que no pueden entrar ahí porque en ese salón se guardan los exámenes y tal, pero igual no es la primera vez que algo así sucede. Acepto lo del regaño, lo que no me entra es por qué tanto misterio. Me da la impresión de que sacaron las cosas de contexto.

—¿Puedo serte franca?

—Por favor.

—Feo no eres, además estás joven.

—¿Gracias?

—A lo que voy es que trabajas en un lugar donde más de la mitad son mujeres, y muchas de ellas gustan de ti. Lo que me contaron no tiene fundamento. Cosa de nada. Pero ya dejó un antecedente.

—¿Un antecedente?

—Me saliste más inocente de lo que pensaba.

—Pasa que…

—Dejémonos de rodeos. Si yo estudiara en esta escuela también me enamoraría del maestro joven, mas no me atrevería a hablarle. Después de esto, sin embargo, me sería sencillo buscarlo en Facebook, acercármele. Proponerle cualquier cosa. En los pasillos está el rumor de que Julia y tú se pusieron un tanto románticos en el estudio. No llegará a Rectoría, porque no tienen pruebas y sé que las cosas no ocurrieron así. Por ésta ocasión yo te cubro. Pero necesitas estar alerta. Soy mujer y sé por qué te lo digo.

Sebastián asiente con la cabeza y se cruza de brazos. Piensa. De una le alimenta el ego lo dicho por la coordinadora, que de no ser su jefa directa capaz y le invita un café para admirarle de cerca los ojos color almendra. De dos se preocupa. ¿Quién los habrá visto? ¿Por qué mintieron? Ellos no estaban coqueteando, calcula. A lo sumo charlaban amistosamente. Quizás rompiendo un tanto la línea entre alumna y maestro. Hasta ahí. ¿O no?

Sebastián considera distintos escenarios cuando le vibra el celular. A la par suena el timbre y la coordinadora se despide porque le toca clase. No hay nadie más en sala de maestros. Piensa atender la llamada ahí para no toparse con el ruido de los pasillos, mas no alcanza a responder. Tampoco reconoce el número. Se guarda el celular en el bolsillo y vibra una vez más. Ahora en tono corto. De mensaje.

—¿Será muy atrevido invitarle un trago a mi maestro favorito?

Sebastián puede hacerse de la vista gorda. Borrarlo y decir que no, que nada le llegó. Correría el riesgo, sin embargo, de que el remitente lo conservara y se lo mostrara a alguien. El tipo acabaría metido en un lío sin sentido. Lo más sensato del mundo sería alcanzar a la coordinadora, que no debía estar muy lejos, y ponerla al tanto. Levantar una investigación. Sí. Eso sería lo correcto. Pero en cambio a Sebastián se le ocurre responder de la forma más comprometedora posible.

—Calculo que sí… pero me gusta la gente atrevida.

El mensaje llega en el salón de al lado. Julia no puede ocultar la sonrisa. El rostro se le baña de rojo sangre y las piernas le tiemblan. Cuando marcó, agradeció que no le respondiera. Un poco porque no sabría qué decirle. Otro tanto porque Fuentes… la amiga que le consiguió el número, sería testigo de la primera charla informal entre ella y Sebastián, descartando el tuteo en el estudio B. Con el texto la cosa era distinta. Ese podía guárdaselo para sí. Decirle a Fuentes que no le ha contestado y leerlo en casa. O leerlo ahí mientras la amiga estuviera en otro canal… como lo intentó. Pasa que ni en veinte vidas imaginó la respuesta de Sebastián.

—¿Ya te contestó?

Fuentes grita, porque ella es de estas personas que no saben hablar en tono bajo. Tania: la coordinadora, recién entra al salón y se encuentra con la mirada picara de Fuentes, el rostro apenado de Julia y las piernas dandole saltos. Pueden referirse a cualquier tema. Un novio de Julia, algún pretendiente. Una amiga o familiar. No tiene por qué tratarse de Sebastián, y sin embargo, un tanto por ser mujer y detectar señales que solo entre mujeres ven, otro poco porque conoce a Julia desde hace tiempo, y mucho por los acontecimientos de los últimos días, Tania piensa mal.

VII

—¿Cómo supiste que era yo?

La pregunta la hace Julia apenas llegada al bar en el que acordaron verse dos mensajes después. Con palabras cortas… directas. Casi amontonadas.

—¿Y quién dijo que te esperaba a ti?

A Julia la respuesta le sabe mal. Agacha la mirada con vergüenza. Se muerde el labio inferior. En parte para ahogar las malas palabras, en otra para sacarse las ganas de lanzarse a los brazos de ese tipo de metro ochenta y cabello almendrado. De ojos claros ante la luz del sol y voz penetrante. O quizás el metro ochenta le añada torpeza, el cabello que ella ve color almendra no sea más que una mala fusión entre el negro y el café, los ojos los tenga como los de cualquier mortal y a la voz adiestrada por años en el mundo del teatro le falte eco. Mas ella lo ve así: perfecto. Solo dos años más grande, pero con la sabiduría suficiente para dejarla sin aliento. Y para su fin hoy está vestido de negro. Con esa chaqueta de cuero que a ella tanto le fascina y el pantalón ajustado. La camisa a medio abrochar y las botas gastadas. El anillo en el dedo anular que muchos corajes le hizo pasar cuando lo conoció.

—Por la foto, boba.

La respuesta le resta peso a los atrofiados hombros de Julia. Levanta la cara. Lo ve a los ojos. Se pierde en ellos. Es de noche, hay más gente de la deseada. Solo tienen cuatro mensajes en común… cosa de nada. Ella proponiéndole lo del trago, él aceptando. Ella señalando el primer lugar que se le ocurrió y dejando sobre la mesa una hora, él aceptando una vez más. Está por sentarse. Toma la carta y antes de leerla, él la coge por el brazo y dice…

—Ambos sabemos cómo y dónde vamos a acabar. Pero antes quiero conocerte un poco más.

Sebastián no tiene idea de dónde sacó valor para soltar tremenda declaración. Julia puede negarse, darlo por patán y hasta acusarlo. Capaz y ella solo quiere una salida entre amigos. O incluso más, pero no así. Tan de una. Tan de la nada. Lo propuesto es correr antes de gatear. El riesgo de caerse y arruinarlo todo es gigantesco, y sin embargo…

—¿Y sí mejor nos conocemos en otra parte?

VIII

A Sebastián el corazón se le aceleró apenas y la vio entrar al bar. En vestidito negro y calzado informal. Con una chamarra de mezclilla cubriéndole los hombros… la misma que traía puesta el día en que la conoció. Estaban en el patio, ella platicaba con sus amigas, él afinaba los últimos detalles de la pastorela. Dejó el trabajo muerto, sin embargo, cuando Julia se sacó la chaqueta a pesar de los pocos grados centígrados y simuló un baile sabrá usted de dónde. A Sebastián le dio risa… no pudo ocultarlo. Ella se dio cuenta. Fue la primera vez que la vio roja, y desde entonces le llamó la atención. A la mañana siguiente Julia se matriculó en el taller de teatro.

—¡La bailarina! Te supe artista… que bueno que te sumas.

Ella rió y bajó la mirada. Sebastián no se dio cuenta de lo nerviosa que la puso. De lo mucho que él le gustaba. O quizás sí, pero prefirió fingir que no. En aquél momento todavía estaba de novio con Alma. Faltaban algunas semanas para lo de la ruptura… para que su vida cambiara.

Y hoy la tiene frente a sí: desnuda. Le devoran las ganas de palparle la flecha que trae tatuada en la costilla izquierda. Un poco para averiguar hasta dónde le llega la tinta. Otro tanto para comprobar que sea real. Porque en una de esas la niña de metro setenta, delgada como una pluma y blanca como la cal es una alucinación. Capaz de rato él despierta al lado de Alma, y Julia nunca existió. O existió como una simple alumna que se metió a teatro por amor al arte. O por amor a Sebastián mas de eso el tipo jamás se enteró. O se enteró, pero nunca cedió. O cedió, mas todo quedó en una ida al bar. O del bar se pasaron al hotel de asiática arquitectura y no hicieron el amor. O lo hicieron pero él no se enamoró.

La mera presunción le seca el pecho. Quiere aferrarse a la situación. Se pincha las palmas de las manos y comprueba que está despierto. O que al menos es uno de esos sueños medio parientes de la realidad. Porque hay dolor, aroma y tensión. Igual despierta. Igual y no. Lo cierto es que hoy Julia está frente a sí… existe. Que se gustan y que quedaron de unos tragos. Que botaron el plan, se montaron al carro y hoy están en el hotel… a punto de hacerlo.

Se lanza hacia ella y la besa. Parte de los labios y acaba por la espalda sin descuidar un solo rincón de su cuerpo. Le respira cerca del oído y le deja la luna a merced de un chasquido. Y le hace el amor una… dos y treinta veces. Se lo hace con ternura… rayando en la torpeza. Pero también se apasiona. Al terminar, ella se recuesta en su pecho y él la recibe. La abraza. Y platican de la vida como si tuviesen más cosas en común que el arrebato. Sebastián habla de Alma… de la china. Ella le cuenta de un amor recién acabado. Entonces descubren una segunda similitud: son dos corazones rotos jugándole al amor. Porque esto dejó de ser un simple encuentro desde hace un par de horas: tras el último orgasmo. Pudieron inventarse cualquier excusa, vestirse e irse. Sin embargo llevan dos horas conociéndose. Gustándose. Dos horas abrazados en pleno 14 de febrero.

—¡Feliz San Valentin! —grita ella, minutos después de las doce.

—¿Quieres ser mi novia? —responde él en la declaración menos romántica de todos los tiempos.

IX

—¿Qué es esto?

—¿Una foto de Julia?

—El comentario, Sebastián. Deja de jugarle al loco. Esto es serio.

—¿Y qué tiene de malo el comentario? Solo le dije que me gustaba su tatuaje, y es verdad. Tengo en redes a prácticamente todos mis alumnos. De vez en cuando les escribo. Nunca había tenido problemas por eso. ¿Por qué ahora sí?

—Porque con ella te vieron coqueteando. Yo quise creer que no, por eso lo hablé contigo y di carpetazo. Pero luego me entero de que Fuentes anduvo con la recepcionista, inventándole talleres y cuanta cosa para sacarle tu número, y la muy inocente se lo dio.

—Ah, ¿entonces ya me lío con Fuentes y con Julia? Pedazo de genio que salí, ¿no?

—Fuentes es la mejor amiga de Julia.

—Y eso automáticamente me convierte en su novio, ¿no?

—No.

—¿Entonces? A quien deberías de castigar es a la chica de recepción. No debió…

—No vayas de cínico, Sebastián. Con ella ya se tomaron cartas en el asunto. El tema ahorita eres tú. Y no. El supuesto coqueteo en el estudio B no te convierte en su novio. Tampoco el que su mejor amiga haya conseguido tu número ni el comentario en Facebook. Lo que te convierte en su novio… o al menos en algo más que su maestro, es esto…

Tania le muestra una fotografía desde su celular. Aparecen Julia y Sebastián tomados de la mano minutos antes… segundos antes de salir del bar. La foto no es la mejor del mundo, mas cuenta con la calidad suficiente para acabar como un tarado si a Sebastián se le ocurre decir que no, que no es él. Que lo confundieron. Que esa noche estaba con los amigos o con la familia. En balde sería montarse una coartada. Toca aceptar. Renunciar, si es preciso.

—Es mi novia.

—¿Perdón?

—Julia. Nos pusimos de novios esa noche, precisamente.

—No soy quién para juzgarte, pero…

—Entiendo. Falté al código y ya está. Toca irme. Igual quise ir de frente. Sé que hice mal, pero lo último que quiero es que ella acabe como una simple movida frente a sus compañeros. Julia no fue una mujer con la cual salí y punto. Ella es mi novia, y merece que la respete como tal.

Sebastián intenta ponerse de pie, Tania lo frena. No le dice algo en concreto. Marea palabras, mas a él le queda claro que le guardará el secreto. A cambio le pide discreción. Atender a Julia como a una más. Sin favoritismos de ningún tipo. Al hombre le parece justo el arreglo. Sale con una sonrisa que le comienza en una oreja y le termina en la otra. Va hasta donde su novia, se para frente a ella y la reta a mirarse como se han visto toda la mañana. Con pestañeos que simulan palabras. Ella parece evitarlo. Se cambia de banca, él la sigue. Cuida no ser muy evidente. Julia se encierra en el baño y él aprovecha para escribirle un mensaje. Antes recibe uno por parte de ella.

—Creo que no va a funcionar. Perdón.

El mundo se le detiene. No sabe qué responderle, por eso se guarda el celular en el bolsillo. No quiere actuar impulsivo. Camina de un lado para el otro, preguntándose algunas cosas: ¿qué habré hecho mal?, es la primera. ¿Fui demasiado rápido?, la segunda. Para cuando formula la tercera, ella sale del baño. Fuentes la detiene. Segundos más tarde le pasan por en frente. La amiga la hace de camellón entre uno y otro, y sin que nadie se dé cuenta; en el primer acto discreto de su vida, Fuentes coloca un pedazo de papel en la mano de Sebastián. Él quiere leerlo ahí, de una. Mas sería arriesgado. Mejor entra al baño que tiene a unos cuantos metros y se encierra a leerlo.

—Se puso celosa porque te vio con Tania. Te quiere mucho. Tenle paciencia.

Las letras lucen descuidadas, como si el recado hubiese sido escrito bajo presión. Sale del baño y se encuentra con Julia. O la ve, mejor dicho. Está lo suficientemente cerca como para identificarle la voz; lejos para saber lo que le dice a Fuentes mientras manotea y el rostro se le desbarata.

Él cree que puede hacerse el ofendido. Ella no debe molestarse cada que lo vea hablando con Tania. Al final del día es su jefa. Bonita y joven, sí. También es cierto que cuando la conoció, de no haber estado jugándole al novio perfecto, capaz y la invitaba a salir. Mas no sucedió, entonces no hay motivo. ¿O sí? Para el caso es lo mismo. El tipo está perdido en la cara sonrojada de su novia, en la mirada endiablada. Descubre que sí, que también le encanta enojada. Celosa. Con cara de quererlo matar y a la vez… a la vez de: me muero si te vas. Por eso se saca el celular y le escribe un mensaje que bien puede ser un jalón de cola al diablo o una oferta de tregua.

—Te ves hermosa cuando te enojas.

Ella lo lee y el semblante le cambia. Sigue roja, no obstante, pero ya atiende otros motivos. El sentirse adulada… querida. Por eso levanta la mirada y le sonríe.

Ahora es de noche, y hacen el amor en un parque. Con ropa. Sin besos que vayan más allá de los labios ni caricias que rebasen las manos. Con palabras salidas del corazón y suspiros al por mayor. Lo hacen sin que él se le monte encima ni ella juegue con su entrepierna. Hacen el amor de verdad… sin usar el sexo como pretexto.

—Me da miedo quererte tan rápido —dice ella.

—Me da miedo quererte tanto —responde él.

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